Es lo Cotidiano

CON EL DESARMADOR EN LA MANO

Con el desarmador en la mano • Un hombre sin suerte, de Samantha Schweblin • Esteban Castorena Domínguez

Esteban Castorena Domínguez

Con el desarmador en la mano • Un hombre sin suerte, de Samantha Schweblin • Esteban Castorena Domínguez


En la literatura, y en cualquier disciplina artística, no debe haber temas prohibidos. El artista debe ser libre de explorar cualquier recoveco del ser humano, incluidos, claro está, aquellos más escabrosos e incómodos. Un escritor, pintor o cineasta es consciente de que callar en torno a determinadas prácticas o costumbres no quiere decir que éstas no existan. Explorar un tabú es siempre interesante, pues la obra producto del trabajo artístico se convertirse en un medio que confronta a los espectadores con aquello que preferían seguir ignorando. De este modo es que el enuentro entre obra y lectores se vuelve una colisión entre fuerzas contrarias, un choque del cual el autor no siempre sale bien librado.

Un caso icónico es el del Vladimir Nabokov y su novela Lolita. Este autor falleció hace años y aún hoy existen campañas por censurar su obra. Lo acusan (y no a su personaje Humbert Humbert) de ser un pedófilo y depredador sexual. Afortunadamente, casos como el de Nabokov no disuaden a otros artistas en su afán de explorar tabús. Un tema como la pedofilia se sigue explorando mediante el arte, tal como lo demuestran la novela de Liliana Blum El monstruo pentápodo, la película Michael: crónica de una obsesión de Markus Schleinzer o el cuento “Un hombre sin suerte” de Samantha Schweblin.

El objetivo principal de un autor es no aburrir. Por ello es que un escritor se vale de todas las herramientas a su alcance para atrapar a los lectores. “Un hombre sin suerte” es un excelente relato que entrelaza tema y anécdota de forma que el lector no quiere cerrar el libro. Si se piensa en el cuento como una cuerda, entonces hay que pensar también en dos fuerzas que jalan en direciones contrarias. La tensión del cuento está en la incertidumbre sobre lo qué sucedera, cuál de las fuerzas se impondrá sobre la otra. Schweblin tiende una trampa a sus lectores de la que sólo podrán escapar cuando conozcan el desenlace de esa lucha entre contrarios.

Nunca sabemos cuál es la edad de la narradora en el momento de contar su historia, pero sabemos que lo que está por contar ocurrió el día de su cumpleaños número ocho. Desde el primer párrafo comienza la tensión: Abi, la hermana menor de la narradora, toma una taza entera de lavandina y hay que correr al hospital. Habría que destacar que ya desde las primeras líneas se deja ver mucho sobre el carácter de la voz narrativa. Es ácida y recelosa, pues cuando recuerda el incidente de la lavandina, sostiene que su hermana lo hizo  porque “no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo”. Con este detalle, Schweblin marca la lucha entre las hermanas por la atención del los mayores.

La familia sube al auto y el padre acelera rumbo al hospital. El tráfico lo detiene, se desespera y pide a su hija mayor que se quite las bombachas. Ella obedece, el padre y la madre deciden usar los calzoncitos blancos como bandera para que los otros conductores sepan que necesitan avanzar por una emergencia. Una patrulla va en su auxilio, escolta al carro familiar. Ya en la sala de emergencias, los padres corren, y dejan a la narradora en una sala de espera. En la prisa de atender a la hija menor, los padres se olvidan de entregar las bombachas a la narradora.

Hasta este momento, Schweblin pone mucho énfasis en el pudor que siente la niña al no tener sus calzoncillos puestos. En la sala de espera, la chica se sienta con las piernas bien cerradas para que nadie la vea. Se pregunta, incluso, si no es que alguno de sus compañeritos de la escuela  habrán visto sus calzones mientras ondeaban fuera de de la ventanilla del carro.

La tensión inicial del relato se diluye mientras la narradora observa dentro del consultorio donde atienden a su hermana: “llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas y supe que al menos ese día no iba a morirse”. Sin embargo esa calma no dura siquiera una frase, pues inmediatamente un hombre desconocido se acerca a la niña. El desconocido no tarda en proponerle a la narradora que vayan por un helado.

La proposición del helado es sólo el primero de los gestos del hombre que, como lectores con sentido común, sabemos que están mal. Schweblin explota el conocimiento previo del lector para aumentar la tensión una vez más. La autora explota el tabú y su efecto en los lectores, cualquiera sabe que las intenciones del desconocido no son buenas, ese conocimiento atrapa al lector en su propria curiosidad, preocupación o, incluso, en su propio morbo por saber qué ocurriré después. Dentro del relato, sin embargo, la niña sabe que aceptar un helado del hombre es algo que no debe hacerse, pero no alcanza a intuir otras posibles intenciones.

Ante el rechazo por parte de la narradora, entre los personajes hay un silencio. El hombre hace por sacar una revista, pero de pronto la niña dice: “Es mi cumpleaños”. Que la acción ocurra precisamente ese día es otra excelente decisión por parte de Amantha Schweblin, pues en este detalle el desconocido encuentra el pretexto para manipular a la niña y ganarse su confianza. El hombre parece estar más entusiasmado por el cumpleños que los mismos padres de la niña. Alguien le está poniendo atención a ella y no a su hermana menor, por eso la narradora accede a ir con el hombre cuando éste le propone de ir a comprar unas bombachas.  

En adelante, la tensión del relato se construye con la interacción entre los personajes. El hombre llama darling a la niña, eventualmente ella lo corresponde y lo llama del mismo modo. Bajo pretexto del cumpleaños, él se ofrece a regalarle la bombacha nueva. De hecho él escoge una para ella: ya no blanca e infantil, sino una negra con corazoncitos que, curiosamente, no tiene el sensor de alarma de la tienda. Cuando la niña debe entrar en los probadores, la tensión se genera porque no sabemos qué esperar por parte del hombre. Es precisamene aquí, a las puertas de los probadores que, luego de un abrazo entre los personajes, tiene lugar el gesto con el que el hombre termina de ganarse la confianza de la niña, un gesto que establece un secreto entre ambos y que nadie, ni siquiera los lectores, puede saber.

Si quieres leer el cuento, lo encuentras aquí.