Es lo Cotidiano

La crítica de la pasión

Sergio Espinosa Proa

La crítica de la pasión

[1]

  1.  

<>.[2] Crítica y creación son —más aún que mito e historia—[3] la divina pareja, la cópula que preside todo el pensamiento y todo el obrar del poeta. La crítica es una serpiente que se muerde la cola, pues antes que otra cosa es una crítica de sí misma. Octavio Paz es moderno incluso allí donde somete la modernidad a la ferocidad de la crítica. Se es implacable porque y en la exacta medida en que se le es fiel. Lo sagrado, para el espíritu moderno, no es más que la libertad. Pero una libertad, vamos a ver, cuya condición es el mal. El mal y la libertad, según consta en la oficialidad de las actas bautismales del espíritu moderno, son coextensivos.[4] <>, para no ir más lejos, significa: sólo es sagrada la exigencia de profanación. Libertad ante el Estado, ante la Iglesia, ante el Partido, ante la Patria, ante el Pueblo —libertad ante y frente a sí mismos. ¿Habría algo a lo cual el poeta, el pensador, el simple mortal, debería someterse? Sólo hay, para el pathos moderno, una cosa que exige semejante sumisión.

Esa cosa, naturalmente, es el lenguaje. Pero someterse a la soberanía del lenguaje es lo mismo que ponerlo en entredicho: <>.[5] Somos libres —pero lo somos sólo para someternos a aquello que a su turno podemos someter. La aporía de Octavio Paz es la aporía de la modernidad misma. Moderno es el mundo soñado y fraguado por el espíritu crítico —aunque ese mismo espíritu esté obligado a desandar lo andado, a desmantelar sus propias construcciones, a estremecer incansablemente sus propios sustentos. El espíritu moderno no es otro que el combate del pensamiento contra sí mismo. La modernidad es la asunción del estado crítico del lenguaje.

Fundamentalmente aporético, este ensueño de someter el pensamiento sólo a la libertad del pensamiento —y nada más que a ella— ha engendrado su correspondiente jerarquía y su imprescindible escolástica. La crítica también ha podido perderse y echarse a perder. Cualquiera pensaría que la crítica es, menos que una conquista de la modernidad, una constante intemporal del género humano; cualquiera podría sentirse autorizado a asociar la <> con una reivindicación de los “valores esenciales” del humanismo.[6] Obedecer al lenguaje es lo mismo que ponerlo en cuestión. Obviamente, la pregunta es: ¿quién se somete al lenguaje, quién lo pone en entredicho? ¿Es el mismo sujeto el que hace una cosa —y después, o quizá al mismo tiempo, la otra? ¿Es “el Hombre”, esa abstracción, esa paradoja que inventaron precisamente los “humanistas”?

¿Qué es la crítica? ¿Qué es la pasión? ¿Qué es la creación? Tres preguntas que sólo podrían encontrar respuesta formulando una cuarta que las engloba a todas: ¿qué —y porqué— es el Mal? La crítica puede entenderse como un tribunal donde son juzgados los males del mundo, las “lacras” de la sociedad; puede entenderse también como una defensa de la “dignidad” del hombre. La crítica es el antídoto contra el mal: contra la peste del autoritarismo. La crítica combate el mal del mundo (moderno): a saber, la represión (de la libertad); combate los modos injustos e inhumanos de organización social y política. La crítica, en suma, puede ser concebida como una resistencia a los poderes fácticos. La pregunta, sin embargo, permanece pendiente: ¿quién o qué es lo que resiste? ¿El individuo? La crítica es entonces la denuncia de los poderes coercitivos estructurados socialmente y la reivindicación de los derechos particulares. ¿La persona humana? La crítica es entonces una acusación contra el mundo de la mercancía y del utilitarismo, y una exigencia básica de moralidad. ¿El sujeto? La crítica es entonces una lucha contra la cosificación y una reivindicación de la autonomía. La violencia social está en cualquiera de estos casos enfrentada con la presunta buena voluntad del honesto ciudadano común. Podríamos seguir preguntando. ¿Quién resiste? ¿El cuerpo? ¿El espíritu? ¿La naturaleza? ¿La razón? ¿El (lo) inconsciente? ¿La voluntad? ¿Los ideales? ¿La vida? ¿La pasión? ¿La materia? ¿La sangre? ¿El azar? ¿La muerte?

