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Tachas 617 • Identidades escindidas: Duplicaciones y duplicidades • Fernando Cuevas

Fernando Cuevas

Reality+ (Francia, 2014)
Reality+ (Francia, 2014)
Tachas 617 • Identidades escindidas: Duplicaciones y duplicidades • Fernando Cuevas

La duplicidad implica falsedad, engaño; duplicar es hacer un doble, multiplicar. La identidad se construye a lo largo del tiempo y nos hace distintivos, únicos: no es un proceso lineal dado que implica avances y retrocesos, rupturas y reformulaciones, transiciones y estancamientos. Pero en ese trayecto, suponemos seguir siendo nosotros mismos. O no. Depende qué tanta auto aceptación alcanzamos a cimentar para soportar los inevitables cambios vitales, los del tiempo y de los contextos, donde terminamos por representar distintos papeles que detestamos pero que nos permiten sobrevivir, acaso para escenificar otros de los que nos podamos sentir orgullosos. Y hasta felices por un momento.

La paradoja de la nave de Teseo, explicada por Nuccio Ordine, lleva a la reflexión sobre la identidad: a partir de ella, el gran intelectual italiano afirma que “la identidad no es algo estático e incontaminado… sino un complejo conjunto de mutaciones y permanencias, de continuas ósmosis entre lo idéntico y lo diverso” (en Los hombres no son islas, Acantilado, 2022, p. 243). La identidad, entonces, juega como una particular identificación que busca encontrarse con un ámbito determinado, siendo diferenciado pero compartiendo elementos comunes. En esta interacción, dicha identidad se refuerza o bien se diluye en aras de responder al sentido de pertenencia, si bien Nietzsche consideraba que cualquier cambio en la historia personal alteraba la identidad, vista más como un estado actual susceptible de modificarse constantemente.

Reconciliación con una misma

La directora parisina Coralie Fargeat aborda el tema de la necesidad de cambiar de apariencia para poder tener una relación en el corto Reality+ (Francia, 2014), en donde a través de un chip una persona puede tener la apariencia soñada durante 12 horas, usualmente como de catálogo publicitario, acaso sin darse cuenta que la felicidad bien podría estar, con el aspecto propio, a la vuelta del balcón. En La sustancia (Francia, 2024), la realizadora de Venganza del más allá (2017), ya apuntalando su mirada feminista, le da continuidad y expande esta premisa, con todo y un dejo de humor sangrante, de abrir la posibilidad para dejar de ser como uno es y así aspirar a ser alguien mejor, particularmente desde la dimensión corporal.

A través de la aplicación de un producto milagro, secretamente vendido y sin que se vea un solo ser humano más allá de la voz en el teléfono, se aplica en el organismo como si se tratara de una especie de inseminación con uno de los múltiples compuestos que ahora pululan en el mercado, para crear otro ser salido de uno mismo, pero en la mejor versión posible, como si se fuera un parto aspiracional que surge de la espina dorsal; la especie de doppelgängeremanado del proceso no es propiamente un doble, sino justamente una duplicidad con capacidad para la toma de decisiones propia, dado que se trata de uno mismo, siempre y cuando se cumpla con la máxima de respetar el balance, práctica que para la mayoría de los seres humanos resulta imposible.

La limitante es que la aplicación debe durar siete días, a partir de los cuales se tiene que volver al cuerpo original, incluyendo una especie de transfusión: en este caso, una cincuentona estrella televisiva de un programa como sacado de Jane Fonda o de la serie Physical (Weisman, 2021-2023), que decide someterse al tratamiento ante la pérdida no sólo del trabajo, sino del atractivo juvenil y la autoestima, dando como resultado, tras un doloroso procedimiento, a su otra yo, que es ella misma, más joven y con la combinación justa de sensualidad e inocencia para alimentar las expectativas de la audiencia, cual triunfadora del elenco de Showgirls (Verhoeven, 1995) y del desquiciado productor (Dennis Quaid en disfrute de su sobreactuación).

El desarrollo más o menos predecible del relato -que bebe de clásicos como Stevenson y Wilde y de cuentos populares retomados por los hermanos Grimm como Blancanieves y La Cenicienta- con todo y su contrastante, grotesco y abigarrado desenlace, apunta a una cuestión fundamental: quererse a uno mismo frente a renegar de cuando se es joven con todas las limitaciones del caso, y despreciar a la persona en lo que uno terminó por convertirse. El sentimiento de vergüenza por lo que se fue y de frustración por lo que será. Están, claro, las críticas directas a la industria del espectáculo, el machismo descarnado y corporativo, y el despojo hacia la mujer de la condición de sujeto, reduciéndola a un mero objeto para el rating, siempre desechable e intercambiable al paso del tiempo.

Demi Moore entrega la actuación de su carrera, no sólo en términos del amplio espectro que la lleva de ser una sonriente figura televisiva, si bien solitaria, a una mujer insegura incapaz de salir con un antiguo compañero, y de ahí al absoluto desquiciamiento enclaustrado que por momentos recuerda a Ellen Burstyn en Réquiem por un sueño (Aronofsky, 2000); en tanto, el contraste que encarna Margaret Qually como la versión rejuvenecida y cada vez más egoísta de la estrella en decadencia, primero cinematográfica y después de la pantalla chica, redondea esta dualidad no sólo corpórea, sino de un creciente distanciamiento por lo que se pudo haber sido o por lo que se terminó siendo.

