Es lo Cotidiano

Día de feria  

Belinda L. de la Torre

Día de feria  

La feria está en el pueblo. La madre de Rafaela cepilla el cabello de su hija, separa los mechones. Los teje hasta formar una trenza rubia que llegará hasta la cintura adolescente. Esa cabellera es heredada y su hija debe cuidarla para poder lucirla. Sentada en el borde de la cama, Rafaela observa a su madre en el espejo del tocador. Terminada la trenza, se acerca y mira con detenimiento su cabeza: los cabellos rubios escapan y un desfile de diminutas pecas se esparce sobre sus mejillas y cuello. Mamá la contempla orgullosa, disfruta verla con el vestido azul de organza que planchó con lienzo para eliminar las arrugas.

Pablo toca la puerta. Es hora. La joven mira a su madre. Antes de salir inclina la cabeza para recibir la bendición con solemnidad y reverencia. La besa. Divertirse, llegar temprano y portarse bien, las promesas. Luego sale de la pequeña habitación con pasos apresurados; desea verlo. Desde la ventana, la madre observa a su hija alejarse con un ramo de claveles en la mano. Ella sonríe. La alegría se mueve junto a su corazón. Hay nubes, pero parece que la tormenta no llegará pronto.

Es otoño. La estrecha calle sin pavimento huele a nardos. El viento apenas sopla y el sol encuentra refugio en los ojos de Rafaela, en su cabello, en su piel. Los árboles pierden hojas, las pocas que quedan se resisten a tener el mismo final que las demás. Están teñidas por un tono ocre, apenas se mueven. Es como si bailaran una última danza antes de caer al suelo y crujir al ser aplastadas por los transeúntes. Pablo y Rafaela caminan tomados de las manos con pasos lentos. Hablan y se dispersan risas. Poco a poco se pierden entre la gente que también va a la feria que festeja al señor San Francisco, el santo patrono.

Adornos de colores revisten la capilla de cantera. Son las seis de la tarde. Las campanas tañen y provocan el vuelo amedrentado de las palomas. Correr de niños que juegan movidos por la felicidad, en sus rostros conviven las manchas de tierra y las sonrisas. Así es la feria, la celebración. En el aire se respira el olor a pólvora, a palomitas de maíz, a pan recién horneado. La pareja contempla aquel escenario con el que cada año sueña y espera ansiosa. No hay rumbo en sus pasos. Están hipnotizados por las luces y pierden la mirada en los juegos mecánicos que se apoderan de la plaza. Hay un carrusel viejo con caballos de madera carcomida, canastillas de metal oxidado que suben y bajan en la rueda de la fortuna, autos chocones cuya pintura ajada compite con el rechinido y las chispas que libera el techo electrificado que los pone en movimiento. Más allá, un tren desvencijado recorre un pequeño túnel. Llama la atención por la maraña de focos amarillos que rodea las letras gigantes del cartel donde se lee «ENTRA Y RESOLVERÁS UN MISTERIO».

—¿Qué habrá allá adentro?—, pregunta Rafaela entusiasmada. Observan a parejas que ingresan al túnel y salen acompañadas de sonrisas. — ¡Entremos!— Pide la joven. Los hoyuelos de sus suaves mejillas lo convencen. Sólo desea complacerla. Toman su lugar en uno de los vagones del pequeño tren y esperan ansiosos el inicio del recorrido. Una música estruendosa y el sonido metálico de las ruedas hacen que los adolescentes sujeten con fuerza la varilla protectora. La oscuridad del túnel los cobija. Murciélagos de cartón, aullidos de lobos y risotadas de brujas intentan provocar el susto de los espectadores. Pablo mira de reojo a Rafaela, ama su esencia. Entonces recuerda la primera vez que vio sus grandes ojos marrón verdoso en la verbena de las fiestas de marzo. Aquel día no podía dejar de mirarla. El cuerpo menudo cubierto de sarga, el rostro inocente y el cabello rubio de la jovencita se convirtieron en una imagen constante en los sueños del chico, quien pasaba una y otra vez por su casa con la ilusión de verla. El juego de los recados fue el método de cortejo: al principio, el envío de los breves mensajes tenía como intermediario a un niño que fungía como cartero. Después, los enamorados envolvían una piedra con las notas que eran arrojadas y recibidas desde la ventana de Rafaela. «AQUÍ LOS NOVIOS SE BESAN» indica el cartel con focos de luz tenue antes de llegar al final. Esbozando una sonrisa, la joven se cubre la boca con su mano. El corazón se le agita. Los labios chocan. Humedad.

Al salir del túnel Pablo toma por la cintura a su novia. Ella se acurruca en su pecho y sujeta con fuerza los claveles. No hay diferencia entre la música del cilindrero y el estruendo de los fuegos de artificio. Los novios continúan el paseo sin prisa. Un vendedor de refrescos se aproxima. Rafaela tiene sed y está de antojo. Hace gestos. Pablo entiende y compra la bebida. Es sincero: no hay asomo de interés en su mirada. Su trabajo como chalán en el taller de herrería de su padrino da fruto. El esfuerzo, las horas extra, los regaños, valieron la pena. Todos los días guardaba con recelo tres monedas destinadas a la felicidad de la afectuosa joven. Comprarle dulces, subirla a los juegos, el propósito. Y al ver cómo ella, con la más tierna de sus sonrisas, rodea el popote con los labios, se siente satisfecho.

