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La persecución de Paulino (Relato con soundtrack a ritmo de acordeón)

Juan Gerardo Aguilar

La persecución de Paulino (Relato con soundtrack a ritmo de acordeón)

El Rayo ha mantenido constante su galope desde que dejaron atrás el pueblo. Confía en Paulino, su jinete. Además, también conoce la ruta: el instinto le dice claramente adónde ir, así que avanza por camino seguro. Ambos están fatigados. Paulino puede sentir bajo sus piernas los músculos del animal henchidos por el esfuerzo.

Calcula que les lleva unos cuarenta y cinco minutos de ventaja a los soldados. La persecución se ha prolongado ya por varios días. Desde entonces anda a salto de mata, brincando por las ventanas de los hotelitos y las casas de huéspedes. Quieren su cabeza; pero Paulino decidió ponérselas difícil. Hace que lo sigan a sus terrenos, a la mera sierra.

—Primero, lo primero —le dijo al tipo que le dio el pitazo en la cantina—, hay que dejarlos que agarren confianza. Ponerles su cebo como a los conejos y esperar a que caigan los primeros: siempre son los más orejones y pendejos.

Paulino le ordena con la rienda al caballo que disminuya la carrera. Aprovechará su ventaja y su cercanía al arroyo para tomar agua. Es tiempo de secas y en esta temporada el sol devora todo lo que toca. De ahí que el cauce no sea más que agua encharcada en algunas piedras cóncavas. El Rayo se dirige a un charco e inclina la cabeza para beber. Eso es una buena señal para Paulino. Don Tomás le enseñó a confiar en el tino de los animales.

Las bestias se mueven mejor en la vida que nosotros, m’ijo —le escuchó decir hace años—. Están mejor preparadas. Para empezar, no tienen miedo; ni siquiera saben lo que es. No son como uno, que sí está consciente de lo que es temer y ser temido. El caballo jamás te llevará por un camino peligroso, no le hace que esté muy oscuro y quieras obligarlo. Las entrañas le dicen qué hacer para seguir viviendo.

Por eso espera a que El Rayo aplaque la sed primero. Sólo después, Paulino se inclina a hacer lo propio, no sin antes espantar a los mosquitos que zigzaguean en la superficie del charco. El agua lo reconforta; pero le vendría mejor un trago de tequila.

El Rayo clava sus ojos negro canica en la figura de su dueño. Lo observa mientras bebe. Lo ha cuidado desde que era potrillo. Le puso ese nombre en honor a Heraclio Bernal, «El Rayo de Sinaloa». Saciada la sed, Paulino otea a su alrededor y afina el oído buscando el sonido de los jeeps. Nada, excepto el canto de una chicharra que acompaña el paso de un correcaminos. De pie, observa su reflejo en un charco más grande. Siente un agudo dolor en las nalgas.

—Ya’stás viejo, Paulino —le dice a la imagen que le devuelve el agua—. El cuerpo siempre le avisa a uno cuando ya se fue el tiempo. Ta’difícil andar a galope tanto día. Lo bueno es que esos guachos no saben ‘onde se metieron: van directito a la boca del lobo.

Calcula que llegará al rancho cuando caiga el sol. Conoce todos los atajos, no es la primera vez que huye para salvar su vida. Aparte, el hecho de que los soldados se muevan en auto los coloca en desventaja. Pronto no habrá carreteras ni caminos donde puedan entrar los coches, y tendrán que seguir a pie. Por eso, en cuanto descanse, el viejo Paulino enfilará hacia la cañada, justo por el senderito del desfiladero, donde sólo cabe un caballo con su jinete, donde la confianza mutua entre hombre y bestia es vital para no despeñarse y caer al fondo.

Paulino ata la rienda a un huizache. Luego se sienta bajo su sombra, recargando la espalda en el tronco. No le preocupa que lo persigan: está acostumbrado a jugarse la vida desde que nació. Su madre le platicó cómo había sobrevivido a las patadas de su padre cuando él todavía estaba en el vientre. Esa vez el feto Paulino se aferró a la vida con la determinación de una sanguijuela, y meses después nació un rollizo bebé que, según contaba la partera, esquivó la nalgada tradicional.