La crítica puede ser reducida al tamaño de un simple derecho: el derecho al disentimiento. Decir “no estoy de acuerdo” o “yo tengo mis propias ideas” ¿es lo suficientemente “crítico”? ¿No soy (¡es!) justamente “yo” aquello que debe ser combatido, sometido a vigilancia, derribado de su pedestal? Y todo ello, ¿en nombre de qué? Denunciar las injusticias sin temor a la censura, ¿será una crítica suficiente? ¿Será suficientemente apasionada, suficientemente creativa? La crítica, la pasión y la creación forman así la santa trinidad de un mundo del cual se ha erradicado —al menos programáticamente— todo residuo de sacralidad. Y es que, para evitar las (múltiples) supersticiones, sin duda hacen falta fantasías poderosas.

 

  1.  

Algunas opiniones y expectativas de Octavio Paz pueden servirnos de orientación para encarar estas —no poco siniestras— aporías. Sin ninguna pretensión de exhaustividad y sin afán erudito alguno, le seguiremos inicialmente en un registro específico: en el de las respuestas dadas a preguntas concretas. Me concentraré primero —a propósito de la publicación de El ogro filantrópico, en 1979— en el diálogo sostenido con el ensayista donostiarra Fernando Savater, justamente por la vinculación expresa que en él se propone entre el lenguaje poético, la crítica y lo sagrado. Posteriormente exploraré sus referencias a cuestiones quizá un poco menos indecentes.

El contexto preliminar del diálogo era —y lo es aún más el día de hoy— brutalmente freudiano: <>, dice Savater, <>.[7] La figura de Paz será siempre, lo mismo por su peso que por su ligereza, lo mismo por su lucidez que por su ceguera, lo mismo por su presencia que por su indiferencia, inapreciable. Vivo, había que matarlo. Muerto, ¿qué hacer con sus restos? ¿De qué manera podríamos mantener una cierta mínima compostura ante el Pope recién desencarnado? Aquí no encontraremos, por si tal cosa se esperara, modo alguno de “hacerle justicia”. Octavio Paz es demasiado, incluso en lo que (aún) tiene de insoportable. Se nos permitirá, a estas alturas, y por elemental respeto, simplemente usarlo. Usar su pensamiento (y su desesperación, y sus desfallecimientos, y sus fulguraciones) para orientarnos en el pensamiento, como sugería con gran estilo el tardo-ilustrado profesor Kant. En definitiva, ¡faltaba más!, no queremos escribir sobre (la tumba) de Octavio Paz, sino —quién sabe hasta dónde sea esto posible— escuchar sus frases pensando, como de soslayo, y como según O’Gorman acostumbran las mujeres, siempre en otra cosa.

Quién sabe si en verdad sea otra cosa. ¿Qué pensamiento suscita la consideración poética del mundo? ¿Qué poética segrega la experiencia trágica de lo real? ¿Qué tragedia se insinúa en la (¡¿inocente?!) voluntad de pensar la vida? La pregunta es acerca de lo que sabe el pensar poético, lo que hace con la existencia —con las evidencias, con el azoro, con las certezas— la esplendorosa inseguridad del lenguaje poético. El poeta sabe, acaso desde el comienzo mismo de su aventura, que hay un oscuro protagonista de su tiempo. Oscuro porque, en realidad, no es protagónico, no es ni siquiera personal. Desde Hegel sabemos que el Espíritu no es Nadie: es decir, el Estado. Un estado de cosas. Que las cosas estén: he ahí (todo) el programa, he ahí la consigna. El Estado no es el ser, ni el querer, ¡ni siquiera el poder!, sino su (poderosa, insignificante, insidiosa, descolorida) suplantación. La pregunta por el Estado, dice Octavio Paz, es la pregunta por nuestro tiempo.[8] Será difícil no estar de acuerdo, pero queda como colgando, desagradablemente, el pronombre personal. El tiempo que se vive, en efecto, no tiene protagonista —a menos que lo sea la anonimia burocrática, la eficaz oscuridad del nadie—, pero, ¿somos nosotros quienes lo saben, quienes lo viven, quienes lo sufren? ¿No es el Estado justamente la imposibilidad del nosotros —y no sólo de serlo, sino incluso de decirlo? El tiempo del Estado (como el estado del tiempo) nunca podría ser nuestro. Porque el Estado quizá no sea otra cosa que la suplantación, la sustitución del "nosotros”. Un simulacro de comunidad. Un sosías perverso de la ecclesia. El impedimento fantasmagórico del encuentro. El obstáculo absoluto a la civitas dei. Entonces, y sólo entonces, la (sagrada) crítica debe entrar en escena.

