ENSAYO
Tachas 629 • Dos clásicos feministas • Toril Moi
Toril Moi

En los años 60, por primera vez desde que se legalizó el voto femenino, el feminismo surgió como importante fuerza política en el mundo occidental. Muchas mujeres reconocen ahora en la obra de Betty Friedan The Feminine Mistique, publicada en 1963, la primera prueba de que las mujeres americanas estaban cada vez más descontentas en la rica sociedad de la postguerra. Las primeras iniciativas para una mejor organización de las mujeres como feministas fueron las propuestas por los activistas del movimiento en favor de los derechos civiles, y más tarde por mujeres involucradas en acciones de protesta contra la guerra del Vietnam[1]. Las «nuevas» feministas eran activistas muy comprometidas políticamente que no temían adoptar posiciones firmes y defender sus derechos. Este vínculo entre la lucha de las mujeres en favor de los derechos civiles y de la paz no era nuevo ni casual. Muchas feministas americanas del siglo XIX, como Elizabeth Cady Stanton y Susan B. Antony, se distinguieron en un principio por su lucha en favor de la abolición de la esclavitud. Tanto en el siglo XIX como en el XX, las mujeres comprometidas en campañas contra el racismo pudieron observar cómo los valores y estrategias con que se marginaba a los negros no eran sino un fiel reflejo de los valores y estrategias que servían para mantener sometidas a las mujeres. Dentro del movimiento por los derechos civiles, las mujeres se sintieron muy ofendidas, con mucha razón, cuando comprobaron que los abolicionistas, tanto negros como blancos, se negaban a extender sus ideales en el caso de la opresión de la mujer. Comentarios como los de Stokely Carmichael: «La única posición para la mujer en el SNCC es estar boca abajo» (1966), o los de Eldridge Cleaver: «¿las mujeres?, supongo que pueden ejercer tanto poder como un gatito» (1968)[2] contribuyeron al apartamiento de muchas mujeres de los grupos de liberación controlados por los hombres. En otros movimientos políticos progresistas (movimientos pacifistas y distintos grupos marxistas), las mujeres encontraban la misma discrepancia entre el compromiso por la igualdad de los hombres y su comportamiento tan terriblemente sexista frente a sus camaradas del sexo femenino. A finales de los 60 las mujeres habían empezado a formar sus propios grupos de liberación como complemento y, al mismo tiempo, como alternativa a los demás frentes de la lucha política en que estaban comprometidas.
Hacia 1970 había ya muchas tendencias políticas distintas dentro del «nuevo» movimiento de la mujer. Robin Morgan califica a la NOW (National Organización of Women), fundada por Betty Friedan, de reformista y liberal de clase media, declarando que «la única esperanza de un movimiento feminista nuevo es un tipo de política de feminismo revolucionario que está surgiendo ahora» (XXIII). Aunque Morgan no deja muy claro en esta afirmación lo que entiende por «revolucionario» (¿anticapitalista?, ¿separatista?, ¿ambas cosas a la vez?), parece claro que dos importantes orientaciones habían empezado a erigirse en tendencias opuestas dentro del movimiento de la mujer. La bibliografía y las direcciones que figuran en Sisterhood is Powerful: An Anthology of Writingsfrom tbe Women’s Liberation Movement, editado por Robin Morgan y publicado en 1970, documentan ampliamente a lo largo de 26 páginas el hecho de que, por aquel entonces, el movimiento de la mujer, tal y como hoy lo conocemos, estaba ya muy arraigado en los Estados Unidos.
¿Cuál era, pues, el papel de la crítica literaria dentro de este movimiento? La densa bibliografía de Sisterhood is powerful incluía tan sólo cinco referencias a obras relacionadas total o parcialmente con la literatura: Una habitación propia, de Virginia Woolf (1927), El segundo sexo, de Simone de Beauvoir (1949), The Troublesome Helpmate, de Katharine M. Rogers (1966), Thinking about Women, de Mary Ellmann (1968), y Sexual Politics, de Kate Millett (1969). Estas obras constituyen, por lo tanto, la base de la crítica feminista angloamericana. Sisterhood is Powerfulcontiene sólo un artículo relacionado con la literatura (el primer capítulo del ensayo de Kate Millett).
