NARRATIVA
Tachas 625 • De la invasión • Severo Sarduy
Severo Sarduy

Dirigiendo a todo el ejército eché a andar por la arena. Y nos fuimos internando en el poblado de Soto La Marina, donde las mujeres nos miraban asombradas y los hombres (siempre más discretos) se iban para el patio o se refugiaban detrás de las lomas. Allí hice un alto y convoqué a los habitantes para una reunión. Y como los primeros en llegar fueron los niños, les dije que buscasen a sus padres. A las dos horas ya tenía reunido a todo Soto La Marina. Así fue que me trepé al tronco de una palmera y empecé a hablar. Les dije que «yo acepté este partido (el de la independencia), porque así más presto acabará la efusión de sangre que por México y por toda América se derramaba a torrentes inútiles; porque la emancipación ya no tiene remedio. A más de que la Europa la protege, veinte millones de hombres que quieren ser libres lo serán a pesar del mundo entero…».[1]
Y las mujeres empezaron a palmotear y a soltar gritos. Y los hombres dirigían sus miradas al suelo. Y yo, viendo que iba ganando terreno, seguí con mi discurso:
«Obstinarse en contra de la emancipación es querer forzar la naturaleza. El orden natural de las cosas es que toda colonia se emancipe en llegando a bastarse a sí misma. Así ha sucedido a todas las colonias del mundo, y aun los hijos, llegando a su virilidad, quedan emancipados de las sagradas dependencias de sus padres naturales. Demasiado tiempo ha estado la América en la fajas de una tutela opresora que monopoliza su comercio, y no le permite fábricas, ni viñas ni olivares»…[2]
Y los hombres levantaron la vista del suelo y me miraron de frente.
«Hasta ahora no ha faltado la insurrección sino jefes, oficiales y armas. Todo lo tenemos en abundancia y excelente… Ha faltado también conducta, porque la canalla se ha puesto a la cabeza embriagada de pasiones viles y matando europeos solo por serlo. Acá traemos ideas mas nobles; nuestra conducta no puede mejorarse, y no haremos sino defendemos de quien quiera destruirnos. Convidamos a la libertad civil, justa y razonable; a nadie forzamos a tomar las armas»,[3] el verdadero hombre no necesita que lo fuercen para que luche por su tierra oprimida. (Y aquí vi cómo los hombres daban un paso al frente y se ponían rígidos, como las mismas palmeras). «El que nos haga la guerra nos hallará, sea criollo o gachupín; el que se esté quieto no será incomodado para nada».[4]
Pero ya nadie estaba quieto. Todos empezaron a gritar ¡Viva México! Y ¡Viva la independencia! Y salimos, con el pueblo de Soto La Marina detrás, las mujeres con los niños a cuestas y los hombres delante y clamando por la invasión. Pero antes de abandonar el lugar pregunté por el cura de aquel pueblo. Y toda la muchedumbre partió a buscarlo en la parroquia. Allí estaba el párroco, escondido detrás de la capilla mayor. Hasta él me llegué, y seguido por toda la muchedumbre me le acerqué, con mi indumentaria de obispo; y él cayó de rodillas y trató de besarme el anillo. ¿Es que hoy no hay misa?, le pregunté. «Oh, Ilustrísima», me contestó muy zalamero, «es que no tenemos el vino sagrado para poderla dar». ¡Qué importancia tiene eso!, dije, si de vino se trata aquí lo tiene. Y saqué, desamarrándome el cíngulo, una caneca rebozante de aguardiente fuerte de Castilla; fui hasta el cáliz y lo llené. Vamos, le dije al temeroso párroco, ya puede dar la misa. Y no se preocupe por la calidad del vino, que Cristo no era precisamente de los ricos y no bebió en toda su vida mejor vino que ese que usted va a tomar ahora… Y así fue que el cura dio la misa con aquel aguardiente. Y cuando cesaron los cánticos y dijo Amén, estaba tambaleándose. Ayudado por un monaguillo salió, dando tumbos, del altar. Y también salimos nosotros, cantando himnos guerreros, para que si alguien se encontraba agazapado saliese al momento y se nos uniera… Llegando a Monterrey ya teníamos más de cien mil hombres armados de piedras, palos y de cualquier instrumento de trabajo. Y entrando en la ciudad tuvimos el primer encuentro. Y, fusil en pecho, o piedra en mano, acabamos con los gachupines que se nos interpusieron. Y así fue que tomamos sus armas y reforzamos nuestro ejército. Y, más seguros, seguimos libertando pueblos y haciendo crecer cada vez más nuestras filas, hasta que ya no las pude dominar de un solo vistazo; a pesar de lo bajas y llanas que son esas tierras, los hombres se confundían en la línea del horizonte… En oscureciendo di la orden de descanso, tirándonos a dormir sobre el arenal.