 

  1.  

Todo esto suena, en verdad, remontándonos más allá de Rousseau, cristianísimo. El Estado es el Mal, porque sustituye —vampirizándola— a la comunidad “natural” —es decir: benigna— de los hombres. ¿Cristianismo? Pero, ¿no es cristiana la idea de que, al contrario, el hombre es una criatura caída, anclada desde y por su nacimiento mismo en el pecado y la iniquidad? Bien está reconocer que la crítica de la burocracia tiene mucho de Rousseau, pero Rousseau ¿no tiene, a pesar de todo, quizá demasiado de Agustín? Confesemos que nuestro amor por el prójimo ha degenerado en amor por lo-que-mantiene-sujeto a nuestro prójimo. Tal sería la lección común. Lo cristiano, aquí, no es que seamos rousseaunianamente “buenos por naturaleza”, o hobessianamente “malos debido a la naturaleza”, sino que seamos animales contrariados por nuestra animalidad. Lo propio del animal humano es que no se reconoce dentro del horizonte de la (mera) animalidad: <>, reconoce Paz, <>.[9] Esto es curioso, porque al cabo del camino —en el límite de su estrategia— los hombres se muestran hartos de sí, sedientos de esa otredad que vuelve a ser otra vez la naturaleza, la naturaleza negada. Lo otro del hombre no es lo contrario de la (su) naturaleza, sino la imposibilidad de cesar de negarla. Sin abandonar el registro judeo-cristiano, Paz supone que lo propio del hombre es ser otro —pero ese otro es el no ser (mera) naturaleza… ¡como si se supiese de antemano qué es esa naturaleza! La naturaleza es, desde este punto de vista, el reino de lo idéntico, de la repetición, de lo inconsciente. El espíritu, por el contrario, aparece como el reino de la diferencia, de la invención, de la (progresiva) autoconciencia.

Lo humano no es un “ser” —no, al menos, como son las plantas, las estrellas, los armadillos o las cumbres nevadas. Lo humano, para el espíritu moderno, es ante todo una conquista. Por eso, dirá Paz, no es la “metafísica” quien puede definir al hombre, sino su historia. La humanidad es un proyecto, una construcción sin término, un permanente más allá. Esto podrá sonar excesivamente ambiguo, pero habrá que empezar por admitir que el hombre no “es” otra cosa que aquello que (él se) imagina. Lo humano no es otra cosa que creación. Aquí ya no pisamos más territorio antropológico: estamos en aguas antropoéticas. El espíritu (moderno) es la anticipación de la conquista. Fundamentalmente, según todo esto, de una autoconquista. Es la victoria del hacer sobre el —anticuado— ser. Estamos en aguas antropoéticas, pero en un sentido casi literal: el hombre es el animal que se fabrica a sí mismo. El hombre es un animal… que —en y por la historia— se hace hombre. Estamos, en otros términos, en el reino del espíritu, en su época.

La posición del poeta es, pues, resueltamente, casi beligerantemente moderna. Y ello queda muy claro cuando, contradiciendo a Savater, Paz afirma el carácter primigenio de la palabra poética. El poema no es, ni en él se expresa, la nostalgia por un sagrado primordial. Lo sagrado no es el Uno que, roto por la escisión —y la desdicha— que constituye a la conciencia, retorna fantasmática e inútilmente en la palabra del poeta. Lo sagrado, para Paz, es una “función” de la imaginación creadora. Lo sagrado no procede de una Revelación, porque la única revelación que es posible aceptar es la de la imaginación misma. Lo sagrado, para el moderno, no es la madre del lenguaje, sino uno de sus engendros. Seguramente, el más noble. Pero nunca será otra cosa que su hijo.