A juzgar por la selección de Robin Morgan, difícilmente podemos considerar la crítica literaria como un factor importante dentro de la primera fase del movimiento de la mujer. Al igual que cualquier otra crítica radical, la crítica feminista puede ser interpretada como producto de una lucha orientada prioritariamente hacia un cambio político y social; su cometido específico dentro de ella se convierte en un intento de extender dicha acción política general al dominio de la cultura. Esta batalla política y cultural ha de seguir necesariamente dos orientaciones: debe tratar de alcanzar sus objetivos, tanto por medio de cambios institucionales como por aplicación de la crítica literaria. Para muchas críticas feministas, el problema fundamental ha sido, pues, tratar de combinar el compromiso político con lo que tradicionalmente se ha considerado «buena» crítica literaria. Si los criterios vigentes para definir qué es una «buena» crítica son los establecidos por varones burgueses de raza blanca, resulta poco probable que una crítica auténticamente feminista los satisfaga, puesto que precisamente trata de derrocarlos o cuando menos de desafiarlos. Esta futura crítica literaria feminista contaba entonces con dos soluciones: o tratar de reformar aquellos criterios desde el interior de la institución académica, elaborando un discurso crítico moderado que consiguiera mantener su feminismo sin contradecir excesivamente a la clase académica, o escribir fuera de los criterios académicos, considerándolos reaccionarios y de poca importancia para su trabajo.
En las primeras fases de la crítica feminista, algunas mujeres, como Lillian S. Robinson, adoptaron conscientemente la segunda opción:
Algunas personas se están esforzando en probar que las críticas feministas son buenas personas, e incluso afirman que cualquier departamento que valga la pena debería contar con una. A mí no me interesa demasiado que la crítica feminista llegue a ser una parte respetable de la crítica académica; me preocupa mucho más que las críticas feministas se conviertan en un instrumento útil para el movimiento de la mujer. (35)
Sin embargo, esta no ha sido la actitud más corriente frente a este posible dilema. La gran mayoría de las críticas literarias feministas de los años 80 trabajan en un marco académico y, por lo tanto, están atrapadas inevitablemente en una lucha profesional por puestos de trabajo y promoción. Esta profesionalización de la crítica feminista no es necesariamente un fenómeno negativo, pero, como veremos más adelante, el conflicto real o aparente entre los modelos de crítica y el compromiso político se repite de formas distintas en las obras de críticas feministas de los años 70 y principios de los 80. Una de las razones del éxito de Kate Millett fiie probablemente que, como ninguna otra crítica feminista, consiguió llenar el vacío existente entre la crítica institucional y la no institucional: Sexual Politics debe de ser la tesis de filosofía más vendida en el mundo. El libro le valió a Millett un título en una universidad muy prestigiosa y al mismo tiempo causó un gran impacto político entre un público de alcance mundial, dentro y fuera del movimiento de la mujer.
KATE MILLETT
La obra Sexual Politics está dividida en tres partes: «Sexual politics» (Política sexual), «Historical background» (Raíces históricas), y «The literary reflection» (Consideraciones literarias). La primera parte presenta las tesis de Millett sobre la naturaleza de las relaciones de poder entre los sexos, la segunda examina el desarrollo de la lucha feminista y sus oponentes, y la última muestra cómo la política de poder sexual descrita en los capítulos precedentes está representada en las obras de D. H. Lawrence, Henry Miller, Norman Mailer y Jean Genet. El libro explica el enfoque feminista de la literatura como una fuerza crítica con la que había que contar. El gran impacto que causó esta obra la convierte en «madre» y precursora de todos los trabajos posteriores de la crítica feminista de la tradición angloamericana. Las feministas de los años 70 y 80 nunca se han negado a reconocer su deuda o su desacuerdo con el ensayo pionero de Millett. Su obra representaba una ruptura total con la ideología de la Nueva Crítica Americana, que en aquel momento representaba la tendencia dominante dentro del academismo literario. En total oposición a los Nuevos Críticos, Millett mantenía que era necesario analizar los contextos sociales y culturales para poder comprender auténticamente la obra literaria, creencia compartida por todas las críticas feministas posteriores, que se muestran en cambio indiferentes ante otras conclusiones con las que no están de acuerdo.