El viento arrastra murmullos a lo largo de la Cañada del Olivo. Su caricia alivia la frente requemada de Paulino. Desde que se acuerda, siempre lo persiguen: a veces son judiciales o soldados, como ahora; otras, los recuerdos. Cierra los ojos, y en un instante el viejo ya está galopando por el árido campo de la memoria.

Cuando él nació, su padre se largó al norte. Fue hijo único, y junto con él, como muchos decían, vino la desgracia al pueblo. Las mujeres afirmaron entonces haber visto cómo desparecían las nubes del cielo, de tal manera que en mucho tiempo la lluvia se negó a caer. Los campos se volvieron estériles, los ríos se secaron, los animales se derrumbaban como fardos y caían muertos por la caricia abrasante del sol.

Así creció Paulino en aquel yermo. Al principio no entendía por qué la gente le sacaba la vuelta en la calle o las mujeres se santiguaban al verlo. Los demás niños tenían prohibido acercársele, mucho menos trabar algún tipo de amistad con él. Por eso nunca fue a la escuela. Lo poco que sabía se lo enseñó su madre. De ella aprendió también el significado de la lealtad y la traición, del amor y el odio; lo básico para enfrentar a la gente y al resto del mundo.

Paulino no duerme. Está a la expectativa. Relaja el cuerpo pero mantiene los sentidos alertas. La señal será cuando El Rayo se ponga nervioso. Confía más en su caballo que en las personas. Recuerda que desde los quince, aprendió a convertir la aversión de la gente hacia él en una especie de arma. Poco a poco empezó a gustarle que no lo miraran a los ojos. A veces bastaba con que apareciera en un sitio concurrido para que las amenas charlas se tornaran de inmediato en cuchicheos.

De esa manera Paulino también aprendió lo que era el miedo, aún más: supo cómo inspirarlo en otros. Para eso le sirvieron sus constantes pleitos; para eso y para conquistar mujeres, porque la fama de intratable y bronco le imprimió un hálito misterioso y atractivo a su vida.

—Es que tengo un magnetismo animal —solía decirle a su madre cuando ella lo cuestionaba por sus líos de faldas—. Aparte, esos güeyes ya saben que no se juega conmigo. Usté déjese de preocupaciones, va’ver que un día todos van a besarme los pies.

En esa época sólo le tenía ley a su madre.

El Rayo está inquieto. Su fino olfato le hace una advertencia: es el mismo olor que los sigue desde hace días. Relincha. El viejo Paulino abandona su letargo y se incorpora. Se acomoda la nueve milímetros con cachas de oro entre el cinto y la panza. Monta en su caballo y sigue su camino cañada arriba. Pasando el cerro está su casa. Palpa otra vez la pistola, eso le da tranquilidad.

La primera pistola que tuvo en sus manos fue la que su madre compró para defenderse. Paulino sabía bien dónde la guardaba. Siempre que llegaba del cine, aprovechaba la ausencia materna y sacaba el revólver. Lo sostenía con una mano, luego con ambas. Imaginaba que era como en las películas que veía todos los sábados en la matinée del Cine Ilusión. Desde la ventana de su cuarto las personas se habían convertido en pistoleros que habían sitiado su casa. Entonces jalaba el gatillo imaginario y de sus labios salían todos los bangs necesarios para acabar con la turba de gatilleros.

Precisamente, fue en el cine donde conoció a quien hasta hace unos días había sido su mejor amigo. Crispín, el cácaro, quien logró establecer un vínculo con Paulino gracias a que ambos compartían la misma devoción por las películas de balazos.

—Tú y yo vamos a ser todavía más cabrones, compadre —le decía el entusiasmado Paulino al incrédulo Crispín—. Tan pronto salgamos de este pinche pueblo, el mundo entero nos la va a pelar.

Entonces los compadres sí se tenían ley.

Conforme se extiende el pequeño sendero, el barranco se hace más y más hondo. El Rayo avanza con cautela, manteniendo la vista al frente. Le resulta familiar el terreno que pisa. El viejo Paulino evita ver hacia abajo: la altura y lo escabroso del camino son capaces de provocarle náuseas hasta al más fuerte y osado de los aventureros. Sí, tiene miedo de caer; pero es la única vía que le permitirá llegar al rancho antes que sus perseguidores, por eso mejor piensa en otra cosa, como en el día que conoció a su padre.

