Es lo Cotidiano

Crónicas de romperse

Víctor Córdova

Crónicas de romperse

Escuché el chasquido como si una liga se reventara en mi rodilla. Después sentí el dolor que aumentaba rápidamente y caí al suelo. El olor del pasto y la tierra dominó mi nariz. Doblé la pierna casi al instante y se contrajo en cuestión de segundos, como si perdiera el control sobre ella. Apreté los dientes e intenté estirarla, pero para entonces ya todo había cambiado.

Aquel día todo transcurría de maravilla. Me levanté a las cinco de la mañana como todos los días para alcanzar a llegar a clase de siete y, además, tomar un buen desayuno. No sé por qué, pero todo mundo se toma el desayuno a la ligera. La verdad es que tener algo en el estómago es la única forma de mantenerte desierto a esa hora, pero otros prefieren dormir media hora más. Creo que al final es cuestión de gustos. Todos los días, sin excepción, desayuno un par de huevos revueltos, fruta, leche y un poco de pan. Sé que quizá no sea el desayuno más apetecible, pero uno se acostumbra.

Tengo que mencionar que era un día un poco frío para la época del año. Estábamos en septiembre y aun así teníamos que llevar un suéter en la mañana. Cosas como el clima nos sorprenden mucho aquí en el Bajío; estamos tan acostumbrados al mismo clima todo el año que cuando hay alguna variación se nos cae todo el sistema: la gente no sala de su casa, todos se quejan y la ciudad parece como paralizada por una gran catástrofe. Aunque ese día no era tan extremo, sólo hacía un poco de frío.

Recuerdo haber comenzado a hacer pesas en el gimnasio a las diez y cuarto y después tomé mis primeras clases. Mientras bajaba por las escaleras, saludé a una conocida de cuyo nombre no puedo acordarme. Siempre me ocurre lo mismo.

Salí del gimnasio pasada la hora y media. Tomé un balón de la oficina de deportes y comencé a dominarlo un poco en la cancha de la escuela. Dominaba un rato y luego mandaba el balón a volar por los aires. Ocho, nueve… ¡pop! El balón salía disparado y yo lo seguía con la vista. Llegaba un punto en que el sol y la bola se convertían en uno mismo. Cuando esto pasa, no tienes más que moverte hacia donde lo mandaste y confiar en que caerá ahí. En el deporte, como en todo, hay cosas que se convierten en una cuestión más de intuición que de sentido. Estiraba la pierna y el balón caía suavemente al suelo para después repetir la misma secuencia. Conducía, dominaba, tiraba, burlaba a cientos de jugadores invisibles en la cancha, casi como un niño.

Cuando comienzo a practicar yo solo, el mundo cambia. Toco el balón y todo da un giro repentino. Me encuentro en otro mundo distante, tranquilo. Una cancha vacía, un par de tachones y un balón es lo único que necesito para ser feliz. Sé que suena trillado, al fin y al cabo somos doscientos setenta y cinco millones de personas que disfrutamos justo lo que ahora cuento. Es como la música, la literatura  la pintura. Me atrevería incluso a decir que es arte: no importa cuántos argumentos en contra llegue a escuchar, no cambiaría de opinión. Lo digo por cómo se siente, no por lo que es o lo que resulta.

Apenas alcancé a cambiarme para regresar a clase. Subí corriendo las escaleras a toda velocidad para llegar a tiempo. Faltaba un minuto y comencé a correr. Increíblemente llegué a tiempo. Entré al salón y respiraba como si hubiera terminado un maratón. Esas escaleras son la muerte, vayas corriendo o caminando. Me senté en un lugar al extremo del salón, pues nunca me ha gustado estar en primera fila. Me sentía agotado, toda la energía que almacenaba al comenzar el día se había casi terminado. Y aún quedaban los entrenamientos formales y la mitad del día por delante.

La última clase terminó a las dos y media. Después, estuve a punto de romper mi récord de comer en menos de quince minutos. Desafortunadamente, al final hice el tiempo exacto del día anterior. Llevé el plato de la cafetería a la cocina y me dirigí a la parada del camión, que llegó al mismo tiempo que yo (hace semanas que no me pasaba esto.) Muchas veces, pequeños detalles como este hacen la diferencia entre un buen o un mal día cuando tienes el tiempo encima. Ese día pintaba para ser uno de los buenos. Me bajé del camión en la estación de la Deportiva. Ahí me encontré a uno de mis compañeros de equipo y comenzamos a platicar mientras nos dirigíamos a la cancha

–¿Qué pasa, güey? ¿Cómo andas?– me preguntó el Tablas, acomodándose la mochila.

