martes. 16.04.2024
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Del alfabeto calcinado

Andrés Baldíos

Del alfabeto calcinado

El encuadre es sencillo: un edificio que parece más un bloquecillo de cemento personalizado con colores primarios, una linda y humilde escuelita; en su frente y en uno de sus costados se exaltan las primeras tres letras del abecedario. A los lados hay un terreno donde resguardan gasolina, autos, llantas, hidrocarburos con la forma de objetos inflamables. Ambos lugares se muestran en el mismo encuadre, como un collage desenvolviéndose en un orden monótono, con imágenes de aire y polvo de calle, de postes de luz y árboles regados entre casas y baldíos, de gente que va y viene en sus respectivas labores, de niños que vienen y van en sus mágicas versiones de la realidad; vemos las tersas imágenes de sus sonrisas. No podemos evitar el encuadre de una sonrisa cuando se trata de un niño, porque uno cree que para eso coexisten con la gente grandecita: para saciarnos de sonrisas, hacernos el día o el instante, sonreírle a casi todo lo que se les topa enfrente, cosa que a nosotros se nos va olvidando con el tiempo; o ya ni siquiera por esa excusa, sino porque no vemos más motivos, ya sea por nuestras respectivas visiones o porque de plano ya no tenemos ganas de verle motivo a nada. Imágenes de sonrisas y confusión, esas que divierten y alivian tanto a los padres, imágenes de esto y aquello siendo tocado por los niños, cosas que pronto quedarán casi totalmente carbonizadas. Ahora hay imágenes de su hora de la siesta: bultitos de niños alineados en las respectivas aulas, y lo único que diferencia esto a una escena de guerra donde se han traído los cuerpos envueltos de las bajas, es que estos cuerpecitos respiran con suma tranquilidad en sus vainas de dormir. Esta es la hora exacta del incidente. Pero aún no llegamos a esa parte, primero lo primero.

Los padres habían dejado a sus niños en la guardería para empezar las labores del día… que nunca falta la madre que lo lleva a esos lugares porque simplemente no lo quiere en casa, no lo quiere ver por x motivo, por x pasado, por x situación que haya originado la llegada del bodoquito a un mundo donde pocos o nadie no querían desde un principio, o donde hay objetos inflamables.

Los padres, en fin, dejan a sus niños. Sus juegos transcurren en un tiempo indeterminado para ellos, porque ellos no conocen el infortunio completo del tiempo, apenas y conocen una hora exclusiva para comer y tomar la siesta, el resto de sus energías las abarcan en la eternidad del juego. Todo en calma ahí en la siesta.

De repente al fuego le da por salir y dar un paseo veloz. Durante su transcurso elige un lugar para quedarse, y elige donde duermen los niños. Conforme avanza el fuego, éste se deleita con una risotada que no alcanzamos a distinguirla de su peinado de puntas alocadas que ondulan con demencia. Decide quedarse en definitiva, y hace emerger los gritos, las asfixias; las burbujas rojas comienzan a brotar de los brazos y piernas, de las mejillas y la frente, de todos los lugares a tallarse cuando uno se baña, incluso donde a uno no le da el sol; se les sobrecalientan las pielecitas. De repente hay derrumbes del otro lado, hay gente aquí y allá tratando de sacarlos a todos, a los pequeños, como sea, como se pueda, ¡pero ya! ¡Ya! El tumulto es de película: la película más violenta del día, la película más dramática sin el soporte de un guión de espléndida elaboración, la película más aterradora de la historia de estas madres. Ya son muchos muertos… ¿gustan detalles? A ustedes que les encantan los detalles: carne molida, cabellos despeinados y calcinados (como pequeñas mechas), sangre que hierve como en un estofado para luego coagularse y quitarles la sonrisa de la cara y grabarles algo con lo que se quedarán para lo que les queda de vida, o el tiempo que se permitan y les permitan vivir para recordar o superar, para superar o enclaustrarse de por vida en la experiencia… pero todo esto le pasa a la gente pequeña, a los niños. ¿Les gusta? ¿Les excita? ¿O qué tienen estas horrendas imágenes que tanto gustan al ser humano?

Ya son muchos muertos, bastantes heridos, demasiados extraviados en la desesperación que muchos han llegado al punto de conocer el perfecto infortunio, de sentir las carcajadas de las tinieblas sin interrupciones; esas llegan con los años, con el seguir adelante.

Más tarde sólo vemos cunas atrofiadas, caricaturas manchadas de combustión en los atrofiados asientos para bebé, grandes boquetes en los muros, humaredas color mierda escabulléndose por los resquicios, como un toque de queda en reversa, todos salen y abandonan sus labores para atender el siniestro; correderas de personas, la llegada de las madres y los medios, los equipos de rescate y… las condolencias instantáneas de los que no estuvimos ahí, y de esos otros que está demás nombrar, esos trajeados de porquería cuyas supuestas seriedades y sensibilidades nunca nadie las ha creído (al menos no del todo).

Más tarde vemos todas estas nuevas imágenes, no antes de enterarnos de una idea de lo que ocurrió por nuestro medio favorito: Internet, televisión, Twitter, radio… la afamada red social esa… ustedes elijan.

Solidaridad, vecinos ayudándose, vamos a sacar a los niños: la escena más cursi sobre la faz de la tierra chamuscada por las circunstancias. Para este tipo de ratos incómodos, para estos momentos de total entendimiento, de incondicional colaboración, de arranques a la acción del bien, de reacciones instantáneos a la ayuda del que la necesita… para esto si nos quedan los cojones, y encima de esto las condolencias de los culpables (ya sé, ya sé, el rebuscado sentimiento de exigencia por parte de los supuestamente altivos, de los hombres con corbata, discurso y una especie de sonrisa). No fue el efecto de alguna inútil campaña comprometida con la sensibilidad ciudadana, no fue el renombrado llamado para unir las manos por un bien social, no, no, fue el instantáneo sentimiento de hacer lo que se debía hacer, como si los enemigos se entendieran, todo por una razón en común, una especie de excusa que más tarde se convierte en la mano de obra que prosigue en la línea de los inacabados, explotados, demandados y desvalorizados. Esas razones, esas excusas, esos futuros, son, claro, los niños.

Para que este acto de unidad ciudadana se repita, ¿hace falta repetir el fuego? No es seguro, ya todo quedó atrás, el asunto está olvidado. El olvido no es un problema, ¡al contrario! Los recordatorios siempre se encuentran al tanto de las cosas, fieros ante la revisión de la supervivencia, precisos ante la cobardía que provee la malignidad, ansiosa de ejemplos estructurados especialmente para nuestra irresistible conformidad.

Hace un calorón bastante incómodo en este 5 de junio de 2009 en Hermosillo. O al menos eso dicen por ahí.

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Andrés Baldíos
es escritor. Los primeros peldaños son peligrosos, su hasta ahora primer libro de cuentos, fue editado en 2012 por San Roque.

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