Opinión • El fantasma de Hawley-Smoot • Jaime Panqueva
El 4 de marzo de 1929, Herbert Hoover fue investido como el 31 presidente de los Estados Unidos. William Taft, patriarca republicano, expresidente de la nación y presidente en ese momento de la Suprema Corte de Justicia, le tomó el juramento para el cargo.
Hoover había ostentado el cargo de Secretario del Comercio en la administración anterior y entre sus promesas electorales se encontraba aumentar los aranceles agrícolas para proteger la actividad del sector. Ideas recibidas con protestas de 23 socios comerciales de entonces, entre ellos Canadá. La iniciativa que incluyó también bienes industriales, fue presentada por los senadores Hawley y Smoot en mayo del mismo año. La discusión legislativa se mantuvo durante meses, sin imaginar que los locos años veinte del Gran Gatsby de Fitzgerald, con su ostentación y excesos llegarían a su fin. En aquel momento nadie imaginaba las dimensiones de lo que sucedería.
El 24 de octubre, el mercado de valores de Nueva York colapsó en el tristemente famoso jueves negro, al cual siguieron un lunes y martes negro (28 y 29 del mismo mes). El desplome de esa semana se estima en $30 000 millones de dólares de la época, diez veces más que el presupuesto anual del gobierno federal y mucho más de lo que Estados Unidos gastó en la Primera Guerra Mundial. En particular, la caída del martes negro se achaca también al rumor de que Hoover se abstendría de vetar la ley de aranceles que en ese momento seguía en discusión en el congreso.
Tras el colapso bursátil, se desató una serie de quiebras masivas de empresas y bancos, el desempleo se disparó y dio inicio un ciclo de inestabilidad que duraría años. Se le conocería como la Gran Depresión.
Sin embargo, el gobierno de Hoover en sus inicios lo ponderó como un evento pasajero; mantuvo las políticas de subsidio al agro y desestimó la opinión de economistas respetados que solicitaban la derogación de ley Hawley-Smoot, que había sido aprobada en marzo de 1930 con un aumento mayor aún de tarifas arancelarias y la inclusión de más productos. Aunque el comercio internacional no llegaba a las dimensiones actuales, las políticas proteccionistas de los Estados Unidos transmitieron la crisis a sus socios comerciales, y desataron represalias arancelarias que a su vez impactaron a la economía norteamericana.
De 1929 a 1933, Estados Unidos sufrió el peor declive económico de su historia. La renta nacional real cayó un 36 por ciento; el desempleo aumentó del 3 por ciento a más del 25; más del 40 por ciento de todos los bancos cerraron permanentemente.
Las secuelas del proteccionismo arancelario sumieron en la miseria a gran parte de la población rural americana, como lo muestra Las uvas de la ira de John Steinbeck, e hicieron más difícil el camino hacia una recuperación global.
La tabla anexa proviene de un estudio de la Tax Foundation que compara los niveles históricos de las tarifas arancelarias impuestas en los Estados Unidos desde inicios del siglo XIX con las propuestas por Donald Trump para el 2025.

Es difícil pronosticar el efecto que el proteccionismo de Trump tendrá en las cadenas de suministro e inversiones globales. Más aún su propuesta de crear un External Revenue Service o Servicio de Ingresos Exteriores, que cobraría impuestos a otros países por razones aún por esclarecer, pero que reavivan el fantasma de Hawley-Smoot, además del espíritu imperialista en la senda del Big Stick de Theodor Roosevelt.
Y aún hay más; los malos ejemplos en el campo internacional de Putin y Netanyahu abonan en la visión de un presidente que viene por el desquite y que ahora tiene de su lado no sólo el mayor arsenal, sino la colaboración de las mayores empresas de datos y tecnología del planeta.
No es un panorama alentador, pero habrá que lidiar con la volatilidad que promete. Me despido evocando las palabras de un respetado economista: muchos, a lo largo de nuestra vida, hemos vividos diversas crisis y recesiones económicas, pero nunca una depresión. Espero que no estemos a las puertas de la primera del siglo XXI.
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