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UN RATITO DE TENMEALLÁ

El juego infinito | Reflexión ajedrecística de la existencia en La partida de Ajedrez, La tabla de Flandes y el Séptimo sello

Texto de Mariana Ríos Maldonado

Tachas 04
Tachas 04
El juego infinito | Reflexión ajedrecística de la existencia en La partida de Ajedrez, La tabla de Flandes y el Séptimo sello

–¿Es posible? –preguntó César–. ¿Podemos realmente averiguar el carácter de un jugador por su forma de comportarse ante un tablero?

–Yo creo que sí –respondió Muñoz.

–En ese caso, ¿qué piensa más usted del que ideó esa partida, teniendo en cuenta que lo hizo en el siglo quince?

–Yo diría… –Muñoz contemplaba el cuadro, absorto–. Yo diría que jugaba al ajedrez de modo diabólico.

Arturo Pérez-Reverte, La tabla de Flandes

Empieza otra partida. 64 casillas se interponen entre los jugadores: cuadros y piezas negros y blancos. Alguien toca con suavidad una pieza de marfil para continuar con un juego milenario que se refleja una y otra vez en la historia, la literatura, el cine y la pintura, pues este acontecimiento lúdico no es más que un reflejo de la realidad misma.

En 1469 el maestro de la pintura flamenca Pieter Van Huys (1415-1481) plantea un misterio ajedrecístico en su cuadro La partida de ajedrez, que luego retoma el español Arturo Pérez-Reverte (n. 1951) en su novela La tabla de Flandes (1990). El cuadro muestra a dos caballeros jugando en compañía de una dama, todos nobles de la corte de Ostenburgo; oculto bajo las capas de pintura yace un enigma: Quis necavit equitem, ¿quién mató al caballero?, o para ser más exactos, ¿quién se comió al caballo blanco? Los personajes de la novela de Reverte retoman esta pregunta para resolver un asesinato en su propio mundo, que les revelará su condición de piezas en otro tablero, que una a una alguien se va comiendo.

A su vez, en 1957 el director sueco Ingmar Bergman (1918-2007) filma El séptimo sello (Det Sjunde Iseglet): el caballero Antonius Block, a su retorno de las Cruzadas, encuentra a su hogar asolado por la peste. En el filme, rodado en claroscuros para enfatizar que la historia es también una partida de ajedrez, la Muerte busca llevarse a Block, pero éste la reta a una partida de ajedrez, con la condición de seguir vivo mientras dure el juego y de ser liberado si él gana. Para Block la partida significa, además, conocer los secretos del Señor Oscuro y descubrir si efectivamente existe Dios; el personaje juega con blancas y, apropiadamente, la Muerte con negras.

Las tres obras establecen un paralelismo ajedrez-realidad, en tanto el juego constituye una alegoría de la existencia humana. Los personajes encarnan figuras del tablero según el papel que desempeñan en su realidad: caballeros, damas blancas o negras, torre, peón, alfil blanco. Todos corren el riesgo de ser comidos, algunos mueren y los que se salvan es gracias al sacrificio de otro personaje, de otra pieza. La alegoría continúa cuando expone la importancia de la lógica y sus reglas, de los desplazamientos aplicables a las figuras, los movimientos tácticos con el fin de atacar o defender, y al mismo tiempo su incapacidad para explicar los mundos en los que se está jugando o la motivación detrás de cada acto. No bastan para justificar el destino de las piezas, que se encuentra subordinado a las pasiones de los jugadores. Pero viéndolo con mayor detenimiento, el ajedrez no sólo revela el funcionamiento de un sistema lógico, sino que exhibe los impulsos más hostiles de la naturaleza humana: comer, mentir, engañar, derrocar, asesinar. Desaparecer al otro para obtener el triunfo, o para simplemente seguir moviendo las piezas propias. Y más aún: el dominio de las reglas, ya sea para conducirse a partir de ellas o torcerlas a conveniencia, no implica la certeza de un control sobre las consecuencias de las jugadas. “(…) lo que parece evidente no siempre resulta ser lo que de verdad ha ocurrido o en verdad va a ocurrir”:[1] si no, no habría misterio, la identidad del asesino no sería un enigma y no habría que retar a la muerte. A lo mucho, servirá un análisis retrospectivo de la partida para descubrir quién se comió al caballo blanco, en qué movimiento se falló, pero la sensación de caos subsiste. Sólo queda seguir jugando.