El reino de la crítica no permite usurpaciones. Dios no separó al hombre de su entorno animal otorgándole graciosamente (¿o interesadamente?) la palabra; a la inversa, el crítico sabe que Dios sólo es un efecto de código. La experiencia religiosa, como dice Paz, es subsidiaria de la experiencia poética. Los dioses son los signos que hablan de nuestra facultad de transformar la naturaleza entera en un signo. Por el signo, la naturaleza entera desaparece. Los dioses, entiéndase bien, son signos. En consecuencia, no hay que confundir lo sagrado con el signo, sino percatarse de que aquél es más bien la facultad que poseen los hombres de crear un cosmos simbólico. La crítica, como señalábamos al principio, disuelve todo lo sagrado… para encontrar lo sagrado en el corazón mismo de nuestra facultad de significar, de crear —y de juzgar.

Hasta aquí, por lo demás, nada que el buenazo de Kant podría encontrar escandaloso. Pero, ¿no se esconde en todo esto algo inquietante, amenazador, siniestro? ¿Es el entusiasmo kantiano, el optimismo moderno, un sentimiento, una pasión que estemos todavía en condiciones de compartir sin reserva?

La experiencia originaria no es la plenitud (religiosa). Es, todo lo contrario, su falta. Lo originario es la experiencia de la inadecuación, del desencuentro, del abismo, de la no-identidad. <>, responde Paz, <otro>>.[10] Lo primero es la poesía. Una vez más, resulta, en principio, difícil disentir. Pero sigue siendo igualmente difícil compartir esta especie de optimismo mitopoético. Parecería que, merced a la facultad fabuladora y poética, gracias a la imaginación creadora, los hombres pueden salvarse de su ser (siempre) otros. Como si ese deslizamiento, ese desgajamiento de la identidad fuese algo malo, algo que la poesía —en cuanto experiencia originaria y en cuanto origen de la experiencia— tendría la potestad de exorcizar. Si el hombre es aquella no-coincidencia, ¿podría la poesía sanarlo, en el sentido de reconciliarlo —así fuese momentáneamente— consigo mismo?

Súbitamente, la atmósfera cristiana parecería ceder su sitio a una claridad antigua. La poesía no nos redime ni del pecado (de ser) ni de la muerte: aquélla es, como sospechó Rilke, celebración. <>, ratifica Paz.[11] Pero para enseguida recobrar su pathos monoteísta: la poesía es afirmación porque, como el inconsciente (freudiano), es incapaz de aceptar la muerte. La poesía, como el sueño, es el modo bajo el cual los hombres se imaginan eternos… pero en una eternidad que esencialmente consiste en hacer las paces con todo aquello que, para ser ellos mismos, han debido combatir. Asoma de nueva cuenta la noción de una poesía que nos redime de la escisión y el desajuste que somos. La experiencia originaria, la imposibilidad de permanecer idénticos a nosotros mismos —la maldición de ser “yo”, como rezongaría Cioran—, cede su sitio inmediatamente, casi imperceptiblemente, a una experiencia derivada, domesticadora, apaciguadora, moralizadora; cede su sitio, en una palabra, a la religión.

 

  1.  

El (poeta de lo) moderno, ¿se muestra inevitablemente, culposamente, incapaz de dar la espalda a este horizonte? En resumidas cuentas, ¿pueden la modernidad y el espíritu crítico que la insemina y engalana abrazar el horizonte de la emancipación sin abandonar el horizonte de la reconciliación? ¿Cómo, en otras palabras, evitar que la crítica del dogma desemboque en el dogma de la crítica? ¿Cómo esclarecer o, llegado el caso, hacerse cargo de la sospecha de que la reconciliación no es la abolición de la violencia sino una de sus formas más insidiosas, más siniestras, más perfectas?