Al otro día ya estábamos saliendo de Monterrey, habíamos llegado al Nuevo Reino de León,[5] siempre avanzando sobre los realistas, siempre disparando sin cesar; pero he aquí que en acampando en la tierra neoleonesa, se nos acercó todo el ejército de México, que el Virrey había dispuesto contra nosotros; y, disparándole toda la metralla, empezamos luego a bombardearlos con piedras y arena; y el cielo se fue nublando, y todo no fue más que un caos rojizo y, aprovechando la cortina que nos ocultaba, empezamos a retroceder, hasta llegar al fuerte de Soto La Marina,[6] donde nos refugiamos. Allí nos pertrechamos con todas las armas que estaban guardadas, pero yo mantenía mis temores de ser descubierto; y estos se agrandaron más cuando noté que el párroco había desaparecido de la población, que bien conozco yo las vilezas de esos miserables.
Lo primero que nos anunció la llegada de los realistas fue la turba de zopilotes,[7] que empezaron a volar sobre nuestro fuerte. Estas inmundas aves siempre van persiguiendo a la carroña; y ya estaban acostumbradas al desgaste de las cimitarras de los soldados coloniales, que no respetan ni a los niños de meses, por eso los seguían, confiadas en que su alimentación estaba asegurada; muy gordos estaban estos buitres por las matanzas de inocentes que se habían realizado, y casi no podían alzar el vuelo y caminaban de patas abiertas por sobre el arenal, como negras y pesadas tortugas de sabrá Dios qué infierno. Así fue que las pestíferas aves fueron tomando posiciones, y yo, al verlas, di grito de alerta para toda la tropa. Y en todo el fuerte no quedó un solo agujero por donde no se asomara la punta de un fusil. Y la primera remesa de realistas sirvió para pasto de las voraces aves. Pero he aquí que ya volvía el segundo escuadrón, que al ser atravesado por nuestras armas se esparce, y algunos soldados dan el grito de socorro; y a los pocos momentos ya avanzaba sobre nosotros todo el ejército real de México… Se nos habían acabado las municiones y no teníamos, para pelear, más que nuestras propias armas sin pertrecho y nuestros brazos. Y el ejército realista ya se iba acercando; por eso di la orden de combatir hasta con las uñas. Y por último, y no teniendo ya nada que lanzarles, empezamos a cazar zopilotes y, tomándolos por las patas, los lanzábamos sobre las cabezas de los atacantes. De esta manera los mantuvimos a raya durante todo un día. Pero también estos proyectiles se fueron agotando, de modo que llegó un momento en que no se veía ya ni un zopilote sobre el cielo de Soto La Marina. Y los soldados gachupines seguían avanzando por sobre las aves ya reventadas.
Y caímos prisioneros.