¿Pero es el misterio real o también ilusorio? ¿Habrá algo de diferente en estos juegos y es esta vez, en efecto, distinta a otras? Debido a la firme creencia de que todo juego entraña algo más que el juego mismo, “tenemos la desfachatez de perseguir secretos que, en el fondo, no son otra cosa que los enigmas de nuestras propias vidas (…) Y eso, bien mirado, no deja de tener su riesgo. Es como romper un espejo para ver que hay detrás del azogue…”.[2] Espejo que no conduce más que a otro espejo, niveles del juego que contienen a otros, personajes que corresponden a piezas, situaciones expuestas en jugadas y viceversa; y luego, el plano del espectador: quien observa y lee también juega. “En el fondo siempre es la misma partida”,[3] sentencia Reverte: el ajedrez es “(…) juego para quienes gustan pasear, con insolencia, por las fauces del Diablo”[4]. Será el Oscuro, la Muerte quien come las piezas y replantea la partida; o será siempre el mismo rival, a quien se le buscan nombres distintos: la otredad, el miedo, la tristeza, Dios, el Destino, la Nada; amigo. Yo. “(…) a fin de cuentas, todos los cuadros eran cuadros de un mismo cuadro, como todos los espejos eran reflejos de un mismo reflejo, como todas las muertes eran muertes de la misma Muerte”[5]. Pero aceptar esta afirmación sería reconocer la más mecánica, repetitiva y vulgar de las existencias, y que las reglas están lejos de estructurar el todo de la existencia y la siguiente partida no es más significativa que la anterior.

Se dirá también que el sentido del juego es vencer, llegar hasta el final, aprender algo del desarrollo o la derrota; pero quizá su importancia radique en otorgar un pequeño momento de claridad que ilumine toda la búsqueda. Y de repente jaque mate: el desolador y forzado punto final. Es lo único seguro, ineludible: la Muerte, pues independientemente de si hay un comienzo nuevo, es ella la que gana –y no por nada Reverte titula el ominoso capítulo número XIII como “El séptimo sello” y hace alusión a la pintura de Brueghel, El triunfo de la muerte. Entre vida y muerte lo demás son claroscuros que se intentan dividir en un reglamentado tablero negro y blanco para que el tránsito a través de él sea más fácil.

Y sigue siendo un juego, un simple juego que, sin embargo, conjuga todo los tiempos y medios, que continua a pesar de un posible y engañoso “no jugaré más”. Y más que “el Final”, es la forma en que se asume y encara la partida lo más cercano al juego perfecto, la inmortalidad: revela el verdadero carácter de cada jugador antes de quedar (nuevamente) hecho polvo por la última pincelada, la última palabra escrita sobre el papel o el último compás de una danza macabra.

Después del golpe quedará algún consuelo final, sin arrepentimientos ni vergüenzas, como el caballero de la pintura de Brueghel que “descompuesto por el terror, aún conserva el coraje suficiente para, en postrer gesto de valor y rebeldía, extraer su espada de la vaina, dispuesto a vender cara su piel en el último combate sin esperanza”[6]. Y queda el recuerdo de aquellos movimientos elegantes y despiadados de un partido de ajedrez llamado vida porque “ésta es mi mano. Puedo moverla. Mi sangre brota de ella. El sol aún está alto en el cielo. Y yo, Antonius Block, juego ajedrez con el Diablo”[7]. Jugar hasta el final, y después, a la siguiente partida.


[1] Arturo Pérez-Reverte, La Tabla de Flandes, Alfaguara, México, 1992, p. 110.

[2] Ibid., p. 168.

[3] Ibid,. p. 102.

[4] Ibid., p. 187.

[5] Ibid., p. 355.

[6] Ibid., p. 343.

[7] Ab Svensk Filmindustri (Productor). Ingmar Bergman (Director) (1957). El séptimo sello (Det Sjunde Inseglet). [DVD] México: Zima Entertainment.