La crítica es —necesariamente— una asunción de la violencia, una determinada posición ante y con ella. Al poeta de la modernidad, educado a su gusto o a su pesar en los molinos hegelianos, no puede escapársele que la abolición de la violencia equivale a la abolición de lo más propiamente humano. Con frecuencia sólo le queda, en nombre de un incómodo y tibio humanitarismo, limitar sus alcances. La violencia es inerradicable, pero el espíritu crítico pide, al menos, cierto disimulo. La crítica es, en medio de una guerra sin término, una perpetua solicitud de prudencia. Ello aproxima al criticismo, así sea por la puerta trasera, a una especie particular de cinismo. Educado también, a la buena o a la mala, por la genealogía nietzscheana, el crítico sabe que la crítica es autodisolvente: la crítica del nihilismo es una con el nihilismo de la crítica. Si el pensamiento es un ácido, ¿qué recipiente podría contenerlo por tiempo indefinido? Saber de la crisis, crisis de todo saber: el poeta sólo está obligado a celebrar, pero ni siquiera Octavio Paz —quizá él menos que ninguno— puede renunciar al ejercicio de sus deberes ciudadanos. Está claro que no todos pueden ser poetas, pero, hijos del limo, todos deben ejercer la crítica. De la poesía no podemos servirnos; de la razón (crítica), sería un pecado no hacerlo.

Ahora bien: la larga marcha que define a Occidente no puede ser cuestionada o impugnada desde otro punto de vista que desde la anulación (del sentido) del tiempo. La crítica sólo es capaz de sostenerse si, guiada por el pensamiento dialéctico —que, como vemos, es la formulación especulativa de una recurrente pulsión de reconciliación— se sitúa en un futuro perfecto; la crítica del moderno ha sido, desde Kant, una posibilidad —o incluso una exigencia— confiada a la teleología, es decir, al juicio final. Octavio Paz, y muchísimos como él, a izquierdas y a derechas, están en posición de ejercer la crítica porque juzgan el mundo desde el final de su historia. Si el hombre es menos un animal metafísico que una bestia histórica, su razón crítica coincidirá con el relato de su pasión. Crítica y cristianismo aparecen entonces en su co-pertenencia, en su co-implicación. La crítica es posible sólo desde el punto de vista de la consumación, del cumplimiento de los tiempos.[12] Por eso, la genealogía nietzscheana, como por lo demás no podía ocultársele a Paz, representa menos la crítica que la disgregación de la modernidad. En la experiencia del Eterno Retorno el ser de dispersa y disemina <>, escribe Paz, <>.[13] Un desvanecimiento que a Paz no le ofrece interés alguno; pues la crítica, justamente, lo que intenta es romper ese círculo infernal. La genealogía de Nietzsche anula el sentido del tiempo no para disolver los instantes, sino, exactamente al contrario, para obligarnos a reconocer —y experimentar— su carácter único e irrepetible.

Que el tiempo sea utilizable o no —he ahí la gran diferencia entre lo crítico y lo trágico. Me parece que el pensamiento de Paz no se inscribe nunca plena y decididamente en uno u otro de los extremos; más aún, me atrevo a sostener que la fuerza y la especificidad de su poética consiste precisamente en esa oscilación, en esa indecisión entre ambos límites. Paz es un poeta de la modernidad, pero, asumiendo hasta el fin sus premisas, se halla siempre a punto de transgredirlas. Se trata de romper el conjuro del Eterno Retorno, pero se trata también de experimentar la disolución absoluta de la ilusión del tiempo, esa ilusión que es, en su tuétano, en su imán, la energía de Occidente. ¿Se encuentra Paz en el umbral que separa al nihilismo occidental —siempre en proyecto— del nihilismo oriental —materialmente realizado—? ¿No ocupa el poeta precisamente el lugar de esa vacilación?

Por este costado volvemos a la pregunta crítica fundamental: ¿qué —y porqué— es el Mal? La crítica es la creencia en la posibilidad de, si no salvarnos de una vez por todas, al menos someter al mal a un proyecto común. Hacer de la nada y de la muerte algo nuestro. Humanizar el vacío. Si no es posible abolir la violencia, al menos convertirla en trabajo (productivo). Hacer del mal una creación del —y para el— Hombre. Sin embargo, ¿abraza Paz abiertamente esta alternativa? Tal vez sea la asunción simultánea de las dos posibilidades lo que haga del poeta un crítico (en gran medida exasperante) —y del crítico un poeta (por muchas razones alucinante). El viceversa es igualmente posible. Porque Paz no busca expresamente una (la) religión: se dirige a un “no sé dónde”, al detrás o al antes de las religiones. Se encuentra literalmente fascinado por la crisis —nunca por su (resignado) desenlace. Sabe que ese mal histórico que padece Occidente lo es porque siempre desemboca en la insignificancia. Su visión de Occidente, por lo demás, dista mucho de ser monolítica; reconoce una tradición central qué él llama grecorromana, y múltiples corrientes que corren paralelas, perpendiculares, oblicuas o enfrentadas a ese tronco. Occidente es esta tradición —y también lo componen sus contracorrientes y sus rupturas, sus heterodoxias y sus cismas. A Paz, como poeta, le preocupa principalmente la otra realidad, la que nunca ha llegado a cristalizar, la realidad perdida; pero, como crítico, sólo piensa en la violenta realidad que le circunda, que le miente y le atosiga y le persigue sin cesar con la amenaza de cortarle las alas. Su pasión, en tal sentido, es inocultablemente moderna: no rompe el curso del tiempo, sino que lo intensifica. <>.[14]

