Hijo de tigre, pintito
Hace unos días, en una reunión familiar, sorprendí a mi cuñado diciéndole a su padre lo duro que era con sus pequeños, unos hermosos pero traviesos gemelos de seis años de edad. Esto, mientras entregaba a su esposa al tercer bebé, quien lloraba a todo pulmón y finalmente –contradiciendo su propio consejo– dirigió un ultimátum a los niños con la paciencia derramada junto con la leche en el piso de la sala. De pronto llegaron a mi memoria los comentarios de cuando mi esposo y sus hermanos eran pequeños: un trío de huracanes subiendo, bajando, trepando y gritando por la casa, mientras mi suegro buscaba los restos de su ecuanimidad junto con la chancla que mi suegra solía utilizar para poner orden en ese caos.
¿Cuántas veces se han escuchado como padres, decir las mismas frases que a ustedes les dijeron de niños? Yo por lo menos cuento con una docena del repertorio de mi madre, quien nunca tuvo necesidad de la “chancla”, pero que con una ceja alzada podía moverme a control remoto. Sí señor, cuando se es padre o madre, te das cuenta que las instrucciones no vienen incluidas y buscas en los referentes de tu memoria los errores y aciertos de nuestros propios padres y ahí vamos, a la buena de Dios, intentando apoyar lo mejor posible la vida de nuestros hijos. Muchos leemos, estudiamos, pedimos consejos y hasta buscamos por la red soluciones a nuestros retos paternales y si bien existen especialistas, teorías, estudios, siempre pesa más lo que vivimos y/o lo que hubiésemos querido vivir en nuestra infancia.
Lo mismo sucede en el ámbito educativo, la educación tradicional se basa en métodos que han aplicado durante generaciones y que han funcionado bastante bien hasta ahora. La disciplina, la jerarquía, el premio-castigo, las repeticiones ya sea para aprendizaje o como castigo (finalmente el condicionamiento es el mismo), la organización del aula, las calificaciones, los exámenes, el personaje del maestro todopoderoso y los datos incuestionables que se vierten en las pequeñas mentes de los niños, quienes tienen prohibido pensar, razonar y decidir por sí mismos. Pero no es difícil entender por qué continúa dicho sistema, existiendo propuestas y teorías alternativas y más adecuadas a nuestros tiempos, pues los mismos maestros provienen de un sistema similar: es una producción en serie de docentes que vienen fabricados por el mismo molde. No se les permite tampoco a ellos el improvisar, alternar y proponer: sus jerarquías administrativas y programáticas son tan estrictas como las que se llevan dentro del aula. Recuerdo muy bien el caso de una coordinadora docente, quien ahora tenía entre sus maestras, una alumna a quien dio clases en primaria. La chica proponía el uso de tecnologías y actividades alternativas para abordar los temas que ofrecía su programa, y al hacerlo alteraba sus tiempos y no abarcaba todas las actividades especificadas en su cronograma en el orden que supuestamente debía presentarlas: cosas como dictado, dibujo del margen del día, y repeticiones de las tablas de multiplicar. Todo ello era sustituido con narraciones, cuentos infantiles con ilustraciones, canciones y juegos matemáticos apoyados con proyecciones de la computadora e impresiones para pegar en sus cuadernos. La coordinadora comentó muy decepcionada: ¿Cómo es posible que haya cambiado tanto? Era tan buena alumna, tan obediente, tan inteligente…
Pocos padres y maestros se atreven a cambiar el curso tradicional de las formaciones que recibieron para aventurarse a buscar opciones que den a las nuevas generaciones oportunidad de desarrollar su potencial integral, permitiendo a los niños razonar, cuestionar y analizar los conocimientos que adquieren, fomentando un aprendizaje más dinámico y atractivo para ellos, ofreciéndoles una gama mayor de experiencias, acercándolos de manera lúdica y amigable a la cultura y la ciencia, creándoles con el ejemplo una mayor conciencia social y ecológica.
En la casa, los nuevos padres arriesgados, que intentan no repetir malos hábitos, pero que al hacerlo se encuentran con nuevos retos: ¿Hasta dónde soy amigo, hasta donde autoridad? ¿Cómo ganar su confianza sin perder el respeto? ¿Ayudarlos es consentirlos? Estas y mil preguntas más vienen a la mente en la búsqueda del equilibrio y la felicidad de nuestros hijos, su éxito en todos los aspectos de su vida, o por lo menos en los de mayor importancia. (Otra pregunta importante… ¿para ellos o para nosotros?)
Si bien llevo tiempo estudiando sobre el tema y apoyo definitivamente los cambios, he de reconocer que suelo caer, al igual que mi cuñado, en la trampa del déjà vu. Hace unos días, mientras mi esposo y yo alternábamos la rutina del policía malo y el policía bueno en una negociación con mi pequeña pre-adolescente, de pronto nos topamos con la réplica de patrones que inevitablemente aparecen cuando la situación nos las ofrece, y mientras él soltaba una larga explicación del por qué de nuestras acciones y las moralejas implícitas en ellas, yo –al igual que mi querida madre– terminé diciendo: ¡Porque lo digo yo!
Quizá el cambio no sea tan radical como llegamos a pensar; quizá comienza con una mezcla de aquellos elementos que pueden continuar funcionando y aquellos que pueden inyectar un nuevo giro, generando una dinámica evolutiva de camino al equilibrio. ¿Quién sabe? Quizá algún día escuchemos a nuestros retoños educar a nuestros nietos con frases nuestras, propias o heredadas, y veremos qué tan bien nos funcionaron y cómo les funcionan a ellos. Y quizá sus escuelas hayan logrado encontrar también ese equilibrio dentro de sus actividades académicas, en la búsqueda de un ser humano integral, exitoso y feliz.