Amores y ciudades
Gabriela Lemus Ruiz
Aquí el aire no es puro; huele a caño y a humedad. Si tan sólo el cielo fuera azul, pero justamente hoy es más gris que de costumbre.
¿Por cuánto tiempo he odiado esta ciudad? Me pregunto mientras observo el trayecto del recorrido que hace a diario la ruta que tomo hasta mi casa, esa casa que nunca me gustó, que siempre desprecié, tal vez por su angostura o porque siempre estuvo llena de una rebosante y cruel tristeza, no lo sé. Me fastidiaba que fuera tan igual a otros cientos, tal vez miles.
Y la gente ¡Dios mío como odié a la gente! El solo roce de sus sonrisas me enervaba el gusto, su voz en la cercanía y las pláticas que no obstante nunca nadie tuvo conmigo, me sacaban de quicio; hubiera querido asfixiarlos hasta que sus voces se apagaran.
Nunca me acostumbré a este endiablado calor.
Tantas veces quise huir, dejar todo, no llevarme nada, olvidar cualquier cosa que me uniera a este sitio.
Sin embargo, mi aversión por esta ciudad nunca frenó la fertilidad de la tierra y las jacarandas iluminaron las calles con sus brotes cárdenos cada año incesantemente, la gente no dejó de sonreír, el calor no disminuyó ni un sólo centígrado y los años no dejaron de correr.
Durante mucho tiempo odié el maldito ruido de sus voces que me hacía estallar los tímpanos y hasta odié también su pinche acento, alargando las vocales a manera de chillido; las ardillas hablarían mucho mejor.
Así he recorrido las calles aletargadas y secas de esta ciudad. Bebí y comí lo que beben y comen, sentí repulsión, extrañé nuevamente mi casa, sus sabores, sus aromas, su gente.
Y entendí nostalgia de lo que conocemos, lo que nos es querido, nos hace rechazar todo lo extraño. A veces podemos verlo con asombro o curiosidad, pero no por eso dejamos de sentirnos ajenos.
Sentirnos parte de un lugar nos da la sensación de estar a salvo; ¡de estar en casa! y construir el apego por el territorio al que pertenecemos, ese que se vuelve parte fundamental en la construcción de las personas que somos.
Y al que siempre, no importa dónde estemos, anhelamos volver.
Yo no sé cómo se acostumbra la gente a las cosas que odia, o cómo va aprendiendo a quererlas. Sólo sé que durante los años que llevo aquí muchas cosas permanecieron imperturbables pero yo, yo sí que sufrí algunas alteraciones. Con los años me acostumbré de manera imperceptible a comer guacamayas y a cogerles cariño, a caminar por las calles bajo el sol ardiente y en mitad del camino parar a beber una rusa.
En mí las cosas han cambiado y voy aprendiendo a ver también los cambios que ocurren en la ciudad, en la gente. Incluso me doy cuenta de algunas de sus emociones más profundas, de las que poco a poco fui formando parte.
Cuando llegas a un nuevo lugar al principio todo es rechazo, no lo sé, tal vez es la soledad, ese tiempo en el que no conoces nada y a nadie, después se van tejiendo los recuerdos, las texturas, los amigos, los amores.
Un día de pronto observas que has dejado lazos con tantas personas, y que el pasado que pareciera inolvidablemente necesario, se desdibuja a lo lejos de otra vida distante.
Y me descubro tan apegada a este sitio como si me naciera un afecto extraño por sus calles; un sentimiento de cercanía con las sonrisas de la gente.
Mis recuerdos de aquí son nítidos; ahora tengo los suficientes para contar otra vida.
Con el tiempo llegué a conocer también los misterios de esta ciudad, tal vez un poco mejor que los que se ocultan en aquella de la que provengo.
Todavía echo de menos, de vez en siempre, mi hogar. Pero aprendí a querer tantas cosas de este sitio, que sería absurdo no reconocer todas las alegrías que me ha regalado.
Cuando camino por estas calles, bajo el sol ardiente o las brisas nocturnas, tomando helado en San Juan de Dios acompañado de un buen danzón, saboreando el pan recién horneado del Barrio Arriba, comiendo guacamayas en el Coecillo, charlando con algún amigo en cualquier café del centro, andando en bici por la calzada o tomando una cerveza en algún bar o cantina, contemplando los tabachines que empiezan a florear, pero sobre todo, disfrutando de sus paisajes, bailes, fiestas, sabores, colores, sonidos y de la gente, aparece algo nuevo y contundente.
Es verdad, jamás me gustó este lugar, pero hoy me siento ajena en cualquier otro sitio.