Risas y gritos. La feria convoca a más gente. Un grupo de chicos, la mayoría viste camisas a cuadros de manga corta y pantalones ligeros, sostienen escopetas y las apuntan para atinar a las figuras de plomo colocadas en hilera frente a ellos. Rafaela mira asombrada cómo uno de los osados muchachos derriba todos los figurines y recibe una bolsa de caramelos a cambio. Sigue el antojo.

—¡Mira, Pablo, podemos tomarnos una fotografía!— El dedo índice de Rafaela apunta a la cabina fotográfica que llegó a la feria como novedad. La euforia la atrapa. En la mente de la chica dan vuelta las escenas de películas que vio con su madre en la pequeña televisión de la vecina, la que tenían que golpear para que la imagen fuera nítida. Actrices elegantes acudían con sus pretendientes a las cabinas para fotografiarse. Audrey Hepburn con su rostro audaz aparece de golpe en su cabeza. Rafaela toma de la mano a su enamorado y corren juntos hacia la cabina negra con cortinas rojas. Una cartulina con la leyenda «PHOTOS» brilla como collar de lentejuelas. Depositan una moneda. Ingresan y toman asiento en el banquito. Esperan. Un ruido. El flash se enciende. Un abrazo, un beso, gestos, la pareja sonriendo; en ese orden la fajita con cuatro fotografías de baja calidad y a blanco y negro aparece. Risas se disipan. La emoción de la jovencita no cabe en su pecho. Sonríe, juega con los mechones de su cabello y muerde sus labios. La captura de un instante perpetuamente quieto yace en la billetera de Pablo.

El recorrido continúa. Los novios compran boletos para subir a la rueda de la fortuna. Las palmas de Rafaela sudan. La invade una sensación rara en el vientre. Es un cosquilleo fortuito, una especie de alegría mezclada con miedo. Tantas veces imaginó este instante. La imagen anhelada ahora vivida. Sentados en la canastilla despintada, los novios se miran. Las manos entrelazadas. Hablan sin proferir palabra. Luego el vértigo que llega cuando la canastilla deja el nivel del piso. Risa de nervios, emoción liberada. En el punto más alto observan que la noche ya cayó. Las luces y bombillas de colores son un paisaje que parpadea. —Es hora de regresar—, dice ella. Pablo asiente y suspira, sabe que debe acatar las reglas impuestas por la madre de su novia. Y aunque siempre termina odiando el momento de la despedida, lo consuelan todas las imágenes guardadas en su memoria y la certeza de que mañana la verá otra vez. Entonces la abraza con fuerza y cerquita del oído le obsequia muchos te quieros. Está convencido de que ella es la mujer con la que desea despertar todas las mañanas de su vida.

Caminata apacible. Sonrisas de satisfacción dibujadas en sus joviales caras. Sopla con mayor intensidad el viento. La piel de la chica se estremece con el frío. Pero la tranquilidad no dura. Un hombre corre y otro va detrás. Intenta atraparlo. Gente sigue con morbo la persecución y, al fin, le da alcance. Confusión y miedo se implantan en la cara de Rafaela. En su vientre fluye esa sustancia biliosa que detesta y que libera cuando sabe que algo malo ocurrirá. Toma con fuerza la mano de Pablo mientras la multitud los empuja hasta la primera fila de la gresca. Golpes. Bramidos. Los hombres son dos animales rabiosos. Mordidas. Patadas. Bufidos. La sangre y la tierra se mezclan. —Creo que no le pagó el pulque— murmura una mujer.

El nudo en la garganta de Rafaela crece. El presunto deudor alarga la mano y en su camino encuentra una piedra. No duda. Un crujido. Un grito. Los claveles tocan el suelo. Con los huesos del cráneo deshechos, el hombre escupe sangre y convulsiona. Los espectadores miran con asombro. El agresor aprovecha el estupor de la muchedumbre para huir. La muerte los aleja despacio. Hay vergüenza y una sensación de complicidad en ellos.

Comienza a llover. Pablo ve que los ojos llorosos de Rafaela albergan tristeza, horror y un raro sentimiento de pérdida. Orden y súplica: —Llévame a casa—, le dice ella. Él hace lo propio y la pareja reanuda su marcha. Caminan con una lentitud que ya no se disfruta. Avanzan sin voltear hacia atrás. La feria y la alegría inicial los despiden. A cada paso, la rueda de la fortuna se queda atrás, hasta convertirse en un círculo luminoso y distante.

***

Belinda L. de la Torre. Cinéfila, melómana y obsesionada con lo vintage. Es originaria de la ciudad de Zacatecas. Licenciada en Letras, actriz de vocación. Ha participado con sus cuentos en suplementos culturales como La gualdra del periódico La jornada, en programas radiofónicos como De viva voz de Radio Zacatecas y en revistas como La testadura y Crash. Actualmente vive sumergida en tiempos anacrónicos.  

[Ir a la portada de Tachas 176]