¿Qué es caer prisionero en un ejército realista, enfurecido y hambriento? Es caer en el mismo infierno. Una parte de nuestros soldados, atados a las colas de los jumentos de los vencedores, fueron arrastrados por todo el arenal, mientras se hostigaban a los animales para que apresuraran el paso. Otra parte fue montada sobre pequeños burros, que a cada paso soltaban el bofe. Y otro gran número, que no pudo alcanzar colas de caballos ni burros, fueron atados con una gran coyunda, y a fuerza de golpes, eran conducidos a pie por aquellas ardientes tierras. Así atravesamos toda Pachuca,[8]donde el calor era tanto y la sed y el maltrato se hacían tan insoportables que los cautivos pedían a gritos que se les quitase la vida. Y como si esto fuera poco, en cada pueblo que llegábamos éramos exhibidos, ante los ojos desconcertados de sus habitantes, como si fuéramos criminales de la peor calaña. Por todas esas ofensas íbamos pasando. Y ya cuando dejamos la llanura y nos fuimos internando entre las peñas de Atotonilco El Grande,[9] la mitad de los prisioneros había muerto y la otra mitad estaba casi agonizante. Iba yo atravesando todos aquellos derriscaderos sobre un potro resabioso, que a cada momento cogía un trote insoportable y me hacía ver las estrellas en pleno mediodía abrasador. Desde luego, los oficiales la cogieron, desde el primer momento, con mi persona, y no dejaban de golpearme y de lanzarme ofensas de todos los colores; o se ponían a pinchar la flaca y enfurecida bestia, que daba un respingo y me lanzaba al suelo con todos los grillos que traqueteaban sobre mi cabeza. Y así fue que de tanto dar sobre los pedernales me hice trizas un brazo y las dos piernas. ¿Y creerán ustedes que los salvajes gachupines, en vez de recogerme de aquella postura y darme ayuda, lo que hacían era soltar la risa y burlarse de mi situación?… Y a mí lo que más me entristecía era saber que todos aquellos esbirros eran gentes humildes, descendientes de las capas más pobres e ignorantes y, que por lo tanto, se dejaban conducir como mansas bestias. Yo traté de hacerles ver el engaño en que vivían, pero los oficiales gachupines, que ya conocían mi labia, me cocieron la boca con hilos de henequén, y yo no podía más que resoplar y mover las manos desgarradas. Con miles de penas me iba encaramando en la bestia infernal y al momento volvía a dar contra el pedregal. Y yo clamaba al cielo que me dejase morir de una vez, pero no resollaba muy alto, ni gritaba, sino que todo lo hacía mentalmente y, cuando las amarras me lo permitían, estiraba los labios en una muestra de indiferencia y desprecio para todas aquellas alimañas rastreras. Y esto los enfurecía más, pues veían que todas sus torturas no surtían efectos, y volvían a pinchar a mi potro, y yo volvía, de cabeza, rumbo a los escollos. Hasta que hicimos un alto en uno de los pueblos serranos y yo, entre resoplidos, gruñidos y movimientos de manos, pude dictarle una carta a mi amigo Agustín Pomposo,[10],donde le decía que hiciera todo lo posible por salvarme… Pero nada pudo hacer mi fiel amigo, y fui llevado a la casa de la Prisión de La Esquina Chata, en el convento de Los Dominicos.[11] Y fui entregado en mano de los inquisidores para que me juzgasen como se juzga a una terrible bruja. De los demás prisioneros supe que la mayoría había muerto de sed y hambre en el camino, y los que llegaron a las galeras perecieron allí por el mucho maltrato… Y yo me vi otra vez delante de los togados jueces. Metido dentro de aquel negro barrizal. Pero no quise contestar a ningún interrogatorio. Y de nuevo fui conducido a la celda de la prisión. Y otra vez me vi rodeado de cadenas y argollas. Fui, pues, el primer dominico que cayó preso en su misma congregación, que ellos habían creado no precisamente para sus propios miembros. Pero los poderosos no perdonan ningún gesto contrario a sus doctrinas y, como tienen la fuerza, tienen también el privilegio de hacerse obedecer, eliminando a quien se le interponga o moleste… Y al cabo de tres años de estar en aquella prisión supe que ya en España había sido suprimida la Santa Inquisición,[12] y que los millares de hogueras, que a tanta gente habían carbonizado, ya no servían más que para calentar pucheros y dar abrigo a los mendigos. De manera que me sentí más tranquilo, que por la ley no podrían achicharrarme, pero el gobierno de México me veía como un enemigo peligroso y no estaba dispuesto a soltarme después de tanto batallar por mi captura. Y fui transportado, a golpes de puntapiés, que nunca olvidaré, a una helada celda de la cárcel de Veracruz. Casi tocando el mar.
