NARRATIVA
Tachas 628 • Nacimiento de Venus en la luna • Francisco Alemán Sainz
Francisco Alemán Sainz

I
Estaba en su vivienda lunar, rodeado de instrumentos para que no se escapase un detalle del viejo satélite. Botones, palancas, número, letras, colores, magnetófonos, cámaras de televisión. La “Central de Expediciones Orbitales” se ocupaba de recibir todo aquello y ponerlo en orden con todo cuidado.
Bob Gomes estaba nervioso, sobre todo desde hacía un par de semanas, cuando estaban a punto de cumplirse los once meses de aquel singular destierro. Lo acabado de su entrenamiento, su capacidad de relajación junto a la facultad de empleo de maneras olvidadas por el hombre urbano, le dotaban de una completa seguridad. Pero el hecho de haber ensayado toda posible contingencia no quitaba nada a aquella sensación de disgusto que de cuando en cuando le invadía a pesar de la seguridad que tuvieron siempre los expedicionarios a la Luna, conseguida después de cerrarle el paso a toda posibilidad de sorpresa.
Los sorprendidos, eran aquellos lejanos de la Tierra, al cuidado de recibir noticias a través de Bob Gomes, entre los que se hallaban los técnicos de lanzamiento, y los técnicos en recuperación y muchos técnicos más. Además, los investigadores especializados en biología, mineralogía y en multitud de conocimientos que un día llevarían el nombre de Ciencias de la Luna.
—¿Hay alguna novedad?
La voz había atravesado la enorme distancia con gran disgusto de Bob Gomes, quien respondió rápidamente:
—Sí, hay novedad. Cada día estoy más cansado de ustedes. Además me aburre escucharles.
—Parece que sí, que se encuentra cansado.
—No, no lo parece. Ya se lo he dicho. Estoy cansado de ustedes. Verán ustedes: estoy cansado de mí, de ustedes, de la Luna y de todo el Sistema Solar.
II
“Se está pasando —pensaba Tom X. Waldorf—. Está pasándose. Algo de esto andaba temiéndome yo desde el principio. Lo puse en mi informe, pero no me hicieron caso. Es muy vulnerable, mucho. Bob Gomes empezó a estudiar arte, y no le concedieron importancia a eso. Hay cosas que, aunque parezca que las abandonamos, nos siguen a todas partes. Terminan por volver a nosotros. ¡Enviar a la Luna alguien que estudió Bellas Artes! ¡Qué torpeza! Fue solamente un curso, y no llegó a terminarlo, pero con eso basta. El arte es una frivolidad”.
Tom X. Waldorf sintió desde el principio una gran antipatía por Bob Gomes. “Un estudiante de pintura que la deja para ingresar en la Facultad Espacial, donde no tardó en distinguirse. Les engañó a todos, hasta a las computadoras. Era necesario un hombre sin imaginación, alguien incapaz de inventar nada, capaz de ser dirigido por completo. Pero la elección había señalado un imaginativo Gomes; era un simulador, capaz de vencer toda sospecha de lo que fuese. Aunque no engañase a todo el mundo”. Por lo menos a Waldorf no había llegado a engañarle, y estaba dispuesto a insistir sobre su opinión.
La situación no era grave, pero si peligrosa. Tom X. Waldorf temía lo peor. La reunión de aquella mañana, en el Gran Despacho, tuvo un pequeño número de asistentes; todos gente importante, de las que pocas veces salían en los periódicos, pero que decidían quiénes habían de salir y quiénes no. El tema era Bob Gomes.
—¿No se le puede volver aqui?
—¿Adónde?
—A la Tierra.
—No.
—¿Por qué?
—Es mejor esperar.
—Sí. Creo que lo de Gomes es una crisis, pasajera, naturalmente, que no tardara en tener un signo contrario, el de la euforia.
Tom X. Waldorf iba a hablar, pero alguien se le dirigió para evitarlo:
—Ruego a míster Waldorf que no nos cuente otra vez su descubrimiento de un Bob Gomes aficionado a la pintura. No es necesario.
III
Era Randolph William, que hablaba de manera un poco antigua, y esto hacía que contase con el respeto de todos. Siempre decía: caballero, señor, amigo mío.
—La cosa no es tan difícil como parece a primera vista, caballeros. Hablaba dándole vueltas a las mismas palabras, barajándolas insistentemente, haciéndolas aparecer y desaparecer ante el oído de sus gentes.
—No es tan difícil, aunque a primera vista lo parezca. Creo que es más fácil de lo que pueda parecer.
Hacia un ovillo de palabras. Era capaz de hablar un día entero, sin cansarse apenas, y, sobre todo, sin preocuparse de encontrar palabras nuevas. De tanto usar las suyas, reducidas en número, éstas brillaban como recién acabadas de encontrar.
