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Tachas 467 • El enigma de Enrico Duvain • Diana Alejandra Aboytes

Diana Alejandra Aboytes Martínez

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Tachas 467
Tachas 467 • El enigma de Enrico Duvain • Diana Alejandra Aboytes

La galería lucía a su máxima capacidad. Se habían dado cita a la inauguración todos los amantes del arte del pincel; uno que otro llegó impulsado por la curiosidad y el hambre de los bocadillos que acostumbran dar al final de la misma.

Entre los asistentes figuraba un caballero, Enrico Duvain, conocido en la elite social por su holgada economía y el gusto por la cultura. Contaba con el privilegio en su buen porte y soltería. Era del tipo de hombres a quienes la madurez regala un aire interesante.

Recorrió las salas, se exponían obras de un pintor prolífico. Desnudos de bellas féminas caracterizaban su trabajo. Era notorio cómo en cada curva deslizaba su trazo varias veces, como queriendo hacer suyo cada espacio. La pasión con que delineaba sus pinturas parecía quedar contenida en ellas.

Enrico admiraba cada obra, pero la rutina le cegaba y le parecía que todas eran como otras tantas de cada exhibición. Faltaba por caminar otra sala, estaba a punto de desistir pero algo le empujó las ganas y en breve ya la recorría. Sus ojos llenos de monotonía miraban sin ver, hasta que topó de frente con un cuadro donde la musa fue perfilada de cuerpo completo. Cabellos largos caían suavemente por sus hombros, su picara y expresiva mirada fue cautelosamente grabada en el lienzo, tanto, que él sintió cómo esos ojos lamían su mirada provocándole reacciones químicas. Los carnosos labios sensualmente coloreados en intenso carmín semejaban pulposo fruto. Sus redondeados pechos finamente realzados por un rosáceo pezón. Las pronunciadas caderas sostenidas por unas torneadas piernas. Finalizaba el paisaje con unos menudos y descalzos pies. A su desnudez sólo la ornamentaba un collar de rubíes que le fue colocado en relieve.

Sin perder tiempo, Duvain buscó al artista para pagar lo que fuera y llevar a su hogar la belleza. Llegó a casa. Desesperado, cual niño arranca la envoltura de su nuevo juguete, parecía encontrar placer en cada rasgueo del papel que lo cubría. La observó nuevamente y buscó espacio entre obras de reconocidos autores que pendían de sus muros. Colocó luz a los pies del cuadro y la iluminación intensificaba el magnetismo de la pintura.

Subió a su recamara satisfecho de su nueva adquisición. El sueño lo abrazó. Sin resistirse a él, ya en breve dormía profundamente. Al amanecer, Enrico despertó cansado, pero con ese agotamiento placentero que sólo el sexo proporciona. No prestó importancia. Se duchó y salió al desayuno que las reconocidas Corcuera y Santibañez ofrecían, con afán de figurar en las páginas de la socialité.

El caballero llegó entrada la noche a casa, con el buqué del Vermouth en la sangre y las ganas de dormir cerrándole los ojos. No supo cómo pero llegó a su cama. Cerró los ojos y se perdió. Al poco rato sintió el resbalar de un cuerpo sobre el suyo y unos labios recorriendo su cuello… besos que bajaban lento a los lugares precisos donde el placer es imperioso.

A la mañana siguiente le vino el vago recuerdo de lo sucedido en la madrugada. Supuso que los sopores etílicos lo afectaron al grado del delirio. Era domingo, decidió salir a la plaza y conversar con viejos amigos. Volvió temprano, las desveladas ya no las toleraba. Se recostó, tomó el libro empastado en piel, leyó por buen rato hasta que sintió necesidad del sueño. Avanzó la noche y un rayo de luna se coló por la ventana, claroscuros que fueron aprovechados por la misteriosa mujer que poseía deliciosamente el cuerpo de Duvain. El violento cabalgar de ella logró que él despertara. El hombre, entre el placer y el asombro, no sabía que ocurría. Veía unos largos cabellos agitándose de un lado a otro y el brillo de un collar dando destellos a unos pechos en movimiento. La intensa mirada de ella chocó con la de él. Fue entonces que reconoció a la musa de su nueva compra.

Pasaron los días, todo era calma en esa casa. Los amigos comenzaron a echar de menos a Enrico. Era extraño no verlo en las reuniones acostumbradas. Preocupados, decidieron buscarlo en su casa. Llamaron a la puerta sin obtener resultados. Tomaron la llave de emergencia y apuraron a pasar. Recorrieron todo sin encontrar nada extraño. Uno de ellos, con el rostro desencajado, miraba el cuadro con la pintura de la galería. En segundos todos se unieron a mirar…. De frente y desnudo, Duvain aparecía pintado en la obra, y la mujer abrazándole por la espalda.




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