 

  1.  

Paz se sabe lo suficientemente moderno como para cantar a la modernidad su homenaje —sin evitar demorarse y gozarse en su escarnio. Si la deidad del moderno es la historia, hay que profanarla con la destrucción/recreación poética —es decir: insensata, corporal— del tiempo. <<Ésa es la paradoja de nuestra condición: nuestras experiencias fundamentales son casi siempre instantáneas, pero no son históricas. Nuestras experiencias no son históricas pero nosotros lo somos. Cada uno de nosotros es irrepetible, pero la experiencia de la muerte o la del amor son universales y se repiten>>.[15] La poética es, o, mejor dicho, nace de esa doble, contradictoria exigencia. Ahora bien, ¿qué clase de crítica podría esperarse de la poesía? ¿Es racional semejante tribunal, o lo que procura, por el contrario, es dejar o hacer hablar a la pasión? ¿Es posible pensar en una crítica del cuerpo y para él? ¿No sería tal crítica, literalmente, algo demoníaco? En una palabra, ¿seguiría siendo crítica una posición ante la vida que confiara menos en la educación que en la espontaneidad, menos en la retórica que en la erótica, menos en la reconciliación que en el desgarramiento?

Formulemos esta inquietud de otra manera: la crítica, la famosa <> que corroe —y, según se mire, dignifica— al poeta, ¿desaparece o se intensifica cuando emerge la cuestión fundamental: la pregunta (de, por) acerca de la muerte, la posibilidad de encarar el “mal radical”? Agradezcamos que Octavio Paz no se ande con circunloquios cuando afronta semejante encrucijada. La civilización del progreso reposa íntegramente en la negación y en el ocultamiento de la muerte: <>, apunta, <>.[16] ¿Quién de nosotros podría negarse a suscribir tal impugnación? El proyecto crítico, ¿consiste por consiguiente en colonizar el futuro, o en abolirlo? ¿No es el cuerpo —simultaneidad de vida y muerte— lo único que podría desengañar al hombre respecto del sentido de sus estrategias para intentar con ellas escapar de la finitud? ¿No es precisamente eso que condena al hombre —lo mismo que podría ser capaz de redimirlo?

Si la poesía tiene en verdad algo que ver con el cuerpo —abolición del futuro, fulguración del instante, fuga de la presencia—, ¿cómo podría seguir juzgándose el mundo desde el (típicamente moderno) punto de vista de la redención? Quizá Paz querría juzgar al espíritu desde el cuerpo —pero sabe que el cuerpo es ya, sin remedio, un espíritu… en busca de sí mismo; porque sólo el espíritu parece saber que el “sí mismo” no está dentro de sí. La crítica tiene sentido únicamente como método de creación. Pero, ojo, sólo podría ser creación alojando dentro de sí todo aquello que también podrá destruirla. ¿No es eso el poema? ¿Una afirmación invadida por lo que niega —una negación afirmativa? ¿Una palabra sostenida, enervada, amenazada, alimentada por el silencio? ¿No es esta ambigüedad y esta fisura interiores a todo discurso aquello que se encuentra en la base de todos los fenómenos contemporáneos de fusión de los géneros y de anulación de fronteras? ¿No es el poema una fundación en la exacta medida en que es una desintegración?[17]

La poesía es corporal, es una pasión y una crítica, es una impugnación y una réplica, porque es el presente. Pero el presente, ¿es?

