jueves. 18.04.2024
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El amor perfecto

Blanca Parra

Cuervos de la serotonina
Cuervos de la serotonina de Amaranta Caballero.
El amor perfecto


Se conocían desde niños, ambos de la misma edad. Vecinos de toda la vida, compartiendo como hermanos el pan y la sal, y una que otra travesura. Era normal que asistieran, junto con los hermanos y primos, a las piñatas, a las matinées, a jugar en los parques y cualquier otra actividad al aire libre. Aprendieron juntos a andar en bicicleta y en patines y hasta a bailar.

Dejaron de verse cuando él se fue a estudiar a una prestigiosa universidad, como era usual con los jóvenes que conocía, incluidos sus hermanos, que se fueron yendo uno a uno. La mayoría regresaba en vacaciones, se hacían una novia y al terminar sus estudios se casaban y se establecían en la misma ciudad.

Ella, como cualquier muchacha de su edad y posición en su ciudad natal, se dedicó a aprender a ser una eficiente ama de casa. Lo único que la distinguía de sus amigas era su pasión por la lectura, pero disfrutaba mucho el aprender a cocinar, a bordar y hasta a elaborar cuadros y retablos en las diferentes técnicas que iban surgiendo. Podía confeccionar sus propios vestidos y, según la comunidad, quien se casara con ella sería muy afortunado.

En alguna de aquellas fiestas veraniegas, en casa de una de sus amigas, conoció al que sería su marido. Serio y de pocos amigos, pareció apreciar su gusto por la lectura y entabló con ella una animada conversación. Siguieron las invitaciones a tomar un helado o un café, a ir al cine y a alguna fiesta. No era un gran bailador y no le gustaba que los rodearan ni siquiera los amigos comunes, pero eso no parecía ser algo grave. Al finalizar el verano habían formalizado su noviazgo y lo habían hecho oficial ante los padres de ella. Era lo normal.

Dos años más tarde, al concluir él sus estudios, se casaron. No se quedaron en su pueblo porque él ya estaba trabajando en la misma ciudad en la que había estudiado, y el futuro le sonreía. Ella se encontró entonces en una ciudad desconocida, sin familia ni amigos, limitada a las salidas ocasionales con su marido. Cierto que disfrutaba de preparar los platillos con los que lo recibía de regreso del trabajo, y que por las tardes podía dedicarse a sus manualidades y la lectura, pero extrañaba su círculo de afectos. Más, porque después del matrimonio se dio cuenta de que la seriedad de él se mantenía incluso en la intimidad. No que ella fuera experta en la materia, pero sus lecturas le decían que el amor era más que la relación de consentimiento establecida entre ellos o de la satisfacción con la que, frente a los escasos conocidos, él encomiaba su desempeño como ama de casa. No podía ser todo, se decía. Pero no era un tema a discutir con él, que consideraba inadecuado que su mujer hablara de intimidad o temas relacionados. La había escogido por su decencia, faltaba más.

Tres años después de casados, dos años y nueve meses, para ser exactos, ella dio a luz a un niño que se convirtió en el centro de atención de ambos, juntos y por separado. La relación marital se convirtió en una parental. Y el trabajo de ella, como ama de casa, se centró en la educación de ese tesoro en el que sublimaba todo el amor de que era capaz. Al marido le dio pretextos, además, para asistir solo a las reuniones con sus escasos conocidos, o al cine, o al teatro. Ella se quedaba a cuidar al hijo, a asegurarse de las tareas, a esperarlo a que regresara de fiestas y paseos, a estar presente en cada ocasión en que se requería de al menos uno de los padres, mientras fue creciendo. Sentía que ésa era su misión en la vida.

Ocurrió un día en que llevó a su marido al aeropuerto, quien iba en viaje de trabajo y estaría ausente una semana. Nada extraordinario. El hijo amado, por su parte, estaba vacacionando en la playa, con sus amigos. Tenía una semana entera para dedicarse a ella y a su casa. Pensaba cambiar las cortinas de la sala, redecorar algunos espacios y, por supuesto, leer. Entonces oyó que la llamaban y, al dar la vuelta, se encontró con el amigo de la infancia, casi su hermano.

Ocurrió que él estaba en visita de trabajo en esa ciudad por los próximos cuatro días. Ambos habían cambiado pero conservaban esos rasgos que nos permiten reconocer a quienes han sido parte importante en nuestras vidas, en nuestros afectos. ¡Y ella tenía tantas ganas de conversar con un verdadero amigo!

Ponerse al día sobre sus vidas los mantuvo conversando durante la comida. Ella no recordaba haber estado tan animada, en años. Se sentía bien, relajada, contenta. Quedaron de tomarse un café la tarde del día siguiente, cuando él se desocupara de sus pendientes del día. Tal vez hasta fueran a cenar a algún lugar que a ella se le antojara.

Regresó a su casa contenta, pensando a dónde podrían ir a cenar, y qué ponerse. ¿Qué me voy a poner?, se encontró pensando de manera obsesiva. Recorrió su clóset y decidió que necesitaría algo diferente, porque se sentía diferente. Y con ese pensamiento se fue a dormir.

No fue solamente el vestido, sencillo pero muy femenino; fueron los zapatos también, y la bolsa, y hasta el arreglo del pelo y las uñas. No quiero que me vea desarreglada, pensó, ni que se lleve una imagen triste de mí. A las siete de la noche salió a encontrarlo; dejó su carro en el estacionamiento de un centro comercial, donde él ya la esperaba. Él le preguntó si quería ir a cenar a un lugar que le habían recomendado; ella no conocía el sitio, pero accedió. Estaba en las afueras de la ciudad y resultó ser un lugar refinado y con música en vivo, muy bien interpretada. Había valido la pena el arreglo, se dijo, y se felicitó por ello.

Cenaron, bailaron un par de melodías para recordar los viejos tiempos, y emprendieron el regreso. La invitó a pasar a su hotel para mostrarle aquello en lo que estaba trabajando, y ella accedió. Ningún mal pensamiento que los turbara, pero él le acarició la cabeza en un gesto de cariño y ella se estremeció. Necesitaba afecto.

Perdió un amigo para siempre pero supo, sin lugar a dudas, que en sus lecturas había razón. El amor es más que ser felicitada por cocinar estupendamente, por tener una casa bien organizada y por criar a un hijo modelo.

Cuando el marido regresó encontró una demanda de divorcio, por diferencias irreconciliables.