Allí quisieron dejarme hasta la resurrección, que ya, por lo cerca de mi muerte, no podría tardar mucho. Pero yo no quise esperar ese motivo para liberarme, así que, metiendo la cabeza por entre dos barrotes, traté de agenciarme la huida, y conseguí solamente dos fuertes golpes de los carceleros, que me pescaron cuando ya tenía medio cuerpo afuera. Más tarde traté de escarbar con las uñas el piso de piedra y salir a los derriscaderos del mar; pero solamente conseguí caer en otro calabozo más húmedo. Y comprendí que la única manera de salir de aquella cárcel era por la puerta principal y escoltado por todo el ejército real.
Por la puerta principal y escoltado por todo el ejército real, salí de nuevo prisionero para España, pues me temía tanto el Virrey que no quería conservarme en mi tierra por miedo a que le quitase la vida, como a gritos se lo prometí un día en que pasó de visita por aquellas inmundas galeras.
Y me echaron a la mar, rumbo a la caduca España, donde ya me esperaban los verdugos para matarme. Por eso fue que fingí estar muy grave, ya al borde de la misma muerte. Y, paseándome enloquecido por todo el fondo del buque, clamaba por un médico, pues «me sentía diluirme en mil fiebres diferentes». Tantos fueron mis aspavientos y gritos que el capitán dio la orden de fondeo en el puerto de La Habana. Y crucé el entrepuente rumbo a El Morro[13] (una subterránea prisión de una cárcel marítima), haciendo retumbar mis grilletes y soltando enormes alaridos.
Fragmento cedido para promoción por los editores del libro El Mundo Alucinante. Severo Sarduy. Editorial Cátedra. 2008, España.
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Severo Sarduy (Camagüey, 1937-París, 1993). Escritor cubano, uno de los más brillantes narradores cubanos contemporáneos, autor de una narrativa caracterizada por su audacia experimental y por su gusto neobarroco.
Severo Sarduy cursó estudios de medicina, arte y literatura en Cuba. En 1956 se trasladó a La Habana, donde colaboró con la revista Ciclón. Tras el triunfo de la Revolución liderada por el Che Guevara y Fidel Castro, Sarduy escribió en el Diario libre, del que fue director de la página literaria, y en Lunes de la Revolución como crítico literario y de arte. En 1960, gracias a una beca del gobierno cubano, se trasladó a París, donde estudió historia del arte en la École du Louvre. En París se vinculó al grupo de escritores estructuralistas, colaboró en la revista Tel Quel y trabajó para Editions du Sueil y como guionista de la radiotelevisión francesa; nunca regresó a Cuba.
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[1] Fray Servando Teresa de Mier. Carta enviada a Fray Pascual de Santa María.
[2] Fray Servando Teresa de Mier. Carta enviada a Fray Pascual de Santa María.
[3] Fray Servando Teresa de Mier. Carta enviada a Fray Pascual de Santa María.
[4] Fray Servando Teresa de Mier. Carta enviada a Fray Pascual de Santa María.
[5] Se refiere al actual estado mexicano de Nuevo León, de donde era oriundo el Padre Mier.
[6] Es en este punto donde desembarca la expedición de Mina.
[7] Aura, ave de rapiña.
[8] Ciudad del actual estado de Hidalgo, en el norte de México.
[9] Montañas de imponente figura en el actual estado de Hidalgo, al norte de México.
[10] Agustín Pomposo Fernández de San Salvador fue amigo abogado mexicano del Padre Mier, desde su juventud; véase VFS, 307 y siguientes.
[11] El mismo convento donde el Padre Mier había hecho sus estudios para fraile dieciocho años antes.
[12] En cursiva en el texto.
[13] Fortaleza en la entrada del puerto de La Habana.