Hay amores y amores
Karen Jiménez Mercado
Celia esperaba como cada día la llegada de su esposo. Llegaba poco antes de las seis de la mañana para estar cuando los niños –sus sobrinos– se despertaran. Ellos no pudieron tener hijos propios (perdieron a sus gemelos por una olla de presión en la cocina que interrumpió el único embarazo de Celia), así que criaban con esmero los del hermano de ella, quien viajaba constantemente con su esposa. Pero lo que aparentaba ser una tierna escena familiar, era en la realidad un juego cruel y una mentira piadosa. César, el esposo de Celia, se había enredado con otra mujer y ella le había dado un hijo. En aquellos tiempos convenció a su esposa de liberar al pequeño de una infancia escandalosa, pidiéndole el divorcio y casándose con la madre para darle un apellido al bebé, tras del cual vinieron otros y otros y un buen día la nueva señora de Frank exigió sus derechos de tener a su marido viviendo con ella y sus hijos. En un giro de la vida, Celia se convirtió en la otra: esperando puntualmente para escenificar la hora del desayuno, lavando y planchando el traje que ese día César llevaría al trabajo. Todos los días, rigurosamente, desde su juventud hasta más allá de los ochenta años, llevaron adelante este acuerdo y ante la familia Celia siempre le dio su lugar como marido, pues nunca dejó de amarlo a pesar de todo. Y él a ella, a su modo, pues cada mañana, antes de irse, se lo recordaba una y otra vez, con mensajes, detalles, palabras y regalos.
Pero esta mañana sería diferente: el nunca llegaría. Un autobús lo atropelló rumbo al trabajo, dejándolo en coma por unos días antes de finalmente morir. Ella no pudo estar con él en el hospital, ni nadie de su familia, pues la nueva esposa defendía el secreto como una fiera. Sus hijos, nietos e incluso bisnietos, no sabían –ni deberían saber– nada sobre la existencia de Celia. Ya anciana, sola y sin un centavo (la casa había estado a nombre de su marido y sólo sus sobrinos lograron finalmente convencerlo para venderles la propiedad y así no dejar sin techo a su mujer), sólo pudo llorar en silencio pues no pudo asistir al funeral ni al entierro, ya que los medios estarían presentes y la historia podría salir a la luz. Los Frank eran una familia reconocida en el mundo empresarial y no había espacio para el escándalo, por romántico que hubiera sido. Pero no estuvo sola al final; sus sobrinos, sobrinos nietos y bisnietos estuvimos con ella apoyándola en todo y brindándole el cariño que merecía, y poco después se organizó un homenaje que reunió a cerca de ciento veinte familiares de toda la República y algunas partes de Estados Unidos, todos juntos, agradeciéndole a la chaparrita de cabello de plata y ojos azules el inmenso e incondicional amor que nunca dejó de repartir a manos llenas, aun más allá de ella misma.
Las mujeres hasta principios del siglo XX eran ejemplo de sumisión y abnegación. Aún en los cincuentas las historias en pantalla estaban repletas de mamás campanita y abuelitas a lo Sara García, lavando platos mientras les “festejaban” el 10 de mayo, callando infidelidades y maltratos. Ningún sacrificio era suficiente para mostrar el gran amor hacia su hombre y sus hijos. Pero llegó un cambio que giró la historia drásticamente. La liberación femenina invirtió la posición sobre el matrimonio y la maternidad a una drástica intolerancia en la que cada día aumentan los matrimonios relámpago que se rompen como cristal a la primera provocación (el récord que recuerdo en mi familia fue de dos meses, aunque en el medio del espectáculo se ha llegado a medir en horas). Las prioridades de la mujer cambiaron y descubrió que para amar al prójimo como a sí mismo, debía amarse primero, poner sus propias necesidades por encima de las de los demás… pero llegó al punto de sólo verse a sí misma y sólo preocuparse por ella, sin querer tomar la responsabilidad de alguien más, pareja o hijos. Y no, no sólo ella, porque el hombre también se liberó: se liberó de la liberación femenina y decidió tomar la opción de no depender de la mujer como los hombres de antaño, que no eran capaces de vivir solos sin caer en el desastre total. Ahora, liberados los dos, los acuerdos de “hasta que la muerte nos separe” perdieron significado, quizás un “hasta que me divierta”, “hasta que me atraiga alguien más”, “hasta que tengamos un desacuerdo”, “hasta que me encuentre a mí mismo”, en fin, que ahora para encontrar la media naranja, habrá que buscar entre miles de limas, limones, toronjas y mandarinas, y quizás pedir que esta vez sí sea para siempre.
Mis padres se conocieron cuando tenían 5 y 6 años de edad respectivamente; a los 11, mi mamá decidió que él sería el hombre de su vida. Como su amiga y confidente lo fue conociendo poco a poco y cada vez se enamoraba más de él. Pasaron cinco años para que mi padre finalmente se declarara y formalizaran su relación, y otros tantos para contraer nupcias. Fuera de todo estereotipo de la época, mi familia fue un matriarcado evidente y sorprendía que siendo ambos de carácter fuerte y determinado, no estallaran en combates dignos del Coliseo romano. Y es que ella tenía un arma secreta: cada discusión le daba la oportunidad de burlarse de él, de ella y de la situación en general; lo que comenzaba con una amenaza nuclear, terminaba siempre en risas, y a menudo carcajadas al borde de las lágrimas. Vivieron altas y bajas y siempre se apoyaron uno en el otro. Ellos me enseñaron que el amor para siempre sí existe y es posible cuando ambos ponen de su parte. Más allá de su 60º aniversario, mi mamá se adelantó y dejó a mi papá cuidando de su nieta un poco más. Él esperó pacientemente y cuando estuvo listo la buscó, para reunirse con ella y continuar el amor que habían comenzado de niños. Poco tiempo antes, mi padre me confesó que siempre supo que mi mamá era la mujer perfecta para él. “¿Cómo lo supiste?”, pregunté. “Ella me lo dijo”, respondió.