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Subterráneos: doppelgängers y cocodrilos

Fernando Cuevas

1597-B
Fotografía, La ilusión viaja en tranvía película
Subterráneos: doppelgängers y cocodrilos

Dos películas que se sumergen o se entierran, según el caso, para descubrir un mundo que acecha a los de arriba, solo esperando que las condiciones sean propicias para hacerse presentes y atacar a destajo, formando alianzas para que la cacería sea más eficaz. El agua a torrentes y los espejos oscuros, cual vehículos para acceder a una realidad deseada, en donde las presas luchan por conservar primero la vida y después, si se puede, los privilegios acostumbrados. Curiosamente, otro de los lazos entre ambas cintas es Tiburón (1975), el clásico de Spielberg que remite a los ataques de los cocodrilos en una, y a las secuencias de la playa, en la otra, con todo y playera incluida; además, está Espejos siniestros (2002), relacionada con la primera cinta comentada y dirigida por el realizador de la segunda, como si de un riesgoso puente se tratara.

Juego de espejos

Al doble siniestro de una persona viva se le denomina con el vocablo alemán doppelgänger, usualmente acechante y portador de mala suerte. La idea es en sí misma terrorífica: pensar que hay una entidad como yo que no soy yo pero es igual a mí, mueve a cierta sensación de ruptura, de dislocación, de cierta angustia existencial. El espejo no siempre refleja la imagen que nos gustaría e incluso, como se aprecia en las ideas borgianas y en los cuadros La reproducción prohibida y El falso espejo del pintor surrealista belga René Magritte, nos puede dar la sensación de que el reflejo está en la misma posición que nosotros, mirando al frente, cobrando vida propia e independiente. Acaso como sucede en el universo de los sueños, a veces trastocados en pesadillas.

Nosotros (Us, EU, 2019) la segunda película de Jordan Peele, también comediante metido al cine de terror cargado de alegorías sociales, parte de una premisa inquietante en la que el enemigo es una versión pervertida de los propios protagonistas. Una niña de vacaciones con sus padres se extravía en una casa de espejos, en donde advierte que su reflejo cobra vida. Al salir de ahí y tras vivir esa experiencia, manifiesta dificultades para comunicarse y expresar emociones. Años después, ya como mamá (Lupita Nyong’o, entre angustiada, afónica y desquiciada) va al mismo lugar de descanso con su esposo (Winston Duke, distendido) y sus dos hijos (Evan Alex y Shahadi Wright Joseph), donde conviven con otro matrimonio y sus hijas gemelas.

Si en ¡Huye! (Get Out, 2017), su debut fílmico como director, el tono de metáfora sutil funcionaba de manera impecable para ejemplificar a los blancos dizque progresistas, salvo su improbable desenlace, acá la trama se desliza paulatinamente hacia un trazo más grueso, enfocada en la lucha de la familia justamente para volverse huidiza y sobrevivir ante la invasión de sus símiles en plenas vacaciones: un papá vociferante, un hijo pirómano/canino llamado Pluto, una hija de sonrisa macabra y la mamá, única que puede hablar con vocalizaciones forzadas y quien parece dirigir el asalto al hogar de la familia y a toda la ciudad de Santa Cruz en California, al grito de Hands Across America.

A diferencia del enfoque de comedia surrealista de El ladrón de orquídeas (Jonze, 2002), de Una vez en la vida (Dead Ringers, Cronenberg, 1988), donde los gemelos hacen alianza hasta que una mujer trastoca su vínculo y más cerca del thriller El otro (Mulligan, 1972), con hermanos tomando caminos morales distintos, y del suspenso sicológico de Doble amante, amante doble (Ozon, 2017), la historia se sacude del tono convencional en su parte media, pasada la premisa inicial, con una conclusión que vuelve a reflexionar en torno a la otredad en términos síquicos y a la meritocracia desde una perspectiva social, en la que se puede cuestionar qué le corresponde a cada quién en el entramado de las sociedades contemporáneas. Claro que abundan las referencias fílmicas de los ochenta y a la cultura del Hip-Hop: ahí está la llamada para que suene el clásico de N.W.A.

Al inicio se anuncia que existe una buena cantidad de túneles e instalaciones abandonadas de las que poco se sabe, mientras que en los créditos de apertura aparecen varios conejos blancos en jaulas y se observa uno de otro color; algunas secuencias se desarrollan en esos sitios, entre una estética aséptica y lúgubre, siempre sospechosa, donde se expone el otro lado del espejo, lleno de seres que parecen truncos, dominados por una fuerza exterior como si de zombis se tratara y emulando lo que sucede en el exterior, allá arriba, sin entender del todo que existe esa otra realidad más colorida y disfrutable, donde se pueden pintar los labios (notable en la brevedad Elisabeth Moss) o usar una cómoda bata (Tim Heidecker, en modo superfluo).

Juego de reflejos

Dirigida con notable destreza técnica y amplio sentido de la angustia por el parisino Alexandre Aja (Furia, 1999; Cuernos, 2013; La resurrección de Louis Drax, 2016), Infierno en la tormenta (Crawl, EU-Francia-Serbia, 2019) centra su atención en cómo la fuerza de la naturaleza, cada vez más alterada por la intervención del ser humano provocando el calentamiento global, se dirige directamente contra la propia sobrevivencia de nuestra especie a través, en este caso, de lluvias torrenciales, a nivel de huracán categoría 5, que convierten calles y casas en territorio dominado por hambrientos cocodrilos, quizá representando esa molestia del planeta asfixiado, que aprovechan la circunstancia para ampliar los márgenes de su voracidad.

Una joven nadadora (Kaya Scodelario, como pez en el agua) se lanza al rescate de su padre (Barry Pepper) en medio de un ambiente altamente peligroso por la fuerza, justamente, de la tormenta que azota una región pantanosa en Florida; al llegar a la casa de éste, encuentra al perro y decide ir al hogar donde vivían antes, cuando todavía estaban juntas las hermanas, la madre y el susodicho, quien a la vez era el entrenador de natación de su luchona hija. Es ahí en donde tendrán que vérselas con la inundación que parece interminable y con el peligro que encierra la proliferación de los lagartos, cuya conducta está bien estudiada por el guion, identificando sus debilidades y fortalezas, en función de la presencia o no de agua.

Con una edición que mantiene la tensión y concisión narrativa y un desplazamiento de cámaras efectivo y ágil, tanto por arriba como por debajo del agua y en interiores y exteriores, jugando con las diferentes perspectivas de los involucrados en la catástrofe, incluyendo los temibles reptiles dedicados a lo suyo, la cinta consigue construir el escenario de claustrofobia y, sin caer en demasiados sentimentalismos, se orienta a escudriñar las ganas de seguir viviendo del padre y de su hija, a pesar de encontrarse en ese contexto de claustrofobia y completa angustia, tal como el realizador lo había trabajado en El despertar del miedo (Haute Tension, 2003), Despertar del diablo (The Hills Have Eyes, 2006) y Piraña 3D (2010).

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