La fórmula del filme incluye presentar un muy bien logrado horror corpóreo a la Cronenberg desplegado en interiores asépticos a la Kubrick, que se contraponen a la viscosidad y visceralidad que va predominando en la cinta conforme avanza el esperado trayecto hacia la descomposición física y emocional; un terror cercano al de Carpenter, junto con las miradas del doble a Hitchcock, De Palma y Peele, así como un acercamiento a la deformidad cual espectáculo, explorada por Lynch, en donde, a pesar de todo, debe mantener la sonrisa: aunque quizá ese gesto no sea del todo falso, sino la posible aceptación que tanto costó construir, la reconciliación consigo misma largamente buscada, acaso demasiado tarde y tras sufrimientos innecesarios. 

La cámara juega con las distancias que van del close-up a los primeros planos para involucrarnos con la transformación carnal, al encuadre rígido y general de gélida construcción, para de ahí saltar a la tribulación visual en el tercer episodio del filme, entremezclando algún picado revelador y simbólico: la estrella en el paseo de la fama sólo queda para seguir siendo pisoteada sin que nadie recuerde nombres y obras.

De la distinción a la normalidad

Acaso menos obvia, integrada por aristas más intrigantes y ruta argumental inquietante que transita por diversos géneros con naturalidad narrativa mientras retoma elementos del cine de Solondz, Kaufman, Lynch y Kaurismäki, Un hombre diferente (EU, 2024) se pregunta con un peculiar sentido de humor satírico, que incluye burlarse de sí misma sobre todo en cuanto al proceso de casting, acerca del peso de la apariencia física en la particular búsqueda de la felicidad, en particular considerando la importancia que se le da a la belleza y al “buen” aspecto -según los estándares predominantes- en los ámbitos laborales, profesionales y sociales, e incluso en las relaciones personales y románticas. 

Sigue a un aspirante actoral cuyo rostro deformado provoca miradas constantes sobre él, a pesar de tratar de pasar desapercibido: participa en un promocional para motivar la inclusión de personas con alguna anomalía física y vive solo en un edificio, hasta que conoce a su vecina, una frívola aspirante a dramaturga (Renate Reinsve, la peor persona del mundo), con quien establece un vínculo que se mantiene en el terreno de la amistad. Mientras tanto, sigue asistiendo a audiciones, trata de aprender a silbar y busca arreglo para una gran gotera del techo de su departamento: entonces surge la alternativa médica de un tratamiento que le permite volver a tener un rostro “normal”. 

Escrita y dirigida por Aaron Schimberg, ya explorando el tema del aspecto físico en Go Down Death (2014), en particular a través de uno de los personajes, y en Chained for Life (2017) como parte del argumento central y con la interpretación de Adam Pearson (Under the Skin, Glazer, 2013), actor que padece neurofibromatosis y que también aparece en esta cinta: aquí interpreta a un hombre encantador que se presenta en los ensayos de la obra teatral que se vuelve el epicentro de la segunda parte del relato, cual yuxtaposición de la realidad: tiempo después la ahora directora está montando una obra en la que recupera la experiencia con su vecino, quien, con su nuevo rostro, asume el papel de sí mismo en el pasado, entrando en una crisis de lo que fue y lo que se supone quería ser, cual síndrome del objetivo alcanzado y ahora reflejándose y siendo desplazado por su nuevo amigo.

Justo cuando parecería que la posibilidad de concretar una relación amorosa largamente deseada y pasear por el parque del brazo de la mujer amada sería el roce de la felicidad, aparece la ruptura y el suicidio del hosco vecino, respectivamente, enfatizando que las imágenes deseadas no siempre corresponden con lo que uno se podría imaginar, incluyendo el cambio de rostro que termina incidiendo en la ruptura identitiaria, en la decepción absoluta y la confusión generalizada. Y en esta búsqueda de construcción de identidad se puede acabar sumido en la soledad, como una especie de amargo regreso al lugar donde todo empezó, o en una secta en la que se supondría están las respuestas de las preguntas nunca formuladas.  

Los golpes de zoom y los encuadres que se posan en el rostro del protagonista, interpretado con un amplio espectro emocional por parte de Sebastian Stan, o en situaciones de impotencia e incomodidad, enfatizan el tono crítico del relato, adicionada con juguetonas secuencias de misterio que combinan difusas perspectivas, arropadas por un jazz efervescente y con una apuesta visual en apariencia descuidada, reflejando ese estado de búsqueda infructuosa del cambiante y extraviado hombre, incluso sumiéndose en una especie de Woody Allen involuntario tras ser un exitoso e insatisfecho agente inmobiliario: ahí queda la máquina de escribir como el regalo olvidado, pasajero y que puede seguir pasando de mano en mano, como en el juego de espejos en lo que se convierte la identidad extraviada.

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