miércoles. 24.04.2024
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Cristal

 Julio Edgar Méndez

-¿Sabes quién es el Quijote de La Mancha?

Y en las ventanas de sus ojos se asomaban la ignorancia y la alegría. Juntas eran como bálsamo para la insensatez. En el cristal incoloro de sus senos pequeños, en los huesos protuberantes de sus costillas, en las piernas largas como esperanza lúdica, en sus labios sin inocencia y sin capacidad de ser ambigua, la niña jugando a mujer fatal ni siquiera dudó en su respuesta:

-¿Un señor que no se baña y tiene una mancha?

-Sí. Le dije.

Después seguimos discutiendo si la luna era realmente un queso o sólo la parte visible. Preferí  hablarle de nubes rosadas, planetas extintos, de mares ajenos, de luces fantasmas, de auroras que besan y callan, de ocultos temores, de cuartos para las doce y un apurado descuido. Pero de eso entendió menos. En el hueco donde descansa su cerebro, sin más estímulo que los reflejos primarios, habita una suerte de bestia con ojos profundos y cuerpo deseable.

Salimos, apenas amaneció, a buscar ese hoyo profundo donde descansan la lucidez y los remordimientos. Ya no le hice preguntas, ya no me dio más respuestas que sus labios mordiendo los míos, y sus manos sin grietas tocaban el interior de mis únicos cuatro sentidos despiertos. Así nos fuimos amando. Ella dejó su parte visible en mi cama, yo insuflé mi espíritu en cada rincón de su poca conciencia. Y así se fueron los días, porque las noches se quedaron enteras para nosotros. Quién sabe de dónde cayó, porque ni ella se adelantaba a la película de su vida, ni a mí me interesó que lo hiciera. Los sueños sólo pueden vivirse dormido. Y es que era como salir de la ruta para turistas y perderse en los laberintos siniestros de los desencantados. Una a una llenamos las urnas doradas de nuestro funeral ya previsto desde el abismo ojeroso de luces escandalosas y espejos desnudos. La amé como solo sucede cuando llegamos retrasados a nuestra propia desgracia. Me amó. Me dijo al oído: “Cuéntame más historias antes de que se me quite la borrachera”. No se le quitó jamás. Juntos nos embriagamos de nuevo, hasta perder la inocencia que nunca tuvimos, para simular que somos reales: un cristal empañado.