El aspecto más sorprendente de los estudios críticos de Millett es la audacia con que consigue leer el texto literario a «contrapelo». Su estudio de Miller o Mailer está desprovisto de lo que en 1969 se consideraba respeto convencional por la autoridad y las intenciones del autor. Su análisis propone abiertamente una perspectiva distinta de la del autor, y muestra cómo precisamente este conflicto entre el lector y el autor/texto puede sacar a la luz las premisas subyacentes de una obra. La aportación principal de Millett como crítica literaria es su implacable defensa del derecho del lector a adoptar su propia perspectiva, rechazando de este modo la jerarquía admitida de texto y lector (jerarquía que somete el lector al texto). Como lectora, Kate Millett no es, pues, ni sumisa ni demasiado refinada: su estilo es el de un pícaro callejero dispuesto a desafiar a la autoridad del autor en cada esquina. Su estudio destruye la imagen común del lector/crítico como receptor pasivo/femenino de un discurso autoritario, y por tanto encaja perfectamente con los intereses políticos del feminismo.
Desgraciadamente para las críticas feministas posteriores, los aspectos positivos del estudio de Millett están mezclados con una serie de tácticas menos acertadas que desmerecen seriamente de la obra Sexual Politics como estudio literario feminista. Al tiempo que reconocían la gran importancia de Millett, muchas feministas descubrieron con asombro lo poco propensa que era esta autora a reconocer la influencia que sobre ella habían tenido sus propias predecesoras feministas. Sus opiniones sobre la política machista están obviamente influenciadas por la obra de Simone Beauvier El segundo sexo, pero Millett no reconoce esta influencia; sólo cita a Simone de Beauvoir un par de veces y de pasada. A pesar de que la obra de Mary Ellmann Thinking about Women contiene muchos estudios sobre la obra de Norman Mailer y citas de los mismos párrafos que Millett seleccionaría más tarde para su libro, esta última sólo menciona el «ingenioso ensayo» de Ellmann (329) y no reconoce su influencia directa. El estudio de Katherine M. Rogers sobre la misoginia en la literatura se menciona en una nota a pie de página (45), pero aunque sus tesis sobre las causas culturales de la misoginia son sorprendentemente similares a las de la propia Millett, ésta vuelve a omitir una explicación al respecto.
Esta soprendente ausencia de un justo reconocimiento a sus predecesoras feministas es también evidente en el tratamiento que Millett da a las escritoras. Ya hemos visto que despacha a Virginia Woolf en un breve párrafo; de hecho, con la única excepción de Charlotte Bronté, Sexual Politics, trata exclusivamente de autores masculinos. Es como si Millett deseara, consciente o inconscientemente, suprimir cualquier muestra de trabajos antimachistas anteriores, más aún si sus autores eran mujeres: estudia con todo detalle a John Stuart Mili, pero no a Mary Wollstonekraft, por ejemplo. Refuerza esta impresión el hecho de que elija los textos del homosexual francés como representativos de una percepción subversiva de los cometidos sexuales y de la política sexual, sin mencionar siquiera a escritoras como Edith Wharon o Doris Lessing. Es como si Millett, para dar a luz sus propios textos, necesitara rechazar cualquier «figura materna».
