Deus ex machina
Eduardo Santiago Rocha Orozco
Desde el podio y a la vista de una multitud de curiosos, el escultor fue atravesado por cuatro ganchos; puntas agudas penetraban por su piel hasta brotar del lado opuesto, primero, a la mitad de ambas muñecas y por último en el empeine de sus pies descalzos. La sangre brotaba, y aunque no lo hizo en abundancia, consiguió estremecer a la audiencia. No hubo gritos por ningún lado, todos atentos y anonadados con el artista en el acto. Por su parte el alfiletero humano jamás lloriqueó o hizo muecas de dolor, su faz de tela tosca no se tensó formando arrugas, sus ojos virolos, un botón enorme y una puntada de cruz, se mantuvieron fijos sin derramar lágrimas; en contraste, su boca sonreía pese al movimiento convulso de dolor en el cuerpo.
—Es el estoicismo abrumador de nuestra nueva humanidad, la indiferencia y negación de todo dolor aunque sea insoportable— murmuró asombrado uno de los presentes. El artista se arrastraba en el suelo, aún con los cuatro ganchos en cada extremidad y su máscara, una parodia al emoticón de carita feliz. Lamentables vueltas hacia ningún lado, gateaba a ciegas marcando el podio con espirales dementes de color rojo, trazos interrumpidos por el poco arrastre de la sangre. Seguía el espectáculo de un cuerpo agonizando y no obstante una sonrisa plena, muda, inamovible, como la de Conrad Veidt en el cine de antaño. Luego la sensación de cansancio, y al momento, estaba tirado de espaldas con su respirar violento, elevando el pecho y vaciando pulmones al instante.
En tanto desfallecía, el artista se adentró en profundas divagaciones: —Alguna vez —se dijo— alguien me explicó que la tarea de un artista es regalarle “un ser en sí” a algo que no lo tiene.
Entre remembranzas rotas revivía su desencanto por el mundo actual, las esculturas de yeso manufacturadas por montones, así como las pinturas de paisaje y naturaleza muerta; todas ellas un fiel remedo del arte clásico, baratijas que terminaban por rebajar el verdadero trabajo plástico en un pretencioso ornamento de hoteles, mansiones y restaurantes; tan sólo la parte más cara y vistosa del tapiz.
En medio de tan poco movimiento, la multitud se mantenía a la expectativa. Él estaba inmóvil y abatido en el suelo, por un momento, todos daban por hecho que el final había llegado ya, sin embargo, el autómata se acercaba a su creador. Paso a paso el complejo sistema de engranes desencadenaba un movimiento orgánico y perfecto, la máquina antropomorfa se ponía en marcha para levantar al artista caído. Dedos fríos de aluminio se aferraban de sus hombros, apenas un esfuerzo y él ya estaba colgando de esos brazos firmes. Dando un movimiento, el androide, le mostró a los presentes ese decadente monigote de carne, él, aun rendido y sangrado seguía sonriendo; era un ser de miembros flácidos y cuerpo carente de soporte, a simple vista, la vulgar copia de una persona, sólo un guiñapo desgastado.
Por su parte, el autómata lucía su rostro perfectamente humano, con líneas de gestos y viejas cicatrices, vestigios de heridas que el tiempo ha ido borrando. Una máquina insensible fingiéndose un ser humano. Sin haber pecado nunca de orgullo o vanagloria pintó su cara la expresión de la grandeza, le dedicó un momento una mirada al rostro de su público y luego volvió la vista a su creador, lento se acercó a su oído y le cantó “the show must go on”. De pronto, cuatro cables descendieron de una grúa, ya enganchado cada uno, el escultor pendía de la máquina igual que un títere meciéndose a la espera de ser animado. De inmediato se alcanzó a deducir una ironía y la máquina fingió una sonrisa, tras unos segundos en silencio, alzó la voz en tono claro.
—¡Querido público!, esto me ha hecho recordar la historia de un sabio, y no puedo continuar tranquilo hasta no habérselas contado. Hace muchos años hubo un filósofo brillante, entre sus más extremas teorías había que hablaba sobre animales, ahí los describía no como seres sensibles o venerables, para él eran sólo autómatas en beneficio de la humanidad y sus necesidades. Según decía, el chillido de una bestia no era en verdad lamentos, sino un síntoma de que el animal estaba descompuesto. Por lo tanto, era deducible que no valía encariñarse con una de esas cosas movedizas; pues, carecían de emociones y, si le preguntaban, para él era mejor no jugar con la comida. Quizá fue venganza divina, qué sé yo, a este hombre su amada hija se le murió, desconsolado por la pérdida, gastó su fortuna creando una muñeca idéntica a su niña, según cuentan, este pobre loco se apegó tanto a la autómata, que en lo que a él concernía su hija jamás falleció.
