domingo. 22.06.2025
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NARRATIVA

Tachas 628 • Él • Pedro J. Ajenjo Cavia

Pedro J. Ajenjo Cavia

DALL·E 2023-01-22 11.25.29 - _Abstract pencil and watercolor art of see the universe from afar_
Imagen generada por IA
Tachas 628 • Él • Pedro J. Ajenjo Cavia

Desde el dintel de la puerta miró cautelosamente a un lado y otro de la calle. Por un instante se sintió feliz, libre. Había esperado encontrarle allí, apostado en la acera con la indefinible sonrisa bailándole en los labios. Pero todo era normal. Estúpidamente normal. Las mismas personas, los mismos edificios y los niños de todos los días esperando el autobús que les conduciría a la escuela. En el aire flotaba un impalpable halito de vida que confería a las cosas un perfil más amable, más alegre. Incluso el sol parecía brillar con más intensidad, anunciando un bochornoso día de verano. Su angustia no encontraba eco en aquel cuadro, vulgar y maravilloso al mismo tiempo. Subió al coche y encendió un cigarrillo mientras dejaba que el motor se calentase. Aspiró el humo con avidez. Estaba agotado y en su rostro comenzaban a notarse los estragos del insomnio y de la tensión. 

Suavemente enfiló la calle hasta desembocar, pocas manzanas más arriba, en la autopista que llevaba al centro de la ciudad. Por la ventanilla penetraba una cálida brisa que le hizo sentirse mejor. Tan sólo un mes atrás era un hombre distinto. Sin familia y sin problemas; pocos amigos, eso es cierto, pero sinceros, camaradas de toda la vida; un buen empleo y enormes posibilidades de mejorar su situación. Hasta que empezó a ocurrir. No sabría decir cómo. Es posible que en un principio hasta bromeara. Después se alarmó y recurrió a la Policía, a los médicos, para encontrar una benevolente comprensión tras la que se ocultaba una inconfesable sospecha, cuando no una difícil situación. No le creían. Le tomaban por loco y llegó a plantearse honradamente esa posibilidad consigo mismo. Pero era un ciudadano modelo y un hombre clínicamente sano. Poseía docenas de certificados, radiografías y “test” que así lo aseguraban. Le habían dejado solo ante una experiencia increíble. Increíble e infernal que le consumía poco a poco. 

De repente, el coche dio un bandazo. Su cara reflejaba, ahora, un horror agobiante. Tenso, con las mejillas teñidas de un color ceniciento y temblando espasmódicamente, sus ojos, clavados en el espejo retrovisor, miraban con desesperación el automóvil que rodaba justo detrás del suyo: un deportivo del mismo modelo, idéntico en la pintura y hasta en sus más pequeños detalles, conducido por un hombre vestido igual, de extraordinario parecido y luciendo una estúpida sonrisa. 

Haciendo un esfuerzo sobrehumano volvió la atención a la carretera sin dejar de observarle. Tuvo un primer impulso de pisar el acelerador a fondo y tratar de despistarle. Pero optó por no hacerlo. Sabía que era inútil. La proyección de sí mismo le seguiría obstinadamente dondequiera que fuese. Debía conservar la calma. Una y mil veces se repitió que todo era una alucinación. Aunque, en el fondo, sabía que era real. Inexplicable, pero tangible. 

De forma maquinal estacionó el coche en el aparcamiento y, como todos los días, se dirigió a la cafetería para desayunar. No pudo resistir la tentación de volver la cabeza a tiempo de comprobar que el otro coche quedaba junto al suyo y su conductor —su cara, su ropa, su cartera— seguía el mismo camino con aire indolente, ignorándole. 

—Zumo de naranja y café con leche —pidió. 

—Lo mismo, por favor. 

Era una voz familiar. Tan familiar como la suya propia. No deseaba mirarle, pero le adivinaba sentado en otra banqueta, a su derecha, hojeando un periódico como el que ahora estrujaba entre las manos. Y hubiera querido tener el valor de gritar, de abalanzarse sobre “él”. Desde aquel instante, como un eco diabólico, “él” haría sus mismos gestos, pediría la misma comida, se sentaría a su lado en el teatro o le acompañaría adonde quiera que fuese. Si llegaba a perder el control, “él” le miraría con su maldita sonrisa, esquivaría sus golpes y huiría para reaparecer tras cualquier esquina o encontrarlo en el lugar más insospechado. Había intentado hablarle, pero “él” fingía no entenderle y se apartaba de su lado. 

Tomó el ascensor hasta la planta catorce y anduvo los pocos metros que le separaban de su despacho. Premeditadamente tardó en abrir la puerta. Sus pasos se fueron acercando y le vio continuar perderse en el recodo del pasillo. Respiró aliviado. “Él”, a veces, desaparecía durante todo un día, aunque el temor de volverle a encontrar era casi peor que sufrir su presencia. 