Hay, sin embargo, algunas razones concretas para el tratamiento superficial que Millett da a otras escritoras y teóricas feministas. Millett define la «esencia de la política» como un poder que trata de probar que, «por muy apagado que pueda parecer, el dominio sexual prevalece como la ideología más influyente de nuestra cultura y condiciona sus principales conceptos de poder» (25). Su definición de política sexual es sencillamente ésta: proceso en el que el sexo dominante trata de mantener y ejercer su poder sobre el sexo débil. Su libro en conjunto es una elaboración de esta sencilla afirmación, estructurada retóricamente como para demostrar la persistencia y la gran fuerza con que se desarrolla este proceso en la vida cultural. Todos los temas y ejemplos que Millett desarrolla en su obra están elegidos por su capacidad de ilustrar esta tesis. Como exposición retórica, el libro es, pues, admirablemente compacto, un potente puñetazo en el plexo solar del machismo. Cada detalle está orgánicamente subordinado al mensaje político, y se podría pensar que éste es precisamente el motivo por el que Millett se muestra reacia a reconocer a sus poderosas precursoras. El dedicar gran parte de su libro a analizar los modelos de subversión en las obras de otras escritoras perjudicaría inconscientemente sus propias tesis sobre la naturaleza despiadada, envolvente y monolítica de la política sexual. Su interpretación de la ideología sexual no puede explicar el hecho de que, a lo largo de la Historia, algunas mujeres excepcionales hayan conseguido resistir la fuerte presión de la ideología machista siendo conscientes de su opresión y levantando sus voces contra el poder de los hombres. Sólo un concepto de ideología como construcción contradictoria, con lagunas, defectos y contradicciones haría posible que el feminismo explicara cómo incluso las presiones ideológicas más fuertes cuentan con sus propias deficiencias.
La débil teoría de Millett sobre la opresión machista también explica su negativa a reconocer la gran contribución de Katharine M. Rogers al estudio del sexismo en la literatura. En su estudio sobre la misoginia, Rogers enumera una serie de razones culturales de este fenómeno: 1) rechazo o sentimiento de culpabilidad por el sexo; 2) reacción contra la idealización con la que los hombres han alabado a las mujeres; 3) sentimiento machista, deseo de mantener a la mujer sometida al hombre. Esta última razón es, según afirma Rogers, «la causa más importante de la misoginia, porque es la más arraigada en la sociedad» (272). La propia tesis de Millett se acerca mucho a esta tercera causa, hecho que debería reconocer. En vez de hacerlo, Millett no hace mención alguna a esta parte de la obra de Rogers, e insiste en argumentar su propia teoría sobre la única causa de la opresión machista. Su enfoque reduccionista le lleva a explicar todo fenómeno cultural exclusivamente en términos de política de poder, como por ejemplo en su estudio de la tradición del amor cortés:
Hemos de reconocer que, para el grupo dominante, elevar a sus subordinados a un pedestal no es más que un juego. Como ha observado el sociólogo Hugo Beigel, tanto el amor cortés como el amor romántico son «concesiones» que hace el hombre de su poder total. Ambos han tenido el efecto de oscurecer el carácter machista de la sociedad occidental y, en su tendencia a atribuir virtudes imposibles a las mujeres, han terminado por confinarlas a una esfera de comportamiento estrecha y proscrita. (37)
Los requerimientos retóricos de la tesis de Millett a veces la obligan a analizar incorrectamente teorías contradictorias. Su explicación de la teoría freudiana y postfreudiana, pretende demostrar que «Sigmund Freud era sin lugar a dudas la mayor fuerza contrarrevolucionaria individual del momento» (178). Pero cualquier reducción retórica de la contradicción está abocada a fallar en el caso de Freud, cuyos textos difícilmente se pueden englobar en una visión simple y unificada —no sólo por su teoría del subconsciente, sino por la constante revisión a que están sometidos sus propios puntos de vista. La técnica brusca de Millett consiste en descartar las confesiones que Freud hace de inseguridad y tanteamiento, considerándolas sencillamente «momentos de humilde confusión» (178), antes de pasar a lo que ella considera una salvaje destrucción de la teoría psicoanalítica —destrucción basada en falsas lecturas e interpretaciones por parte de Millett. Su diatriba final contra Freud y la teoría psicoanalítica, declara sin matizaciones ni reservas que el psicoanálisis es una forma de esencialismo biológico —esto es, una teoría que reduce todo comportamiento a características sexuales innatas:
Ahora se puede afirmar científicamente que la mujer es dócil por naturaleza, mientras que el hombre es dominante, tiene una sexualidad mucho más desarrollada y, por lo tanto, tiene el derecho de someter sexualmente a la mujer, que disfruta con esta opresión y al mismo tiempo la merece, por ser inútil y estúpida de nacimiento, peor que un salvaje, infrahumana. Una vez que este fanatismo ha adquirido el sello del silencio, la contrarrevolución puede proceder en calma. (203)
El rechazo de Millett a Freud se debe fundamentalmente a su aversión por lo que ella interpretaba de sus teorías sobre la envidia del pene, el narcisismo y el masoquismo femeninos. Pero estas lecturas de la obra de Freud han sido superadas por otras feministas. Juliet Mitchell y Jaqueline Rose han argumentado convincentemente que Freud no considera la identidad sexual una esencia biológica congénita, y que el psicoanálisis freudiano interpreta la identidad sexual como una posición inestable del sujeto, formada social y culturalmente durante el proceso de inserción del niño en la sociedad humana. La interpretación de Millett sobre la envidia del pene y el narcisismo y el masoquismo femeninos también ha sido superada por otros estudios: Sarah Kofman y Ulrike Prokop, en contextos muy dispares, han explicado el análisis de Freud sobre la mujer narcisista, como una representación del poder femenino, y Janine Chasseguet-Smirgel ha entendido la teoría de la envidia del pene femenina como una manifestación de la necesidad que tiene la niña pequeña de tomar conciencia de su propia identidad, separada de la de la madre, proceso de crucial importancia, según Chasseguett-Smirgel, para el desarrollo posterior de la creatividad de las mujeres.