Ese domingo, la víspera del año nuevo, Paulino regresaba del cine cuando escuchó los gritos de su madre. Corrió tan aprisa como pudo, y al abrir la puerta se encontró con una escena que todavía le hace hervir la sangre al recordarla. Aquel hombre tenía sometida a su madre sobre la mesa, boca abajo. Con los pantalones a las rodillas, trataba de cogérsela por la fuerza. Sin pensarlo dos veces, Paulino corrió al cuarto, sacó el revólver de su escondite y, sin más, le reventó la cabeza a balazos.

Confundida (y salpicada de sangre y sesos) su madre se incorporó, tratando de cubrirse con el vestido rasgado. Frente a ella estaba su hijo, perplejo, observando a su padre, a su primer muerto. Paulino sabía de quién se trataba: era el mismo tipo de la foto que guardaba su madre junto con la pistola. Con el arma todavía caliente en las manos, Paulino sintió una bofetada que le quitó lo absorto.

—Écheme su bendición, madrecita —le dijo mientras rompía en llanto—; ora si ya me chingué. Perdóneme usté siquiera, que no sé si Dios lo pueda hacer.

Cuando le viene a la cabeza ese momento, Paulino siente un nudo en las entrañas, como ahora que ya ve su rancho enfrente y espolea a El Rayo para que acelere la marcha. En su mente trae armado todo el numerito. Los soldados no conocen bien el atajo de la cañada, así que subirán por la otra vereda. Para entonces ya los estará esperando Paulino, agazapado como las fieras de la sierra, acechando a su presa para matarla cuando esté desprevenida.

En su casa guarda muchas armas. Todas en el mismo cuarto, tal como lo dejó don Tomás, el antiguo dueño del rancho. Él fue quien encontró a Paulino en medio de la sierra la noche de aquel año nuevo, cuando huyó, luego de matar a su padre. El chico estaba tirado, inconsciente, con la pistola descargada en la mano y medio muerto de frío. Lo recogió y lo llevó al rancho. Entre don Tomás y Teresita, su esposa, cuidaron de aquel adolescente, a tal grado que cuando se recuperó le agarraron tanto cariño que no lo dejaron irse.

Don Tomás sembraba mariguana en el barranco del cerro. Nunca tuvo hijos. Por eso estaba convencido de que la llegada de Paulino era un regalo del milagroso Malverde, quien por fin había escuchado sus ruegos. Él ya estaba cansado. Además, con las dolencias cada vez le era más difícil sembrar, cuidar y cosechar el plantío. Con la dedicación del padre que nunca, fue le enseñó su oficio al hijo que nunca tuvo. Desde la separación y siembra de la semilla hasta la fabricación de escopetas caseras con tubos y percutores de hierro soldado, que usaba para defenderse mientras recogía la hierba. Sin embargo, para la entrega y el pago se las arreglaba él solo. Paulino y Teresita lo esperaban encerrados, rezándole rosarios a Malverde. Sólo escuchaban el motor de las camionetas que cada temporada llegaban por la noche al rancho y se iban antes del amanecer.

Los cálculos del viejo Paulino son correctos: el sol agoniza entre los cerros mientras él atraviesa el umbral de la puerta. Frente a sus ojos aparecen las fotos de sus padres adoptivos. Siempre les tiene una veladora prendida. Lo primero que hace es buscar una botella. Encuentra un tequila añejo que no bien abre se lleva de inmediato a la boca, dejando que el alcohol tome por sorpresa a su garganta y apacigüe el revoltijo del estómago.

Entra al cuarto de las armas y se ve rodeado por una amplia colección de metralletas, pistolas, escopetas... Pero él prefiere a su fiel Cuerno de Chivo. Desde que lo tiene ha estado presente en todas sus fortunas y desventuras. Fue un regalo de quien más tarde llegaría a ser su principal enemigo. Y es que poco antes de morir, don Tomás le reveló a Paulino el secreto del negocio. Quizá presintiendo que su final estaba cerca, por primera vez dejó que estuviera presente durante la venta de la cosecha.

Como siempre, las camionetas llegaron por la noche, un par de ellas de tres toneladas; la otra, tipo suburban, modelo reciente, con los vidrios polarizados. Don Tomás y Paulino aguardaban de pie junto a la bodega, este último tenía en la manos una escopeta hechiza cuidando la espalda del primero. El vehículo que iba a la cabeza se detuvo. De su interior emergieron varios hombres vestidos con pantalones vaqueros, texanas y su respectiva pistola al cinto. Al final, y sólo cuando los pistoleros estuvieron colocados en formación, bajó quien a ojos de Paulino era el jefe: un tipo alto, bien vestido (traje de gala norteño), de tez morena y facciones duras. Frente a ellos estaba el mero mero, Baltasar  “El Negro” Ordóñez.