 

Tiempo puro: aleteo de la presencia en el momento de su aparición/desaparición.[18]

 

El presente no es (sólo) presencia ni es (sólo) ausencia; sino, tal vez, la barra que los enfrenta y separa, el no-lugar donde se aproximan y destruyen, el vértigo mismo del no-ser. Ahora bien: Paz cree en la posibilidad de conjugar la crítica, esencialmente activa y disolvente, con la visión poética, que es analógica y pertenece a las (mágicas) relaciones de correspondencia. En este sentido, la pasión crítica del poeta sólo se hallaría a sus anchas en la tormentosa soledad del romántico. La crítica practica la demolición de la religión, pero el moderno quiere creer que la religión verdadera es la imaginación creadora… de (nuevos) mitos. La poesía no funda nada que no pueda destruir… de un plumazo. No funda nada fuera del tiempo, porque justamente está hecha de tiempo, pero de un tiempo otro, de esa alteridad absoluta que es el tiempo. El poema es resultado de un conflicto, la esquirla que se desprende del choque entre la lucidez y la parte ciega, animal, del hombre. La poesía, si es crítica, lo es porque sabe que no puede resolver absolutamente nada. Nace del choque y habita en él: la poesía es una fricción y una transgresión de sí misma, un autosuplicio, una pérdida… ¿Qué puede edificarse con esta extraña, ambigua, revulsiva, indecisa acompañante?

 

  1.  

Puede advertirse ahora que la relación entre la crítica —que es obra de la razón, la gran conciliadora— y la poesía —hija del conflicto irreconciliable, del tiempo por siempre y de siempre perdido— es una relación de, al menos, difícil concordancia. Jamás alcanzan la identidad porque probablemente jamás busquen la misma cosa, o la misma experiencia. El crítico, aunque podría no saberlo, o no quererlo, necesita tierra firme. Necesita un punto de partida, un no-más-allá del pensamiento, un fundamento inexpugnable para su acción. El crítico, para decirlo todo, pertenece a la categoría de los fieles. Es un juramentado. Un cruzado, un convicto. El crítico no puede serlo sin aceptarse a sí mismo como un animal dominado —¡domado!— por sus convicciones. En una palabra, el crítico sabe qué está bien —y qué está mal. ¿Lo sabe el poeta? ¿Lo sabe de cierto?

La poesía es el qué y el quién que no son un Yo —y tampoco un nosotros. Si es poesía, nunca es (el) yo el que hace poesía, lo que se abisma en el flanco profundo del lenguaje, eso que vacila en la herida que es la palabra, cada palabra proferida que azorada se contempla —o se escucha— a sí misma. Lo cual no significa que en la poesía, como parecería creer un André Breton, habla directamente el (lo) inconsciente. Eso que habla es la multiplicidad. Eso que habla es el exceso. Eso que habla es la desproporción. El poeta lo es sólo a condición de no suprimir esa pluralidad. El poeta dice: <yo suprimido, el yo corporal, el yo indecente, el yo cínico, deben hablar a través de la voz del escritor. La página está viva si en ella aparecen las voces suprimidas>>.[19] ¿Aparecen en la crítica? ¿No es justamente la crítica la supresión de esa multiplicidad, de ese vocerío, de esa inaudibilidad, de ese silencio que la poesía querría poner en obra?

No sé si la poesía sea capaz de escuchar la voz de la muerte —eso que también Octavio Paz llama <voz carnal>>— sin perecer en el intento. No sé si ese perecer sea una buena definición de la poesía misma. La música y la sexualidad me parecen más próximas a ella, pero lo son porque también son lenguaje: también son transfiguración. Pero sería forzado negar que la posibilidad de la poesía radica no en la unidad del hombre consigo mismo, y ni siquiera en la correspondencia de los signos con un mundo que les precede y trasciende, la <> a la que tantas veces y de modos tan evocadores apunta Paz. El lenguaje es posible porque el hombre es una quiebra, una rajadura, una fisura, una grieta, una cuarteadura: experiencia y conciencia de la pérdida. Lo humano no podría, mediante la crítica —¡pero tampoco, según todo esto, mediante la poesía!— situarse “más allá del bien y del mal”. Por su orfandad constitutiva, por su naturaleza expósita, por su —eterna— caída en el tiempo, el hombre, irremisiblemente, es el mal. Pero lo es porque, y sólo cuando, es consciente de ello.

