¡Traición, traición!
"Últimamente he escuchado demasiadas veces la palabra traición. Será porque estamos en época electoral."
Un traidor es un hombre que dejó su partido para inscribirse en otro. Un convertido es un traidor que abandonó su partido para inscribirse en el nuestro.
Georges Clemenceau.
Últimamente he escuchado demasiadas veces la palabra traición. Será porque estamos en época electoral. No mencionaré aquí a los candidatos que la han usado, porque estamos en veda electoral: pero basta decir que he escuchado la palabra frecuentemente y en bocas de colores diferentes.
Notables fueron los calificativos vertidos por AMLO (que ahora no es candidato) en contra de su hermano: “traidores hay en todas las familias”. El benjamín de la suya osó apoyar a otro partido, por cierto el mismo de López Obrador... el de antes. No sabía yo que las lealtades políticas eran deberes familiares. En mi familia votamos por partidos muy diversos; habemos creyentes y agnósticos; abogadas y diseñadores gráficos. Es más, mi propio padre –lo voy a decir aquí sólo para presumir nuestro pluralismo– ¡le va al América! y eso no resta un ápice el enorme cariño que le profeso. Nunca nos hemos llamado traidores, que yo sepa.
Menos digno de chascarrillos fue el suceso lamentable que protagonizaron disidentes magisteriales de Ocosingo, Chiapas. Capturaron a maestros y maestras “colaboracionistas”, los descalzaron y los llevaron a la plaza pública, donde los raparon. Indigna ver a las mujeres, ya mayores, sometidas y tuzadas por un cobarde y una turba que se ríe del espectáculo. Antes les habían colgado al cuello letreros que describían las causas del castigo. Uno de ellos rezaba: “Para que entiendan los traidores a la Patria que aquí habrá justicia popular”.
La palabra traidor es la favorita cuando se trata de aplicar castigos ejemplares a los enemigos políticos, sin necesidad de dar demasiadas explicaciones. Es una palabra de límites difusos. “Delito cometido contra un deber público, como la Patria para los ciudadanos o la disciplina para los militares”, dice el diccionario. Pero la Patria es una señora coscolina que igual se pone de un lado que del otro, al menos a juzgar por lo que vemos en nuestra historia.
Creo tener razón al decir que en México tenemos tantos próceres como traidores, o quizá más de los segundos. Porque muchos de nuestros héroes fueron buenos y luego hubo qué matarlos porque fueron traidores; y tenemos por otro lado, muchos que siempre fueron simple y llanamente traidores. Puedo dar algunos números para que el artículo parezca científico: en nuestros primeros 100 años de vida independiente –de 1821 a 1921– tuvimos 65 presidentes, dos emperadores y una Junta de Regencia (considerando como diferentes los 7 periodos de Santa Ana, los 4 de Benito Juárez, 2 de Bustamante y 2 de Porfirio Díaz). Un nuevo gobierno cada 14 meses, en promedio. La formación de un político, en el siglo XIX mexicano, debía incluir la capacidad para redactar un plan capaz de volver a pintar la rayita que separa a los buenos de los traidores, para tumbar a estos últimos y encumbrar a los primeros; mismos que serían derribados muy pronto gracias a otro pronunciamiento lapidario que los acusaría de... traidores.
Nuestra Revolución es un fenómeno de conversiones morales: los que eran buenos en una batalla, en la siguiente ya eran traidores. Los que luchaban juntos, después se enfrentaban para salvar a la patria en bandos contrarios y se llevaban entre las patas de los caballos a cientos de compatriotas que al final no supieron por quién o por qué murieron. O quizá sí estaban convencidos de que, del otro lado de las trincheras, esos campesinos y soldados del pueblo que vestían igual que ellos, eran el mismísimo diablo que es, como sabemos, un traidor irredento.
Traidor es un término bastante traicionero. Como bien lo entiende el político francés que me prestó su frase para usar como epígrafe de este artículo, la diferencia entre un converso y un traidor tiene que ver únicamente con el bando del que viene y al que va. Los traidores que registran las historias oficiales pertenecen siempre al bando de los perdedores, y la acusación de traidor se puede aplicar de manera bastante libre, a juicio de quien escribe la historia. Iturbide fue un traidor, según me contaban en la primaria, no porque se cambiara del bando español al de los independentistas y traicionara a la Madre Patria, sino porque se hizo nombrar emperador (¡eso sí calienta!). Zapata, héroe revolucionario, fue muerto a traición, pero los que lo mataron son en la historia oficial, también y sin dudas, héroes de la revolución. ¿Los generales que quisieron matar a Hitler y fallaron, fueron mártires o traidores?
No quiero afirmar que no existan verdaderos actos de traición: los que se aprovechan de la confianza, que ocultan, que abusan de la buena fe de las personas o que sacrifican el interés de muchos por sus intereses personales. Traidores, por ejemplo, podríamos llamar a los políticos corruptos, a los grandes evasores de impuestos, etc. Y aun en esos casos habremos de utilizar el término con cuidado, y juzgarlos por los delitos correctamente tipificados y de acuerdo a la gravedad del caso. Pero el uso de la palabra traición para los adversarios ideológicos, para los adversarios políticos o para cualquier persona, por el hecho de sostener posiciones diferentes o cambiar de opiniones políticas, es una forma de polarización que cierra las posibilidades de diálogo y da paso a la violencia, porque ante pecado tan grande como la traición, parece que no hace falta argumentar nada, y cualquier castigo está justificado.