El acto seguía adelante. El artista en un leve ascenso y su androide alzando los brazos para guiar el curso de la grúa. En la atmósfera, la música parecía indicar que pronto llegaría el gran final, las últimas partituras sonaban y el público, fascinado como por acción de un milagro, se preparaba para sofocar el mutismo con un diluvio de palmas. Conforme se enrollaban los hilos el cuerpo se fue haciendo tenso, un hombre con sus extremidades extendidas, bien tiesas; como resignado y ansioso de recibir su destino con los brazos abiertos, ahí estaba él, sin más soporte que los ganchos sangrados para mantenerse rígido e inclinado hacia el frente. Y en tanto, sólo se dedicaba a meditar en medio de su impotencia y debilidad.
Memorias ininteligibles de un escultor notable pero insatisfecho, obras opacadas por la exigencia de innovar en un arte que poco a poco parece estar llegando a su final. Es él, harto de firmar retretes como obras de arte, de forjar seres que pierden la esencia en los ojos del otro, ornamentos para mansiones, restaurantes y hoteles; una colección de dunas amorfas incapaces de apelar a la sensibilidad del público profano, gente que cada vez está más convencida de que el arte ya ha muerto. Recuerda cómo se prometió concluir su obra más ambiciosa, una escultura que traspasara los límites establecidos y una presentación teatral para su obra, un performance para anonadar a las masas y un monumento para volver a creer en la divinidad del artista.
En sus memorias, el repaso de cómo forjó al autómata pieza por pieza; su corazón, una maquinaria compleja inspirada en un reloj de cuerda; luego, el diseño sutil y efectivo de su armazón, un esqueleto simétrico subordinado a un cigüeñal en la espalda para hacer cualquier movimiento. Su cabeza, una computadora diseñada para reaccionar a los estímulos externos más elementales. En donde se supone debía ir una cara, dos lentes redondos simulando ser ojos, y una serie de agujas distribuidas para manipular los gestos de una faz sintética jamás fabricada. En cada sesión, se recuerda a sí mismo mascullando la historia del sabio y su hija muerta, pues quería aprenderla para recitarla en la presentación sin ningún titubeo. También evocaba la ansiedad, el trabajo apresurado y la improvisación. Con cierta amargura se reprochó el no haber acabado bien su creación; reviviendo el desdén y la apatía con la que tomó un saco para coserle un botón; asimismo, se lamentó por haber dibujado esa sonrisa socarrona que terminó luciendo frente al público.
Quizá ya era tarde para arrepentirse y tal vez no había razón para hacerlo pero, en su mente cansada y pérdida entre pensamientos absurdos, todo lo que estaba sufriendo a eso se debía. Era posible que una falla en el software fuera el responsable del mal funcionamiento del autómata, de esa marioneta gigante que debía colgar de cuatro hilos para ser parte de la fachada de un museo; pero el artista en sus delirios moribundos encontraba más real una revancha por parte de su creación. Sólo así podía explicarse por qué el androide le quitó la cara y le dio a cambio esa máscara insulsa. Temía haber fallado en su tarea principal, brindarle “un ser en sí” a su creación, un rostro digno para ella, una identidad adecuada.
No tenía una razón más convincente para explicarse el porqué eso se reveló en su contra. Mientras tanto, él subía para ser colocado como un monumento fundado en tres temibles agravios: secuestro, tortura y suplantación. Poseído de quién sabe qué voluntad, el autómata se encargó de someterlo y mutilarle la cara, para luego amordazarlo y cubrirle con esa máscara burlona; y al final hacer la inversión de papeles en la presentación.
El espectáculo había llegado a su fin, el hombre de metal recibía las alabanzas del público frenético, esa máquina estaba matando a su artífice y no obstante recibía la aprobación de los ahí presentes. Al sonar los últimos aplausos, el creador pendiendo de la grúa, se consolaba al decir para sí —perdónalos, a fin de cuentas, ellos sólo creen haber decidido lo que es el arte; ellos no saben lo que hacen.