–Al cien, ¿tú? ¿Ya no traes el madrazo de ayer?– le pregunté dándole un golpecito en la pierna en la que ayer traía un moretón grande y de colores.

–¡Nah! Un ketorolaco, un hielito… ¡y como nuevo! – me dijo sonriendo.

–¡Eso es! Oye, ¿sabes si se va a jugar este sábado?– le pregunté al entrar a la Deportiva.

–No sé. Con el desmadre que traen la Federación y el gordo de Edgar, puede pasar cualquier cosa– dijo cambiando el semblante de sonriente a serio.

Ese es el problema con la Tercera División aquí en México: a lo largo de los años siempre ha habido demasiadas trabas con los registros de los jugadores, las fechas de los partidos y ese tipo de cosas. Pero nosotros tenemos que mantenernos al margen y entrenar con la misma determinación y concentración, empezáramos el torneo este sábado o hasta el siguiente.

Ese día hicimos partido de preparación y comencé en el segundo equipo. Últimamente no había tenido el mejor desempeño y eso me había dejado en la escuadra suplente a unos días de empezar el torneo. Siempre me ha pasado eso cuando regreso a la escuela después de vacaciones. Pero esta vez iba a ser diferente, yo iba a hacer que algo más pasara. Mientras calentaba, hacía cada movimiento a consciencia y repetía en mi mente: “concéntrate, concéntrate.” Observa a todos mis compañeros, estudiaba sus virtudes y defectos. La respiración se volvió pesada y la adrenalina comenzó a correr por las venas despertando mis sentidos.

Toqué mi primer balón con acierto. La confianza se afirma siempre que lo primero que haces sale bien. El partido fue apretado, como cada semana. Todos corríamos y chocábamos como parte de la rutina. Recuerdo haber saltado frente a otro compañero buscando el balón. Inconscientemente, levanté la rodilla y el levantó el codo. Chocamos como para quedarnos tirados por cinco minutos en el suelo. Pero nos levantamos y seguimos jugando. Nadie nunca dice nada, con el tiempo te acostumbras a que no es personal.

Me posé detrás del delantero como hace cualquier defensa. Él levantó la mano y aceleró hacia el frente. Lo seguí en cuanto se movió. Levanté la vista y observé el trazo que realizaba el balón hacia nosotros. Iba muy alto, parecía que ninguno de los dos lo alcanzaríamos. Aunque, si lo dejaba pasar, sería el primer balón que cruzaba en todo el juego. Estiré la pierna lo más alto que pude, ya no recuerdo si alcancé a tocarlo. Los dos fuimos a buscarlo, pero al final el balón nos pasó por igual.

Ahora recuerdo todo como si hubiese sido grabado en cámara lenta. Bajé la pierna que había levantado casi dos metros, recuerdo sentir el cansancio en el cuerpo. Es extraño, a fin de cuentas todos somos vulnerables. Jamás me imaginé fuera de las canchas ni con la necesidad de una operación, pero en todo caso, ¿quién lo hace? Es lo que menos esperamos y, la verdad, es que eso no se lo deseo a ningún otro que viva de esto. Pero aún creo que todo pasa por algo y el momento en el que dejas de soñar es el instante en el que dejas de vivir.

Fue lento. El pie tocó el suelo, se atoró en el irregular terreno y yo dejé caer mi peso…

***

Víctor Córdova (León, Guanajuato, 1997) es estudiante y futbolista activo de tercera división. Cree con firmeza y lo demuestra con hechos, que el deporte es uno con el arte, la literatura y la música, pues ha incursionado también en estos otros ámbitos con soltura y éxito.

Una primera versión de este texto fue originalmente publicado en el número 2 (marzo 2016) de la revista universitaria Caligrama, editada de manera independiente por estudiantes del Tec de Monterrey Campus León. Agradecemos al equipo editorial conformado por Sofía Oviedo, Fernando Villalpando y Alejandro de Loera, por enviarnos sus textos y por su amable colaboración con Tachas.

[Ir a la portada de Tachas 157]