—¿Qué le ocurre realmente a Gomes?
—Míster Waldorf estaba dispuesto hace un instante a referirse a la irrealidad de Gomes. Quiere esto decir, caballeros, que a Bob no le ocurre realmente nada. ¿No es así, señor Waldorf?
—Ya sé que usted no piensa como yo, míster William.
—No. Y me alegro que lo sepa, caballero. Pero voy a decirles una cosa importante: sé lo que le ocurre a Gomes.
—Usted apenas le conoce.
—Bueno, quizá lo pueda saber por eso mismo. Usted, señor Waldorf, le conoce y no sabe lo que le pasa.
—Pues si lo sabe, ¿quiere decirlo ya, William?
—Caballero, estoy acostumbrado a decir las cosas cuando me parece oportuno. Soy un hombre libre. Y por eso voy a decirlo sin pedirle excusas a ese caballero tan diligente. Me lo ha sugerido en el sermón de ayer domingo el reverendo Wells. Ya sé que míster Waldorf no es amigo de sermones, y lo siento, porque un buen sermón es algo inapreciable, y hasta un mal sermón puede serlo. Está en una frase antigua, en el Génesis. Sé que para míster Waldorf, antiguo significa algo que ha perdido significación. ¿No es así, caballero?
William no parecía irritado, lo que hacía suponer que lo estaba bastante.
—Se trata de una reflexión. Yahvé piensa: “no es bueno que el hombre este solo”.
—Se trata de la mujer, ¿no es eso, señor William?
—Precisamente, caballero, no puede usted negar sus años de Hollywood.
—¿Qué puede hacerse?
—No es solución hacer que vuelva Gomes. Sobre todo, porque no tenemos con quién efectuar un relevo seguro. Como ustedes conocen, caballeros, los otros seleccionados para el viaje, compañeros de Gomes, no están aquí. Dos de ellos murieron en un accidente de tráfico, y el otro se fugó con una cantante de ópera. No voy a criticarle, porque la afición a la ópera es una señal de buenas costumbres.
Waldorf no pudo resistirse e intervino apresuradamente:
—Existen cinco personas que se preparan, quizá con mayor cuidado que Gomes, para la permanencia en el espacio.
—Me niego a tomar, caballeros, me niego a tomar sobre mi responsabilidad a esos hombres. Me niego a tomar sobre mis hombros la responsabilidad, caballeros, de tal adelantamiento. A esos cinco hombres todavía les falta tiempo para poder empezar.
Tom X. Waldorf hizo un gesto, pero William le salió al paso de nuevo, esta vez sin permitirle empezar.
—Por otra parte, Gomes ha demostrado cualidades muy superiores, caballeros, a lo que se esperaba de él. No se contenta con cumplir la programación, sino que, en ocasiones, actúa ampliándola por su cuenta.
—Pero, eso no es.
IV
—Eso no debe repetirse fuera de aquí. Es más, no debiera haberse dicho aquí.
La frase fue seguida de un violento portazo —especialidad de CarlCharles Dugan, director jefe, Estoy seguro.
—Señores, señores: estoy seguro de que ustedes habrán logrado enterarse bien de 10 que William ha empezado a decirles. Usted, Waldorf, debe dejarse sus chismes. Su odio a las Bellas Artes no está en la programación espacial. Estoy seguro de que no está. ¿De qué trataban ustedes?
—Era algo de la Biblia.
—¡Qué gran libro, señores! Siempre he pensado que es una lástima que no fuese escrito por un autor de nuestro país. Pero estoy seguro de que todos ustedes lo han leído. ¿Qué era?
—“No es bueno que el hombre esté solo”.
—Una gran idea, que nuestro país debiera hacer suya. Las facultades de una mujer para comprar son muy superiores a las del hombre.
—Pero eso no tiene nada…
—Lo sé, Waldorf. Estoy seguro de que hay que buscar una mujer. Esa es la solución.
—¿Una mujer que enviar a la Luna?
—Sí.
—No la encontraremos —intervino Waldorf.
—Escuche, caballero, míster Waldorf, no tiene ninguna razón para decir eso.
—Señor William, si una hija mía…
—Usted no tiene hijas, Waldorf, pero en caso de que las tuviera querrían hacer ese viaje. Estoy seguro de que se convertiría en una actualización del tema de Cenicienta. Hemos terminado por hoy. Hay que buscar a esa mujer, y encontrarla, claro.
Carl-Charles se levantó de su asiento y salió del Gran Despacho después de dar un fuerte portazo.
V
La búsqueda se hizo en el más riguroso secreto. Un pequeño ejército de personas llevó hasta las computadoras una cuidadosa selección de mujeres jóvenes.
—Ha de ser bonita, inteligente, fuerte, ingeniosa.
—¿Con lunar o sin lunar?