El mal es constitutivo, lo humano y el mal no pueden ser separados sin provocar un mal mayor, un mal de proporciones humanas, un mal duplicado, un mal degradado, un mal infinitamente más terrible porque puede disfrazarse del (supremo) Bien. La erradicación —crítica, o política, o religiosa: formas ligeramente distintas de una misma pulsión moral— del mal es el más perverso de todos los males. El mal que nos hace creer que podría no existir. El mal “con rostro humano” —que es la supresión de lo humano.

Creo que la crítica, por más apasionada que se presente, desmerece enormemente ante las pasiones a las que obedece esta cosa que desde el comienzo llamamos “poesía”. La poesía sabe que nada puede ser juzgado. Nada, al menos, puede ser llevado a un tribunal exterior a la palabra, o a la experiencia, o a la existencia empírica. La crítica, como ha mostrado Kant sin el menor resentimiento y sin el menor cargo de conciencia, ha sido siempre y en todas partes deudora de la teología: finalmente, el tribunal de la Razón se parece quizá demasiado al tribunal del Gran Inquisidor. Para juzgar con confianza se necesita la fe… en el Ser Supremo, en el Garante Supremo, es decir, en la negación abstracta del Mal: de la nada, de la muerte, del tiempo, de ese abismo sin aristas y sin escalas que es el “presente”.

Por lo mismo, creo que podríamos conceder, así sea de manera preliminar, que el juego de Octavio Paz consistía esencialmente en demostrar que sólo devorándose a sí mismo, manteniéndose con angustia y alegría en la línea de fuga que es el lenguaje puede el crítico abandonarse a la poesía y el poeta seguir siendo vigilado por el crítico. Paz es en gran medida el resultado de esa colisión, no de su (feliz) conjunción. Citaré, para terminar, a un poeta siempre venerado por Paz, a Henri Michaux:

 

Por el contrario, caminar por las dos orillas del río es un ejercicio, bastante cansado por otra parte. Con frecuencia se puede ver a un hombre (un estudiante de magia) remontar un río, caminando por ambas orillas a la vez; está tan preocupado que ni siquiera nos ve. Lo que está haciendo es delicado y no puede permitirse ninguna distracción. De pronto se podría encontrar en una sola orilla y, entonces, ¡qué vergüenza![20]

 

Si Paz hubiera sido una cosa en lugar de la otra, quizá sería mejor poeta, o mejor crítico; pero podemos dudar seriamente de que habría sido más humano.

 

 

[1] Universidad Autónoma de Zacatecas.

[2] Octavio Paz, “Discurso de ingreso”, en Memoria de El Colegio Nacional, vol. 6, núm. 2-3, México, 1967-68, p. 61.

[3] Cf. Jorge Aguilar Mora, La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz, Era, México, 1978.

[4] Kant y Schelling son testigos que en adelante, aun sin mencionarlos expresamente, convocaremos una y otra vez.

[5] Octavio Paz, op. cit., p. 62.

[6] Por ejemplo, Hugo J. Verani, “Octavio Paz: pasión crítica”, en Octavio Paz, Pasión crítica, Seix Barral, Barcelona, 1985, p. 7.

[7] Fernando Savater, “Octavio Paz: “La poesía es el origen de lo sagrado””, entrevista publicada en el “Suplemento Cultural” de Últimas noticias, Caracas, No. 67, abril de 1979.

[8] Cf. Octavio Paz, El ogro filantrópico, Barral, Barcelona, 1979.

[9] Octavio Paz, Pasión crítica, pp. 182-183.

[10] Ibid., p. 184.

[11] Ibid.,  p. 187.

[12] Cf. Roberto Esposito, Confines de lo político, Trotta, Madrid, 1996.

[13] Octavio Paz, Pasión crítica, p. 194

[14] Cf. “Cuatro o cinco puntos cardinales”, entrevista con Roberto González Echavarría y Emir Rodríguez Monegal, Plural, Núm. 18, 1973.

[15] Ibid.

[16] Cf. Rita Guibert, Siete voces, Novaro, México, 1974, p. 215.

[17] Octavio Paz, Los hijos del limo, Seix Barral, Barcelona, 1974, p. 87.

[18] Ibid., p. 227.

[19] Rita Guibert, Siete voces, o. c., p. 253.

[20] Henri Michaux, En otros lugares, Alianza, Madrid, 1983.