viernes. 19.04.2024
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Viernes, diciembre

Rafael Palacios

Viernes, diciembre

Para Claudia Soad, con todo el amor del mundo.

Lo que realmente pasó cuando volví a Guanajuato fue que estuve despidiéndome, como siempre. Tengo mis gestos, me los sé y los conozco como míos, porque los repito miles de veces, en cada despedida o en cada oportunidad que existe para cerrar con un ciclo que me daña: Entrecierro los ojos y conforme me siento cercano, termino por cerrarlos por completo, respiro profundo, el estomago y el pecho se me inflan de manera continua, me sudan las manos, las pongo entrelazadas en mi nuca; como si no creyera que me estoy yendo. Porque he aprendido que la partida en mí, siempre es inevitable y es mejor esperarla en calma.

Me despedí de esa manera. Con los abrazos que hace años aprendí, que son los mismos que te di cuando llegué. Son unos abrazos donde hundo los dedos sobre la espalda y las costillas de la otra persona, y siento que las manos se convierten en una suerte de alambre de púas que enrollan el cuerpo y no dejan escapar. (Alguna vez te abracé así).

Antes bebí un par de cervezas y me quedé despierto toda la noche. Me puse a llorar, sin quererlo, en la banda del equipaje. Lloraba por ti: por las carreteras recorridas, por las noches de tormentas inclementes en Tampico, por las tardes de 40 grados a la sombra, por aquella ocasión en que duramos horas tirados con la frente al piso, implorando que aquella balacera, afuera de la torre de gobierno, acabara pronto, lloraba por los setenta y cinco muertos de San Fernando; lloraba porque tú pudiste ser la setenta y seis, por el doctor Torre Cantú y los sueños rotos; aniquilados en aquella carretera rumbo a Soto la Marina. Recordé todas las veces que recorrimos (paradójicamente), El Cielo, con el alma en un hilo; hice de tripas corazón porque otra vez me marchaba de un lugar y no había nadie ahí para despedirme. Recuerdo que la señorita de los boletos me miró con pena.

Ya en el avión, se sentó una señora que me preguntó a qué iba a Guanajuato. Yo le conté que vivía ahí contigo, en Guanajuato, que teníamos una gata llamada Velvet, que teníamos muchas plantas que tú cuidabas con esmero, y que me esperabas en el aeropuerto, dije que vivíamos en el centro de la ciudad, porque es fácil inventarse una vida en el centro de cualquier ciudad. (Alguna vez me inventé una vida en el centro de Ciudad Victoria).

La señora me preguntó por ti, me escuchaba con atención y entonces lo conté sobre la única cosa en la que no mentía. Te descubrí ante ella físicamente, tu acento del norte, como yo era para ti un “pelado” del Bajío, un “vato” muy raro, le conté de tu pelo rizado y enredado, como con cada llovizna se venía hacia tu mirada que todo lo llenaba, y la tapaba; tus ojos hermosos y claros, como de agua de río (esa extraña circunferencia que coronaba tu iris), tu risa de un color tenue y la timidez contrastante a quien eres en tu trabajo, ese carácter tuyo: rígido con los demás, pero suave cuando hablabas conmigo, tu manera de decidir en los momentos críticos y ese trato tan humano que siempre me atrajo desde que soñé despierto esa noche. Yo, un desastre de veintisiete años, con un pantalón desgarrado por donde escapaba la realidad y la tristeza; encontrándote a ti, imaginándote ya desde hace mucho tiempo y sin creer que estábamos ahí desde antes que lo pensáramos.

Estuvimos hablando un rato.

Era una señora grande, que quizá podría ser mi abuela. Y como ese viaje, volviendo de Ciudad Victoria era inventado, inventé que mi abuela lo era. Estuve con ella, atendiéndola, dándole la pastilla que me dijo, siempre tomaba previa a cualquier viaje. Le pedí agua a la azafata, se la serví y le di una almohada extra, mi abuela inventada me miró agradecida; cerró los ojos y pude ver como descansaba. Dormí sentado cerca de una extraña, pero sabiendo que era lo único que podía aferrarme en ese momento de vacío y soledad, sabiendo que abajo me esperaba Guanajuato, sin ti.

Pensaba en todo, en mi familia, en la Tamaulipas que se escribe con Z, en la Tamaulipas que todo lo da y todo lo quita, en ti y la Secretaria del Medio Ambiente, en los peritajes ambientales y las gasolineras, en como tuvimos que salir corriendo, cuando pasamos por Reynosa para no ser decapitados por los narcos, en como en realidad, te perdí en San Fernando; en mi abuela de mentira, en Guanajuato y sus plazas y túneles, en el aeropuerto y sus sillones fríos, en mis amigos que ahora están en Veracruz, en el Distrito Federal, en Guadalajara, en París y San Salvador; pensaba en mis lágrimas de la banda del equipaje y las palabras que nos decíamos en el centro de Guanajuato donde tú y yo teníamos una gata que se llamaba Velvet y vivíamos en un departamento en el centro de una ciudad inventada. Un dolor de cabeza intenso me tenía con insomnio, pude leer un poco, pero el periódico me recordó la realidad que viví; preferí mantenerme sentado, con los ojos cerrados.

Estaba débil. Era el final de ese mes de asco. Veía toda la arboleda del Bajío desde muy alto. Miraba todo lo que hay: enormes sembradíos de trigo y sorgo, carreteras rectas, puentes recién hechos; Celaya como siempre, en obra negra. Veía desde lejos a una ciudad que aunque no es la mía, la amo como si lo fuera, una ciudad que nunca volveré a ver desde tan alto.

Aterrizamos. El golpe contra la pista me despertó de mis pensamientos y me sacó del vacío que tenía dentro. Mi corazón flotaba en el aire. El dolor de cabeza se había esfumado, pero el del alma, estaba por aflorar.

Salí con mi pequeña mochila, donde cabe todo mi mundo. Miré para todos lados porque quizá ese día coinciden las vidas inventadas con las reales y de momento, la existencia tiene sentido. Pero solo un montón de extraños abrazándose y seguramente entrelazándose como si sus dedos fueran alambres de púas, aferrándose al cuerpo del otro.

Avisé por teléfono que había llegado con bien, en casa, una voz adormilada sólo me respondió, “¿para eso me despertaste?”. Un señor amable me dijo que mi mochila iba abierta, esa mochila que ando trayendo en todo mi ajetreo, ese morral que me hace creer que mi vida cabe en ese espacio reducido, que me da esa sensación de tranquilidad porque a veces pienso que no tengo pasado inmediato, nada detrás de mí; pero otras, mi mochila me hace creer que llevo miles de ladrillos en ella y me pesa, que llevo varios cadáveres arrastrando, entonces, tener mi mochila en los hombros duele mucho.

Tome un camión directo del Benito Juárez a Guanajuato. Aguanté las ganas de llorar al pasar por el parque, luego, el Cubilete que me provoca tanta pena porque parece que me recibe con los brazos abiertos, pero los recuerdos se agolpan terribles y lamento seguir aquí, sin poder hacer algo bueno por mí o por la gente. Anochece y hace frio, es diciembre en Guanajuato.

Llegué a la Plaza del Baratillo buscando mi antigua banca, donde tallé con un vidrio de cerveza, una G y una C... o es qué sólo imaginé qué en Guanajuato tenía una banca en una plaza, tallada con un vidrio de cerveza. Vi que era muy tarde y que ni siquiera había turistas insomnes en la calle, caminé a mi casa en el centro, vacié mi mochila llegando, sin Velvet, sin plantas, sin ti; amaneciendo.