Teresa Salgueiro y la autoridad de los poetas • Carlos Ulises Mata
el viaje de vuelta del volumen melódico original…”

Canta con los ojos cerrados, enuncia para sí, y lo que el espectador fascinado escucha es el viaje de vuelta del volumen melódico original, el eco de la voz de Salgueiro salido por la vía de sus labios luego de completar el recorrido por el ámbito de sombras que se oculta en su plexo. El tránsito de ida y vuelta del sonido articulado a todas luces resulta purificador: el eco de la voz, que podría prescindir del micrófono, irradia su transparencia en todas las direcciones y al recibirse en los oídos, caras, manos y sexos de los espectadores los marca con un toque primordial de agua cristalina y fresca.
Situada siempre al borde de la invisibilidad, a la vez concentrada y oculta debajo de las luces de los reflectores, durante los 90 minutos de su concierto en el Teatro Juárez apenas se mueve en un radio de dos metros cuadrados.
Mas no se crea que la irradiación musical emitida por Teresa Salgueiro forma sus líneas de rocío y de lluvia nocturna sólo con gotas de agua dulce. Justo al contrario, las canciones elegidas para interpretar en Guanajuato son predominantemente tristes (“La golondrina”), coloreadas por la nostalgia (“Fina estampa”, “Canción mixteca”), la desazón y hasta la rabia (“A Cidade”), aunque en un par de momentos con timidez se asome la esperanza, por ejemplo en la canción que da nombre a su más reciente disco: “Horizonte”, tomado del poema homónimo de Fernando Pessoa, del libro Mensagem).
Situado en el segundo tercio de su recital, “Horizonte” pasa del grito desesperado (“Ali se eleva o meu canto / É as distáncias que grito / Este delirio, este espanto / Que em tantos días eu sinto”) a la declaración valiente de su destino: “Cumpro cantando / un destino que é meu”, vocación amorosa en la que a fin de cuentas se encuentra el encanto de vivir, pues, como concluye Salgueiro, autora de la letra (traduzco al vuelo): “Y si no es por amar tanto, de qué me sirve vivir” (frase inapelable que, quién lo negará, podría haber firmado el mismísimo José Alfredo Jiménez, de quien la portuguesa estrenó en Guanajuato una emocionante versión de “El hijo del pueblo”).
Cuesta trabajo creer que una mujer tan menuda, una pieza de apariencia tan frágil de la mecánica cósmica, sea responsable de poner en marcha con el solo instrumento de su voz una rueda de la fortuna tan vasta de emociones, recuerdos, ensoñaciones instantáneas y de atmósferas.
¿Cómo se explica ese fenómeno? Me he sometido al dominio de su voz y su carisma las tres ocasiones que ha estado en Guanajuato; tengo sus discos; he visto varias veces la película de Wenders. Armado de esa memoria, arriesgo una respuesta. La de Teresa Salgueiro es la autoridad de los poetas, los que ha leído y cita en entrevistas (Pessoa y más Pessoa); los que hace propios al cantar sus piezas (Violeta Parra, José López Alavés, Chabuca Granda); aquellos cuyos poemas adapta para funcionar como canciones (José Saramago, cierto rey portugués); los que le dan las palabras que amparan sus discos: “se abre la tierra en sonidos y colores; y al desembarcar hay aves, flores”.