Mónica Navarro
03:46
29/07/13

De aromas y mordidas

De aromas y mordidas

Me encanta el olor de la cocina. Entrar a una casa y percibir el aroma del café por las mañanas, la sopa al medio día, los molletes en la noche, el café cortado y otras delicias. La comida representa el calor de hogar y el amor por los nuestros. Pueden acusarme de anticuada y poco práctica, pero a pesar del ritmo acelerado que nos arrastra cada día, encontrar una mesa con comida preparada para mí y no para cualquiera que la compre, me parece una caricia para el alma.

Recuerdo cuando era estudiante universitaria fuera de casa, necesitada de una buena comida, bien preparada, y el calor de una mesa servida por una madre amable premiándote con una sonrisa cuando has vaciado el plato, y para quien el mejor halago era escucharte preguntando si había más. Así me hice visitante asidua a casas de compañeras; con el pretexto de hacer la tarea, llegaba a la hora de comer o merendar, y salía con la necesidad de comer satisfecha y el alma aliviada.

Tal vez mi corazón está mal ubicado en mi cuerpo, y en lugar de tenerlo en la cavidad torácica lo llevo en el estómago, con conexiones al olfato. Recuerdo con memoria olfativa a mi amiga Ross y el aromático café con que me recibía en su casa para compartir nuestras vidas; a mi madre con sus insustituibles tamales oaxaqueños, que únicamente prepara en ocasiones especiales como el nacimiento de un hijo o un grado escolar obtenido; a mi amiga Miroslava con su morisqueta que preparaba en muy pocos minutos, pero cuyo sabor permanecía por horas y, aunque han pasado décadas desde la última vez que la probé, aún persiste el gusto por su comida; o los huevos con chile de mi suegra que, disculpen la presunción, pero todo alimento que toca lo convierte en un manjar.

Lamento que la estufa sea un instrumento cada vez menos usado, que el horno se haya convertido en una alacena más y que la mesa muchas veces ni siquiera se use para comer y regalarnos atención y cariño.

Una maestra de preparatoria, haciendo un ejercicio de estadística, encargó a su grupo una encuesta, y propuso investigar en cuántos hogares de los estudiantes de ese colegio, la comida era preparada por sus mamás o en casa. De un universo de 300, sólo seis pertenecían a ese grupo.

 La rutina de la vida cotidiana nos ha llevado a ignorar que a través de la comida no sólo se cubre la necesidad de alimentación; también la de dar y recibir amor. Una madre nos demuestra su cariño de muchas maneras: cuidándonos, acariciándonos y en cada plato que pone frente a nosotros. Por ello en fechas especiales, aun cuando tengamos la posibilidad de ir a comer en un lugar exclusivo, nuestro primer impulso es llamar a la casa paterna y autoinvitarnos a comer.  

Pero los cambios de roles han alejado a las madres de la estufa para llevarlas a la oficina, al taller, en fin, a cubrir el papel de proveedoras. Y aunque la situación económica de los hogares mejore, no así el calor del hogar. Ahora, en lugar de la deliciosa sopa, al llegar encontramos en el refrigerador un horrible empaque de unicel que metemos al microondas, para comer su contenido, muchas veces en compañía de una revista, el periódico o el televisor.

Al camino de un hombre se llega por el estómago, establece la cultura popular. Supongo que la frase tiene mucho de sabia, y no precisamente por el solo acto de preparar la comida y satisfacer el hambre, sino porque con ello se demuestra el interés por atender y procurar a la persona.

No olvidemos que esto también aplica para las mujeres, pues pocas cosas hay más emocionantes que despertar y ver el desayuno dispuesto.

Y en caso de no compartir la vida con alguien más… ¿qué tal, como muestra de amor propio, regalarnos una buena comida preparada por nosotros mismos?

Buen provecho, y a querernos mucho.