Otro aspecto interesante del estudio de Millett sobre Freud es que no hace ninguna referencia a la idea fundamental de este autor: la influencia del deseo subconsciente sobre la acción consciente. Como ha observado Cora Kaplan, la teoría de Millett sobre la ideología sexual como un conjunto de ideas falsas desplegadas contra las mujeres por una conspiración consciente y bien organizada de los hombres, ignora el hecho de que no toda misoginia es consciente, y que incluso las mujeres pueden interiorizar deseos y actitudes sexistas. En su análisis de la obra Sexual Politics, Kaplan acentúa las consecuencias de esta observación para debatir la selección de autores que Millett presenta en esta obra:
A algunos renegados de sexo, como Mili o Engels, se les permite exponer sus contradicciones, pero el feminismo está obligado a ser positivista, totalmente consciente, y moral y políticamente correcto. Debe saber perfectamente lo que quiere, y puesto que lo que muchas mujeres querían estaba lleno de contradicciones y confusiones, mezclado todavía con lo que el machismo les adjudicaba, Millett no les deja mostrar sus «debilidades». (10)
Durante los primeros años de la década de los 70, al menos haste la publicación de Psychoanalysis and Feminism de Julliet Mitchell en 1974, el balance tan negativo de Millett sobre el psicoanálisis no fue debatido por las feministas de Inglaterra ni de Estados Unidos. En 1976, Patricia Meyer Spacks (35) elogió el estudio sobre el psicoanálisis de Sexual Politics considerándolo una de las partes más acertadas del libro. A pesar de que, como hemos visto, existe hoy un conjunto variado y muy desarrollado de lecturas y adaptaciones feministas de la teoría freudiana, la denuncia de Millett al psicoanálisis sigue siendo aceptada por la mayoría de las feministas, pertenecientes o no al movimiento de la mujer. La efectividad de sus conclusiones sobre este aspecto puede estar relacionada con el hecho de que su propia explicación de la opresión sexual como un complot consciente y monolítico contra las mujeres conduce a una visión seductoramente optimista de las posibilidades de una total liberación. Para Millett, la mujer es un ser oprimido que carece de un subconsciente lúcido con quien ajustar las cuentas; sólo necesita mirar a través de la falsa ideología de la clase machista dominante para ser libre. Sin embargo, si aceptamos como Freud que todos los seres humanos —incluso las mujeres — pueden interiorizar los modelos de sus opresores, y que pueden identificarse con sus perseguidores, no podemos seguir considerando la liberación simplemente una consecuencia lógica de una exposición de las creencias falsas en las que se basa el machismo.