—¿Es un chiste?
—Es, como si dijéramos la firma de una obra de arte. Lo siento, Waldorf.
—Habrá que enterarse de las preferencias de Gomes.
—No es necesario.
Carl-Charles parecía preocupado, y Waldorf, siempre alerta, le preguntó:
—¿Qué le ocurre a usted?
—Estoy preocupado.
—Eso lo había notado ya.
—¿Es que quiere usted una confesión?
—No tanto.
—Verá usted. Yo soy un hombre importante. Pienso en mi biografía, que algún día será contada. No contaba con este detalle. Me siento un poco proxeneta al estar buscándole una mujer a Gomes.
—Pero ese es su deber. Es una necesidad. No tiene usted razón.
Se repasaron millares de fotografías en el Mando Superior de la Planta de Aeronaves y Tripulaciones Lunares. Las computadoras trabajaban con denuedo. Al final quedaron, solamente, tres muchachas. De entre las tres, Carl-Charles eligió a Blanche, y al hacerlo, se ruborizó lo suficiente para que se le notara.
VI
Blanche Lansey fue presentada dos días después a Carl-Charles, quien le habló de la misión para la que acababa de ser elegida.
—Le confesaré que estoy contenta. No es fácil en este país vivir con una misión, todo lo más, de comisiones.
En el mando superior hubo una fiesta. Blanche bailó con casi todos, pero todos se enamoraron de la muchacha. No tardó en mudarse a la Planta, donde fue sometida a un chequeo cuidadosamente planeado. Empezaron con las alergias, y nada. Siguió después el resto, desde los pulmones a la dentadura, desde los ovarios a las suprarrenales, desde los glúteos hasta el timo. Muscularmente, tanto la fibra lisa como la estriada le sentaban igual que un guante.
Había leído muchos libros de amor. Había escuchado muchos discos de amor. Había mirado muchas revistas de amor. Pero sus largos brazos sólo habían abrazado de veras material publicitario: colonias masculinas para ser amado, camisas de fibras que predisponen al éxito amoroso, sillones donde la comodidad sale al paso del amor. Toda la erótica visual, paralizada o en movimiento, pero dentro de una reticencia elocuente.
No era posible darle fotografías de Gomes, porque era material secreto —le dijeron— y Carl-Charles apuró el tema:
—Escuche, Blanche: no es necesario que se enamore. Aunque tampoco debe enfrentarse con él.
—Oiga, Carl-Charles, Mi misión no está tan dirigida como para aceptar todo eso. He aceptado el viaje, pero no acepto el resto. No puedo saber lo que pensaré después de llegar a la Luna y encontrarme con Gomes.
VII
Todas las tardes, durante un cuarto de hora, Carl-Charles conversaba con Blanche.
—¿Se acordará de mí, Carl-Charles? —Sí, claro que me acordaré. Tengo ya celos de Gomes.
—No se preocupe. Puede que hasta piense en la más perfecta luna de miel cuando le conozca.
—No se burle, Blanche.
Fue entrenamiento rápido que resistió la muchacha gracias a su juventud, y a unas facultades de resistencia que le surgieron casi por sorpresa. Fue golpeada, asustada, agredida, atemorizada, sin que manifestase la más pequeña contrariedad. Su entretenimiento ante los focos, ante las imágenes publicitarias le sirvió mucho.
—Mañana será el lanzamiento, Blanche. ¿Tiene algo que oponer?
—Estoy contenta. Bueno, tengo un poco de miedo a Gomes.
—Estoy seguro de que eso no es cierto, Blanche.
—No es cierto.
El lanzamiento fue sencillo, sin periodistas, sin ningún medio informativo. Se habló de una prueba misteriosa, que iba a ensayarse, pero se silenció en seguida. Todo permaneció en el mayor secreto. Carl-Charles y sus compañeros tenían caras de viudos. A las pocas horas del lanzamiento, Blanche intentó dormir, pero la voz de Carl-Charles le impidió entrar en el sueño tal como se había propuesto.
—Blanche, lleve cuidado con el maquillaje.
La muchacha sonrió solitaria. Estaba contenta. Nunca había podido salir muy lejos de su ciudad. Le hubiese gustado ir a Europa o a África, pero ya que no podía hacerlo, ¿por qué no hacer aquel viaje de la Luna?.
—¿Podremos ver el encuentro de Blanche con Gomes? —preguntó un hombrecillo nervioso, encargado de la Agricultura Lunar.
—Sí, muchacho, se verá. Estoy seguro de que podremos verlos.
—¿Y.…? —insistió el hombrecillo.
—No, ese “y” no lo veremos. De cuando en cuando, Carl-Charles pedía conexión con la cápsula en vuelo.
—¿Va todo bien, Blanche?
—Si.
—¿No hay novedad?
