Opinión • Aporofobia • Jaime Panqueva

Hace unas buenas décadas el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante escribió que el español es demasiado importante para dejarlo en manos de los españoles. Y eso que como homóloga de la francesa, algunos siglos antes se habían dado a la tarea de formar una academia que normara y dirimiera los asuntos de la lengua (Limpia, fija y da esplendor, sigue siendo su divisa). Criticada por sus modelos preceptivos desde el Diccionario de Autoridades, pasando por sus reglas ortográficas o intentos de panhispanizar el lenguaje, asesora también proyectos loables como la Fundación del Español Urgente, Fundéu, que desde el 2005 emite recomendaciones y resuelve dudas sobre el buen uso del idioma en los medios de comunicación. Entre los proyectos de la Fundéu, nacida en España, pero con filiales en Argentina y República Dominicana, se encuentra la designación de la palabra del año.
Desde el 2013, la Fundéu elige “una voz nueva” cuyo “interés lingüístico por su origen, formación o uso” haya “tenido un papel protagonista en el año de su elección”. Puede ser relativamente fácil adivinar el año de algunas de ellas, como: populismo, confinamiento, vacuna o polarización (acertó, esta última es la del año pasado). Sin embargo, y sigue viniendo muy a cuento, aporofobia, palabra del 2017, parece no haber tenido eco o difusión en nuestro querido terruño, que tampoco destaca por la higiene del idioma, en particular en los medios de comunicación. (¿Nos falta una sucursal de la Fundéu? Seguramente.)
Aporofobia es un neologismo con una inventora en particular, la filósofa Adela Cortina, quien lo acuñó al determinar que “bajo muchas de las actitudes racistas y xenófobas que vemos cada día a nuestro alrededor, late una fobia distinta: la que nos producen los pobres, aquellos que en esta sociedad del intercambio, del dar y recibir, no parecen tener nada que ofrecernos”. Lo primero que necesitamos para combatir algo que sabemos que está allí pero no podemos asirlo, consiste en nombrarlo. Cortina empleó la etimología griega, áporos, pobre o sin recursos.
La aporofobia parecería no tener cabida en el país que ha machacado durante el sexenio que está por terminar, “por el bien de todos, primero los pobres”. La veríamos como un invento del primer mundo que observa cómo se cuelan los migrantes en sus fronteras. Pero quizá detrás de la aversión que provoca la 4T en la “gente de bien” se halla ese miedo a los desarrapados. En la usurpación del poder absoluto por la vía democrática de quienes enarbolan las banderas (muchas veces sólo desde la retórica) de las causas de los pobres.
Si en Europa o los Estados Unidos el horror subyace en la pérdida de empleos y bienestar o en el colapso de la propia cultura, en América Latina la masa depauperada no viene de fuera, vive en el propio país, invisibilizada por los medios y estamentos de gobierno; una estadística de desigualdad crónica e insuperable, un lastre para el desarrollo, una batería para las corrientes migratorias. En México, seis años de gobierno de izquierda habían dejado hasta hace unos meses una economía sana, una disminución en los márgenes de pobreza y expectativas de crecimiento que hoy parecen diluirse por las prisas en revolucionar a las carreras e imponer una agenda improvisada.
La aporofobia que se exhibió sin pudor en la campaña por la presidencia por la candidata del PRIAN, resurge ante la incógnita que plantea una presidenta que no sabemos si se desmarcará de los claroscuros de su predecesor y trazará una senda más incluyente que permita iniciar un tratamiento para curarla: una terapia de exposición para hacernos más iguales e incluyentes. Y para eso, la moderación y la humildad son el mejor primer paso.
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