Blanca Parra
10:04
10/10/14

Todos somos Ayotzinapa

Todos somos Ayotzinapa

Terminó septiembre entre pérdidas y recuerdos. En sus últimos días nos llenamos de fe y esperanza en los jóvenes que al grito de ¡Huelum! buscan que su Instituto, mi Alma Mater, no pierda su esencia mientras que ellos y sus familias persiguen el sueño de contribuir al bienestar de su comunidad y de su país, el nuestro.

Mientras esta fiesta se daba en las calles del D.F., y cuando se hacía pública la actuación deplorable del  Ejército fusilando sin mayor trámite a un grupo de personas, juzgados in situ por los mismos soldados como delincuentes y animales, sucede uno de los hechos más terribles y sobrecogedores de los últimos tiempos: el ataque de policías y sicarios (uno mismo para todos los efectos) contra los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, en Guerrero. Las historias son macabras y entre las notas de prensa han aparecido algunas que despiertan más el morbo que la indignación que deberíamos compartir.

La historia de las Normales Rurales es poco conocida de la mayoría, me queda claro. Los gobiernos se han encargado de estigmatizar a los jóvenes que ahí estudian y de ir desapareciendo esas instituciones. Una nota breve da cuenta de la naturaleza del tipo de formación que propician en los jóvenes que estudian ahí. Y se entiende que no pueden ser dóciles rebaños pastoreados por el SNTE, el elemento gubernamental de control del magisterio.

La Normal Rural de Ayotzinapa ha sido una de las más castigadas por el sistema, tal vez porque de ahí surgieron luchadores sociales, particularmente Lucio Cabañas, a quien el gobierno declaró guerra a muerte, por sus acciones en defensa de los derechos de los campesinos. La usurpación de éstos,  la violencia contra ellos y el cacicazgo extremo, son elementos que en el estado de Guerrero se han asentado y agudizado al correr de los años.

Con recursos insuficientes para cubrir sus necesidades educativas y de supervivencia, los estudiantes de Ayotzinapa recurren frecuentemente al boteo (acto de salir con un bote a recabar monedas de los transeúntes, que también practiqué en las jornadas de 1968) y, ocasionalmente, al secuestro de camiones que distribuyen productos de consumo. Cuando es necesario  transportarse también se recurre al secuestro de autobuses. Es cierto, para las buenas conciencias esto puede ser justificación para llevarlos presos. En términos de luchas sociales, es uno de los recursos para sobrevivir.

Pero la sociedad en México es bipolar, por decirlo de alguna manera. Mientras puede aplaudir hechos semejantes que ocurran en otros países, condena como delincuentes a los jóvenes mexicanos  sin más conocimiento de causa que el que proviene de los medios de comunicación, generalmente de Televisa y  Azteca y sus afiliados. Hablo de lo que me ha tocado vivir, por supuesto. El mismo Pascal Beltrán del Rio, director del periódico Excélsior (otrora un periódico relativamente confiable), se había referido a los normalistas de Ayotzinapa diciendo que “ojalá los ayotzinapos aprendieran”  de la manera de marchar de los politécnicos -durante el tuiteo sobre la marcha de los estudiantes del IPN  a Gobernación- en los días anteriores. Excepto porque son dos situaciones totalmente distintas, como él mismo reconoce en este editorial. La realidad de un estudiante politécnico no se compara con la realidad de un estudiante de normal rural.

Mi padre fue maestro de inglés, por mucho gusto, en la Normal Rural de Xalisco, Nayarit, y por él conocía acerca de esta institución y sus alumnos, cuyas tareas me tocaba revisar ocasionalmente; yo misma estuve a punto de ingresar como estudiante a la Normal Rural de Atequiza, Jalisco, pero opté por el Politécnico. Ya como investigadora del CINVESTAV tuve, con todos los académicos de Matemática Educativa de esa época, una semana de actividades de aprendizaje y colaboración en Ayotzinapa. Una comunidad de gente amable, comprometida con su pueblo y con el conocimiento. Es decir que puedo hablar como estudiante politécnica de provincia, mujer y sin familia, estudiando en Zacatenco (D.F.) a partir de enero de 1966 y contrastar con lo que sería la vida en una normal rural.

Aunque la mensualidad que mis padres me enviaban -adicionada de galletas y otros antojos preparados por mi madre y mi abuela- no era muy sustanciosa, podía vivir en condiciones más o menos normales. Pagaba 300 pesos por un cuarto amueblado, con baño compartido con el resto de los habitantes de esa casa de huéspedes, y con otros 300 pesos subsistía en una época en que una cartilla de 20 alimentos en una fonda de comida corrida costaba 150 pesos. De los mismos 300 pesos tenía que salir para jabones, artículos sanitarios, pasajes y cualquier antojo o salida al cine. Era lo que había y tenía que aprovecharlo muy bien. Nunca me quedé sin comer (aunque fueran tacos y merengues ganados a volados por mis compañeros) y nunca tuve que faltar a la escuela por no tener transporte. Para libros y materiales me mandaban dinero adicional. No es, ni remotamente, la condición en la que vive un alumno en el internado de una normal rural a la que se le han retirado o limitado los ingresos.

Lo que ha ocurrido en Ayotzinapa es simplemente criminal. Lo que ocurre en todo Guerrero (secuestros, extorsiones y asesinatos varios) muestra la manera en que el crimen y los gobernantes se alían para sostenerse. Los ojos del mundo están ahora puestos en México, y la comunidad mundial está urgiendo a tomar las medidas para garantizar un estado de derecho y para hacer valer la justicia en esa región. La esperanza es que los jóvenes secuestrados aparezcan con vida.

Lo que duele mucho es la indiferencia de gran parte de la población de este país. Las buenas conciencias que habitan en todo el territorio nacional y que ni siquiera intentan comprender la triste realidad que se presenta casi en todas partes, en mayor o menor grado. Ponerse en los zapatos del otro es algo que no hemos aprendido aunque demos lecciones de bondad, de cómo vivir mejor, de cómo ser buenos creyentes, etc. A excepción de la Universidad de Guanajuato, representada por un pequeño contingente, en la marcha de ayer miércoles 8 de octubre, del arco de la Calzada a Presidencia,  los estudiantes (y los académicos) de las universidades de esta ciudad brillaron por su ausencia. Triste para lo que significa una universidad, pero una muestra de que son más escuelitas que instituciones preocupadas por formar gente de bien, actuando a favor de su comunidad.