—Bueno, una novedad muy pequeña. He pronunciado un poco más el arco de las cejas.
—Hizo usted muy bien, Blanche. —¿Avisaron a Bob de mi llegada?
—Aún, no. Esperamos el momento de hacerlo, que será muy pronto. Creo que le diremos que, para reconocerla, se fije en una chica guapa vestida de astronauta, que llevara una rosa en la mano derecha.
—No puede negarse que es usted simpático, Carl-Charles.
—Estoy seguro de que eso es verdad, Blanche.
VIII
Cuando la capsula de Blanche estaba cerca de la Luna, Carl Charles se dispuso a hablar con Bob Gomes.
—¿Qué tal? ¿Cómo van las cosas? —Estoy seguro de que usted es Carl-Charles.
—Acertó, Bob. ¿Cómo van las cosas por ahí? ¿A qué cine fue anoche? ¿Era bonita la chica que iba con usted?
—Maldito sea usted, Carl-Charles.
—Óigame, Bob. Hemos pensado que necesita compañía. ¿Qué prefiere? ¿Un ingeniero electrónico?, ¿una cantante “pop”?…
—¿Puedo decirle lo que pienso? —le cortó el hombre de la Luna.
Pero no dijo nada.
—Le hablo en serio, Bob.
—Diga usted, señor.
—No tardará en tener compañía. Es una gran chica. Espero que se comporte usted con ella como…
—Si, como un caballero. Pero yo, con permiso de míster Randolph William no soy un caballero. ¿Sigue con ustedes el caballero Waldorf? Dele mis saludos.
—No me explico cómo hemos dejado que vaya en su busca esa muchacha. Quizá porque la práctica de la bigamia no es mi fuerte.
—¿Supongo que no se tratara de un experimento para anotar mis reacciones?
—Sólo en parte puede considerarse experimento. Le he avisado por si cree oportuno cambiarse de ropa o afeitarse.
—Veremos lo que hago. Nada de eso estaba en mis entrenamientos. ¿Cree que se retrasará?
—No, no lo creo. ¡Ah!, su nombre es Blanche.
—¿Cómo concesión a la Luna?
—No, como nombre registrado en la partida de nacimiento.
IX
Desde su puesto de observación, Bob Gomes vio caer el pequeño artefacto sobre la superficie lunar, a unos centenares de metros de donde se hallaba la casita de la Luna.
No tardó en aparecer una figura vestida con el traje espacial que un día diseñara Hermann Oberth, para una vieja película de Fritz Lang. Estaba preparado para salirle al encuentro, y en unos segundos estuvo fuera del reducto transparente, climatizado de tal manera que no era necesario usar el traje de protección. Para salir se lo había puesto cuidadosamente, como para una fiesta.
Quedó inmóvil un instante, mientras la figura se aproximaba. Tom, X. Waldorf se hubiera sentido feliz al enterarse de lo que pensaba Bob Gomes. Allá en la Luna, quieta un instante, en pie, dentro de su vestido espacial, Blanche le parecía una repetición del nacimiento de Venus, de Sandro Botticelli, su obsesión en las remotas clases de Arte.
Todo fue muy rápido, porque inmediatamente ambos empezaron a caminar uno hacia otro, ingrávidamente, sobre el suelo desértico de la Luna.
***
Francisco Alemán Sainz (España, 1919 - 1981). Su personalidad literaria sobresale por la variedad de los géneros que cultivó y por la constancia en el tratamiento de los temas murcianos. Escribió ensayos, investigación y crítica literaria, poesía, teatro y textos para la radio —medio en el que se desarrolló su actividad profesional—, pero destaca principalmente como autor de cuentos. Éste es el género al que se dedicó con mayor asiduidad; de él publicó tres libros: La vaca y el sarcófago (1952); Cuando llegue el verano y el sol llame a la ventana de tu cuarto (1953); y Patio de luces y otros relatos (1957), con unos sesenta textos, la mitad de los cuales fueron editados por Mariano Baquero Goyanes tras la muerte del escritor; varios de ellos fueron seleccionados en diversas antologías.
Carta bajo la lluvia (1962), Regreso al futuro (1969), El último habitante (1976) y Un largo etcétera (1977, Premio Gabriel Sijé) son las cuatro novelas cortas de Alemán Sainz. De sus dos obras teatrales, Un hombre que llega de lejos se publicó en 1947 en la revista Azarbe, y La jaula (1954) permanece inédita. Los poemas del narrador, su único libro de poesía, obtuvo en 1977 el Premio Polo de Medina. La ciudad de Murcia, sus personas y personajes y sus costumbres del pasado y del presente aparecen en sus ensayos de modo constante; parte de ellos están dedicados al estudio de las «literaturas de kiosco» en cuyo tratamiento alcanzó notable prestigio.