La crítica literaria de Millett se ve perjudicada por el mismo reduccionismo retórico implacable que echa a perder su crítica de teorías culturales más generales. Claro ejemplo de ello es su lectura de la obra Villette de Charlotte Bronté. Como Patricia Spacks muy bien ha señalado, este estudio contiene varios errores serios y elementales: Millett afirma que «Lucy no se casará con Paul ni cuando el tirano se halla ablandado» (146), a pesar de que Bronté hace que Lucy acepte la proposición de matrimonio de Paul Emanuel; también comenta que, «aunque sé vuelva amable, el guardián es rechazado; Paul convertido en amante se ahoga» (146), cuando en realidad Bronté deja abierta la posibilidad de la muerte de Paul para que el lector saque sus propias conclusiones del texto. En cualquier caso, podemos coincidir con Spacks en que lo que las lecturas de Millett pierden en estilo y precisión, lo ganan en apasionamiento y compromiso. La fuerza de sus acusaciones airadas da, en efecto, una considerable autoridad a su estudio de la violencia sexual de los hombres sobre las mujeres en la literatura moderna: no se puede negar que los escritores a los que ataca (principalmente Henry Miller y Norman Mailer) muestran un insultante interés por la degradación de la sexualidad femenina. Las lecturas críticas de Millett, como sus análisis de otros aspectos de la cultura, están guiadas por una concepción monolítica de la ideología sexual que la vuelve insensible a los matices, ambigüedades y contradicciones de las obras que examina. Para Millett, según parece, todo es o dicotomía u oposición, o todo blanco o todo negro. Aunque reconoce que el personaje de Lucy Snowe en Villette está atrapado en las contradicciones sexuales y culturales de su época, no por ello deja de oponerse duramente a Bronté por la «tortuosidad de sus técnicas novelescas, su continuo coqueteo con los pantanos del sentimentalismo, en los que se ahoga por sus periodos de sensibilidad» (146). Rechaza, por considerarlo un truco convencional, la irrupción de un discurso romántico («sentimental») en Villette, obra esencialmente realista, mientras que críticas feministas posteriores, particularmente Mary Jacobus («The Buried Letter»), han probado que es en las fisuras y dislocaciones creadas por estas irrupciones donde podemos localizar las implicaciones más profundas de la sexualidad y la feminidad dentro de la novela.
Como crítica literaria, Millett no presta ninguna atención a las estructuras formales del texto: el suyo es un análisis estrictamente de contenido. Asume sin dudar la identidad del autor, narrador, o héroe cuando le conviene, y son abundantes en su obra expresiones como «Paul Morel es desde luego el propio Lawrence» (246). El título de la sección literaria más importante de Sexual Politics es «Consideraciones literarias», título que parece anunciar una teoría algo simplista y mecánica sobre la relación que existe entre la literatura y las fuerzas sociales y culturales que ha descrito previamente. Pero Millett no consigue demostrar exactamente de qué es reflejo la literatura, o cómo se produce dicho reflejo. El título nos deja pensativos, proponiéndonos una relación entre la literatura y algún otro campo, relación que ni se declara explícitamente, ni se analiza con detalle.
Por todas estas razones, no podemos considerar Sexual Politics un ejemplo a seguir por posteriores generaciones de críticas feministas. De hecho, el ataque radical de Millett a los modelos de lectura jerarquizantes, que convierten al autor en una especie de autoridad divina destinada a ser humildemente escuchada por el lector/crítico, tiene sus limitaciones. Puede presentar este tipo de lectura inconoclasta, sólo porque su estudio trata de textos que con razón encuentra desagradables: textos escritos por autores que presumen de la supremacía sexual de los hombres y la defienden. La crítica feminista de la década de los 70 y de los 80, por el contrario, se ha centrado principalmente en textos escritos por mujeres. Al eludir todo texto feminista, o simplemente escrito por una mujer (excepto Villette), Millett no afronta el problema de cómo leer el texto de una mujer. ¿Se puede leer de la misma forma antiautoritaria?, ¿o se debe volver a la vieja posición respetuosa y subordinada en relación con el autor? La crítica de Millett, plenamente absorta en hombres abominables, no nos ofrece ninguna respuesta en este sentido.