Durante toda la mañana intentó concentrarse en el trabajo sin mucho éxito. Era una jornada monótona y, por otra parte, la sensación de ser espiado le obsesionaba. Pero debía esforzarse. El director se había interesado por él. Eran demasiadas equivocaciones. Demasiadas quejas. Acaso lo mejor era aceptar las vacaciones que le habían ofrecido. Trabajaba demasiado. Seguramente era eso. Estaba fatigado y un par de semanas en cualquier playa del Sur le sentarían bien. Necesitaba cambiar de ambiente, practicar un deporte y divertirse. 

—Perdone, señor, es ya la hora. Si no hay nada urgente quisiera marcharme. Hoy tenemos invitados en casa. 

Las palabras de su secretaria le arrancaron bruscamente de sus reflexiones: 

—Sí, por supuesto. Puede irse —musitó. 

Apartando unos centímetros la persiana, atisbó la calle. No estaba. Una nueva esperanza tomó cuerpo. Tarde o temprano acabaría por desaparecer. Quizá no le volviera a ver más. Metió varios expedientes en su cartera. Estaba dispuesto a solucionar todos los asuntos pendientes por la tarde en su casa. Decididamente aceptaría las vacaciones. 

Pero, una vez más, sus proyectos se vinieron abajo. Con un sobresalto vio que “él” le esperaba en la antesala, sentado plácidamente con un cigarrillo en la mano y, en sus labios, la eterna y desquiciante sonrisa. Se sintió mal. El cerebro le zumbaba y un sudor frío y pegajoso le empapaba el cuerpo. A su alrededor la habitación daba vueltas. Tambaleándose fue hasta el lavabo y tomó un calmante. En unos segundos se rehízo y, al menos, fue dueño de sus movimientos. Con el pañuelo empapado en agua se humedeció la cara. 

Decidió no coger el coche. No estaba en condiciones de conducir. En su lugar tomó un taxi. Sin embargo, su rostro no reflejaba pánico. Muy al contrario, en sus ojos brillaba una rara determinación. 

Sabía lo que tenía que hacer y lo haría. 

Subió los escalones del porche pausadamente, sin prisas. En la acera resonaron otros pasos acercándose. Dejó la puerta abierta y entró en el salón. Las cortinas tamizaban la luz y esparcían por la estancia una claridad con algo de irrealidad. Se sirvió una copa de coñac que apuro de un trago y se dirigió a la librería. Del interior de una caja de madera labrada extrajo un revólver. Era un calibre treinta y ocho que conservaba como recuerdo de la guerra. Muy despacio giró sobre sí mismo. Ambos quedaron frente a frente. “Él”, limitándose a mirarle con ojos burlones, vacíos, como si no comprendiese. Levantó el arma lentamente. El vástago azulado del punto de mira osciló en el vacío buscando el corazón. “Él”, no hizo ningún movimiento. Permanecía en la misma postura, sonriéndole. Apretó el gatillo. Un estampido sordo restalló en el salón y aquel odioso cuerpo —su cara, su ropa, su cartera— se desplomó blandamente sobre la alfombra, a sus pies. 

Tranquilamente fue hasta la cocina y regresó con el hacha de partir carne. Con sumo cuidado, como quien realiza una operación que requiere extrema delicadeza, dio la vuelta al cadáver y sujeto la cabeza por los cabellos. La otra mano se levantó empuñando la afilada hoja. Durante una fracción de segundo contempló la cara, su propia cara, contraída en una mueca de sorpresa más que de dolor. De un solo golpe la cabeza quedó separada del tronco. 

En su garganta brotó un alarido infrahumano. De un salto se puso en pie y arrojó el despojo contra el ventanal. Sus ojos, desencajados, miraban el cuerpo decapitado. Enloquecido golpeó una y otra vez, con fiereza, con saña. Pero los cortes abrían extrañas heridas que no sangraban en una materia palpitante, blanca, que no era carne. Jadeando, cogió el cuerpo por las axilas y lo arrastró penosamente hasta la puerta del sótano. Con un último impulso lo arrojó al interior. 

La luz del exterior permitió ver como rodaba en una macabra pirueta por las escaleras y caía sobre un informe montón de cuerpos idénticos, decapitados, con horribles desgarrones en sus vientres de materia suave y esponjosa. 




 

***
Pedro J. Ajenjo Cavia (Madrid, España, 1943). Mucho escrito y poco publicado. Algunas colaboraciones y narraciones cortas. Se considera a sí mismo un escritor tímido. Lovecraf, Bloch, Ballard y Asimov, figuran entre sus preferidos. Su estilo deriva hacia el realismo fantástico y la utopía, desarrollado con una narración concisa, no exenta de cierta poesía y, en ocasiones, de un brillante humor 

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