Baltasar estrechó la mano de don Tomás y miró a Paulino de pies a cabeza, observó también la escopeta. Acostumbrados a interpretar las expresiones de su patrón, los tipos tomaron sus precauciones, colocaron las manos sobre las armas, sólo por si acaso. Don Tomás presentó a Paulino como su hijo, diciendo que a partir de ahora también estaba dentro y si algo le pasaba, el chico respondería como si se tratara de él mismo. El Negro sonrío luciendo su diente de oro. Le hizo un ademán a uno de los pistoleros y éste se acercó de inmediato.

En un abrir y cerrar de ojos. Un puño se estrelló contra el rostro de Paulino, enviándolo al suelo. El hecho sorprendió a don Tomás, quien sintió la mano como tenaza de Baltasar en su brazo, impidiéndole ayudar a su protegido. Repuesto de la sorpresa, y con la boca reventada, Paulino se incorporó lentamente y miró de frente a su agresor. Con los ojos inyectados de ira, arremetió contra el pistolero. Impuso su juventud a golpes, logrando someterlo casi de inmediato. Si algo había aprendido era a no mostrar respeto por quienes no se lo tenían. Así que aprovechando que el otro estaba en el piso, recogió la escopeta y le disparó en la pierna. Instintivamente, los compañeros del caído apuntaron a la cabeza de Paulino, pero una señal de El Negro los obligó a bajar las armas.

—Ésos son huevos —dijo Baltasar, esta vez mostrando a plenitud su dentadura dorada—. Es lo que se necesita en este negocio. No sé de dónde te nació este hijo, Tomás, pero estoy seguro de que va a ser muy cabrón.

Con otro ademán hizo que se acercara un pistolero. El Negro le dijo algo al oído y, en el acto, el tipo fue hacia la camioneta y regresó con un estuche forrado de cuero. Baltasar sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo extendió a Paulino para que detuviera la sangre que manaba de su boca.

—Un cabrón necesita un arma cabrona —dijo mientras sacaba del estuche un rifle ak 47—. Toma esta cócona. Me la acaba de arreglar mi compadre Sanmiguel. Ahora es tuya, muchacho. Confía en ella, acostúmbrate. Las armas son como las mujeres. Son amuletos de buena suerte, siempre y cuando no estén en manos de pendejos.

Hoy lo persiguen los recuerdos más que de costumbre. El viejo Paulino sabe que debe darse prisa si quiere deshacerse por lo menos de sus otros perseguidores, los soldados. Toma su arma y llena el cinturón de cartuchos. Tendrá una sola oportunidad para jugársela; pero si todo sale bien podrá vengarse por completo. El tipo de la cantina le dijo que su compadre Crispín lo había delatado. Si algo no perdona el viejo son las traiciones, lo había dicho en más de una ocasión: “si mi santa madre fuera la soplona, sería a la misma que cosería a balazos”.

En realidad ya no le extraña que se trate de Crispín. Cuando Teresita y don Tomás murieron, Paulino buscó a su amigo y lo metió al negocio. Juntos se convirtieron en unos de los principales productores y distribuidores de mota en esta parte del país, cuando la hierba era buen negocio. Con el carácter de uno y las habilidades para los negocios del otro lograron extender su territorio hasta sobrepasar los dominios de El Negro Ordóñez. Los enfrentamientos fueron inevitables. Cayeron muchos de ambos bandos. Incluso la guerra se extendió al interior de los cuerpos policíacos, toda vez que un bloque estaba comprado por Paulino y otro por El Negro. De ahí que ahora se arrepienta por no haber hecho caso de las advertencias. Confió tan ciegamente en su compadre que jamás imaginó que los rumores acerca de una negociación por debajo del agua entre éste y Baltasar pudieran ser ciertos. Además, el trato incluía desparecer del mapa a Paulino. Por eso, con engaños lo hizo ir solo hasta allá, donde inició la persecución. Lo bueno es que ahora no hay nadie más en el rancho: antes de irse, Paulino despidió a la gente, intuyendo que las cosas andaba mal.

