Amores de a metro
Christian Godoy
Sintió una lagaña rasposa y el tufo ácido por no haber desayunado, se acomodó un poco su tieso despeinado y bajó del autobús con su lonche totalmente aguado. Sacó la hoja con las indicaciones de cómo dirigirse a su destino y agarró camino.
La Raza
Hora pico. Una marejada de mochileros, policletos, entacuchados, escotadas, colegialos y múltiples entes lo fueron arreando. Ni oportunidad de encontrar su signo zodiacal en ese túnel lleno de estrellas. Cuanti menos ver las fotografías de “como crece el maíz” a gran formato de los pasillos. Un descuido sería trágico. “No te acerques mucho, ni te asomes a ver si viene, ahí paradito nomás, antes de la raya amarilla que está pintada en el piso, ai lo esperas” –recordó que le habían dicho. “pos cual raya, si ni veo ni mis pies” - pensó. Llegaron los vagones y sin aviso previo sintió como lo avanzaron apretujado hacia el interior. “Ta pior que el camión de los marranos cuando los llevan al matadero”. No había forma de sostenerse de algún lado y cuando sintió el jalón del arranque, sólo atinó a agarrarse de lo que tenía delante de él, un portafolio tipo ejecutivo. De inmediato giró un rostro hacia él y se le iluminaron los ojos. Una cabellera larga, lacia y dorada, piel anacarada, ojos enormes como platos aceitunados y una boca perfectamente delineada de rojo carmín, lo enfrentaron. El corazón le palpitó, vino a su mente el calendario de Don Jonás, el que tiene ahí al ladito del poster del Atlas. “Es igualita a la chava que sale sosteniendo dos amortiguadorzotes, nomás con puro calzón y brasier. Ira nomás que chulada de güera”. Su imagen se interrumpió de súbito.
-¡Oiga! ¿qué le pasa? ¿por qué me agarra? ¡Pelado patarajado!
-¡Perdón, seño! Pero si no me agarraba de algo, me daba el chingadazo.
Hidalgo
No fue sino hasta que transbordó que decidió mejor mantener la mirada gacha, viendo sus propios pasos, guiándose de las indicaciones de su papel arrugado, sosteniendo su bolsita de plástico con su coca caliente y su torta flácida de huevo. De nuevo la bullanga y el apretadero humano. Abordó y trató de alcanzar el pasamanos, poniéndose de puntitas para alcanzarlo, quedando su húmedo sobaco al aire. Cuando se percató que a su lado estaba una damisela de muy buenos y conservados otoños, bajó su brazo de inmediato. Una leve sonrisa que asomó en ese bello rostro señorial, sombras verdiazules sobre sus almendrados ojos y unos violeáceos y delgados labios pintados, bastaron para transportarlo a la miscelánea de Doña Trini, quien siempre, ataviada como para ir a una fiesta, le dejaba una caricia traviesa cuando le entregaba el vuelto y él se sonrojaba, pero le gustaba que siempre lo mandaran a la tienda para sentir sus manos deseosas de cariño.
Bellas Artes-Allende
Poco a poco el aglutinamiento de carnes fue amainando, como pudo se hizo de un asiento a un lado del ventanal. Se sintió incómodo al sentirse observado por dos peculiares compañeras de viaje, que le quedaban totalmente frontales a él. Era un par de hermosas gemelas puberianas con uniforme de escuela pública. Sus miradas era tan indóciles como atrevidas; coquetas, demasiado coquetas. Atinó rápidamente a bajar la mirada, sin embargo le quedaban a la vista, cuatro delgadas y tersas piernas, cubiertas apenas a los muslos por unas minúsculas faldas tableadas. En medio de su estupor recordó a las hermanas Popocas, seis féminas nacidas del matrimonio de Don Juventino y Doña Rosa, a quienes contemplaba; a las tres mayores, escondido detrás de un mezquite para verlas bañarse en la pileta grande, con todo y ropón blanco medio raído que, a la caída del chorro del cubetazo de agua, dejaba ver sus portentosos cuerpos, de piernas macizas y senos firmes.
Un cuchicheo seguido de unas risillas mudas provenientes de las dos jóvenes, lo hizo recobrarse de su recuerdo. Sorprendido en su atrevido avistamiento, llevó la mano a su cabello en un afán de acomodarse sus opacos cabellos. Les sonrió tímidamente pero sólo consiguió que le soltaran una estruendosa carcajada.
Zócalo
Por fin llegó a su última estación. Sacó de nuevo su papel de pasos a seguir y enfiló rumbo a la salida del túnel. Quedó petrificado al ver la inmensa plancha del Zócalo con su bandera monumental de México y un hormiguero de cabezas andantes. “Ai, a luego luego saliendo de la estación, caminas hacia donde está la catedral, ahí en la mera puertota, me esperas, ai yo llegó”- recordó. Iba rumbo hacia el punto de encuentro cuando por sobre la masa de gente, vio venir hacia él, un enorme penacho multicolor. Trató de observar más a detalle que era pero no alcanzaba a distinguirlo con claridad. De súbito, como si Móises abriera las aguas en cámara lenta, se perfiló una bellísima estampa: una frondosa mujer, de generosas y abundantes carnes, de regordetes mejillas y chapeteada sonrisa, vestida como danzante prehispánica; capa, escudo, pechera y taparrabos. Casi pudo escuchar el cascabeleo que sonaba al bailar de Francisca Gómez, “La Picota” como le llamaban en la escuela cuando, junto con una docena de jóvenes, danzaban en el atrio de la iglesia todos los doce de diciembre. Cuando la veía danzar con tanta energía, él la imaginaba bailando pegaditos, cachete con cachete, en el día feriado del pueblo, al retumbar de la tambora, abrazándola más nunca abarcándola, sintiendo sus grandes bíceps, el vaivén de su voluptuoso trasero y esos labios carnosos gimiendo “la última y ya, eh”.
-¡Íralo! ¡Pero si pareces pasguato! Ja, ja, ja, ja.
Cesó el baile, cesó el cascabeleo. Aterrizado de nuevo de su amorosa nube volátil, se recobró a si mismo, volteó la mirada hacia aquella voz y sus ojos se alumbraron, casi le sollozaban de la emoción.
Un rostro cenizo de hermosa tez prieta color tamarindo, cachetes regordetes, ojos negros de ratón de campo, minúscula pero con la humanidad condensada en apenas metro cincuenta y cinco centímetros, olor a leña y pepita tostada y una sonrisa que ni la más bella mazorca hidalguense podría emular.
Soltó la bolsita con su coca y su torta de huevo, la abrazó fuertemente, mientras en un breve letargo de tiempo, el gentío apausó su andar y lleno de emoción le dijo a la mujer:
- ¡Pinche prieta! ¡Nomás vuélveme a mandar solo en el metro!