La penumbra comienza a cernirse. Las aves aprovechan los últimos destellos de luz para regresar a la seguridad de sus refugios. Se percibe algo extraño en el ambiente. Es como esa especie de quietud que, lejos de inspirar tranquilidad, sólo infunde miedo. Los animales nocturnos se preparan para recibir a la noche, intuyen su proximidad. Sin embargo, el instinto también les advierte sobre el entorno enrarecido. Ignoran que no es aire lo que están respirando, sino el viento que propaga en toda la sierra la certeza de que algo terrible sucederá pronto.

El Rayo tampoco escapa a esa sensación, que crece a medida que ve a su dueño acercarse y montarlo. Entiende el lenguaje de los talones que le indica iniciar el trote, esta vez por la otra vereda. Paulino silba una tonada, luego le da otro trago a la botella que trajo consigo. Sonríe. Confía en que el milagroso Heraclio Bernal lo protegerá. Al salir se santiguó frente a su altar.

Le agarró ley desde aquella vez que fue a visitar el santuario de Jesús Malverde en Culiacán. Era la primera ocasión que iba y quería pagar una manda de don Tomás. Ese tres de mayo, Paulino se perdió. Deambuló por algunas calles sin atinar el rumbo, hasta que decidió a preguntarle a una anciana que pedía limosna en la puerta de una casa. La vieja se levantó y, sin decir palabra, lo tomó con firmeza de la mano. Sorprendido por la inusual fortaleza de la abuela, Paulino se dejó llevar hasta el interior de la vivienda.

Ya dentro, lo condujo hasta un cuarto lúgubre, iluminado por decenas de veladoras y una imagen que para nada se parecía a la que la difunta Teresita tenía en la sala del rancho. Visiblemente ofuscado, Paulino se quitó la mano de la vieja y le increpó acerca de la naturaleza de aquella broma.

—Me preguntaste por el santito milagroso  —le dijo la vieja sosteniéndole la mirada a Paulino como nadie antes lo había hecho—. Pues bien, aquí está. Éste es el verdadero santo, y se llama Heraclio Bernal, en vida ayudó mucho a la gente. Yo misma fui de su Ejército Renovador. Él sí existió, lo que pasa es que muy pocos le rezan; no saben lo milagroso que es. El otro, Malverde, ni siquiera se sabe si fue de verdad, para mí que es puro cuento. Encomiéndate a San Heraclio con fervor y verás que tu vida estará libre de peligro y tu camino jamás se cruzará con el de la muerte.

Dicho esto, la anciana le extendió una estampa con la oración a Heraclio el Milagroso. Paulino la observó unos segundos y cuando quiso preguntarle algo a la anciana, ésta ya se había esfumado. Convencido de haber atestiguado un prodigio, Paulino se retiró de ahí lleno de fe en la figura del santo recién conocido.

Siempre le reza y se encomienda a él para que le salgan bien los negocios. Paulino es, ante todo, un creyente. Por eso le pide con devoción que ahora lo ayude a vengarse y que le eche la mano para matar a todos los soldados. Por fin cae la noche. El Rayo siente que lo desmontan y lo amarran a un árbol. Observa a su dueño perderse entre las hierbas secas. Luego, todo es oscuridad a su alrededor.

El viejo Paulino toma su lugar en la falda del cerro, se oculta detrás de las rocas desgajadas. Sabe que tiene una sola oportunidad para venadearlos. Alista su Cuerno de Chivo y muchos cargadores. Otro trago de tequila y dos pericazos para que el cuerpo se olvide del miedo. Guarda silencio. Se escuchan ya los pasos de la tropa. Suda frío. La mente le da vueltas como los juegos de la feria; pero él confía en su buena puntería.

El contingente de soldados es pequeño en realidad. Se veían más por los vehículos. Paulino observa la columna que se dirige al rancho. También están a la expectativa: las posibilidades de una emboscada son altas. Pero están seguros que su superioridad numérica será la clave del éxito. Saben que si lo logran podrán aparecer en la televisión y el general les dará un jugoso estímulo. 

Paulino seca el sudor que resbala por su frente. Traga saliva. A la de tres. Una, dos... el Cuerno de Chivo desata el infierno. Las ráfagas iluminan la noche y el sonido de las balas se extiende hasta la cañada. Caen los primeros muertos y comienza el fuego cruzado.

—¡Ora sí, nos va a cargar la chingada a todos! —grita mientras cambia el cartucho de su arma—. No sabían que era cabrón el viejo.

Paulino está fuera de sí. Las venas del cuello se le hinchan. Los soldados repelen el ataque, disparan. Pero el factor sorpresa ya arrebató la vida a varios de sus compañeros. Las balas del viejo parecen tener vida propia: casi todas dan en el blanco. En segundos, le destrozan la frente a un joven militar, otro más recibe un tiro en el pecho, los más afortunados tratan de esconderse en la parte baja de la vereda. Pese a la oscuridad, Paulino domina el terreno a la perfección. Así que sigue con su descarga de balas y gritos.

El enfrentamiento se prolonga. Paulino está cansado. La adrenalina, la poca comida y las noches sin dormir durante los últimos días le están cobrando la factura. Lo asalta la idea de rendirse. Ha eliminado a muchos soldados; sin embargo, aún quedan varios, bien armados y deseosos de vengar a los caídos. No le darán oportunidad de rendirse: vinieron a matarlo.

Justo cuando la fuerza parece abandonarlo, siente una mano sobre su hombro. En el furor del combate, a Paulino le parece ver al milagroso Heraclio que ha venido a ayudarlo.

Paulino siente que la vida le vuelve al cuerpo. Grita nuevamente y cambia su cartucho. Esta vez se pone de pie y dispara. El teniente al mando no da crédito a lo que observa. En la oscuridad de la noche le parece que son dos los cañones que se iluminan al escupir las balas. Se da entonces la parte más cruenta del ataque. Sus hombres caen uno a uno. Pronto, la intensidad del fuego disminuye y el teniente se da cuenta que tiene una bala en el estómago y de que es el único de los suyos que queda con vida. No tiene caso seguir jalando el gatillo. Decide esperar a que cesen por completo los balazos para rendirse.

Paulino se percata de que nadie responde ya al llamador de su Cuerno de Chivo. Voltea para agradecer la ayuda divina, pero no hay nadie más que él. La noche en la sierra recupera su calma y sonidos habituales. Se escucha un yanodispares. Tras convencerse de que aquello es verdad, el viejo abandona su refugio sin bajar la guardia. La luna sale por completo e ilumina el camino. La escena es sobrecogedora: hay cadáveres regados por todas partes.

Sin éxito, el teniente trata de contener con ambas manos la hemorragia. Tiene un agujero justo arriba del ombligo. La vista comienza nublársele. Aun así logra vislumbrar la figura del viejo Paulino, quien se le acerca y le pone el cañón de su arma en la mejilla.

—Ya ves cómo no es bueno meterse en lo que no te importa —espeta el viejo, mientras oprime con el tacón de su bota la herida del teniente—. Tú crees que cumples con tu deber y le haces un favor a la patria; pero eso no le importa ni al gobierno ni a la gente. No le importas a nadie. A ver, ¿’onde están orita que te estás muriendo?

La bota hace mella en la herida del teniente. Tose y escupe sangre. Paulino piensa en darle un balazo para que deje de sufrir, pero abandona la idea. Sabe en el fondo que cada quien tiene un destino por cumplir. Está convencido de que todo deja una enseñanza y ahora les tocó de mala manera a los soldados. Recuerda las palabras del teniente y piensa que para él no se ve un final cerca. Al contrario, esto apenas comienza. Es hora de hacerle una visita de ultratumba a aquellos que lo creen muerto, como Crispín, para que la revancha esté completa.

De noche, en el horizonte no se alcanza a ver el descanso. El Rayo también parece darse cuenta de eso, percibe la rabia contenida su jinete, un hombre, una figura solitaria que aprovecha la oscuridad de la noche para perderse en otra persecución, esta vez seguro de que los papeles serán muy diferentes.

***

Juan Gerardo Aguilar (Zacatecas, 1977). Es autor de los libros de cuentos El refugio del Hurón (JUS, 2010) y Servicio al cuarto (Pictographia, 2014). Ha publicado ensayo, crónica y relatos en Cine Premiere, Replicante, Tierra Adentro y Ficticia. Fue becario del FONCA. También cree que Zacatecas es norte. Deambula en tuiter como: @juan_gerardo