MARY ELLMANN
La obra Thinking about Wornen, de Mary Ellmann (1968), se publicó antes que Sexual Politics, de Kate Millett. Si he decidido analizarla después es porque el brillante libro de Ellmann nunca tuvo tanta influencia como el ensayo de Millett entre las feministas en general. El menor atractivo de la obra de Ellmann se debe principalmente a que Thinking about Women no trata de los aspectos políticos e históricos del machismo independientemente del análisis literario. Como Ellmann declara en su introducción: «me interesan ante todo las mujeres como palabras» (XV), un enfoque que da a su libro un atractivo especial para feministas que se interesen por la literatura, a pesar de que no está escrito para un público especializado, sino más bien para un público general. Así como en el texto de Millett abundan las notas a pie de página y la bibliografía, las pocas notas que aparecen en el texto de Ellmann son casi todas satíricas o sardónicas, y no ofrece a sus lectores más estudiosos una bibliografía orientativa. Junto con el ensayo de Millett, el libro de Ellmann constituye la principal fuente de inspiración para lo que se suele llamar crítica de «imágenes de mujer», es decir, la búsqueda de estereotipos femeninos en obras de autores masculinos o en las categorías críticas que emplean los críticos a la hora de comentar obras escritas por mujeres. Este tipo de crítica se discutirá con más detalle en el próximo capítulo.
La tesis fundamental de Thinking about Women es que el mundo occidental está impregnado de un fenómeno que ella denomina «pensamiento por analogía sexual». Según Ellmann, éste puede describirse como nuestra tendencia general a «comprender todos los fenómenos, por muy distintos que sean, desde el punto de vista de nuestras diferencias sexuales originales y sencillas; y… clasificar toda nuestra experiencia mediante analogías sexuales» (6). Este hábito intelectual determina profundamente nuestra percepción del mundo: «Normalmente no sólo los términos sexuales, sino también nuestras opiniones acerca del sexo, abusan del mundo exterior. Todas las formas están sometidas por nuestro concepto del temperamento masculino y femenino» (8). El propósito del ensayo de Ellmann es demostrar la naturaleza ilógica y lúdica de este modelo de pensamiento sexual. Así pues, comienza por ofrecemos un ejemplo de un tipo de sociedad en el que podría estar justificado este modo de pensar por analogías sexuales, antes de compararlo con nuestra situación actual:
Los hombres son más fuertes que las mujeres, y el papel de las mujeres en la reproducción es más largo y más arduo que el del hombre. Una sociedad absolutamente práctica (aunque desde luego no ideal) sería aquella en la que estos hechos fueran de tal importancia que tanto los hombres como las mujeres estuvieran perpetuamente absorbidos en su demostración —es decir, en el uso de la fuerza y en la conclusión de embarazos. Ambos sexos vivirían así sin intromisiones en las que reconocer su propia monotonía, sin descubrir la compleja fascinación con la que sus sentidos la disimulaban…
Pero el ocio es ante todo atento, y cuanto más escapamos de las exigencias de los papeles sexuales, más consentimos la distracción de las analogías sexuales. Las proporciones de ambas parecen especialmente grotescas ahora que las analogías sexuales han asumido esta irrelevancia sin precedentes. Curiosamente, es como si hubiéramos llegado a una situación que volviera a la psicología del sexo casi superflua y, por lo tanto, cómica en su apasionada y generosa manifestación. (2-3)
En nuestro mundo actual, la capacidad de reproducción de las mujeres está considerada socialmennte un valor casi obsoleto, y la fuerza física de los hombres una afirmación gratuita. Por tanto, no deberíamos ya sentir la necesidad de pensar en los clásicos estereotipos de «hombre = fuerte y activo» y «mujer = débil y pasiva». Pero, como Thinking about Wornen muy bien demuestra, éstas y otras categorías sexuales parecidas influencian todos los aspectos de la vida humana, incluidas las llamadas actividades intelectuales, en las que, como Ellmann señala, son de gran importancia las metáforas de fertilización, gestación, embarazo y parto.
El segundo capítulo de Ellmann, «Phallic criticism», trata de la analogía sexual en el campo de la crítica literaria. Su análisis de este fenómeno se puede deducir del siguiente párrafo:
Con una especie de fidelidad invertida, los análisis de los hombres sobre libros escritos por mujeres llegarán a la cuestión clave que es la feminidad. Las obras de las mujeres se tratan como si ellas mismas fueran mujeres, y la crítica se embarca alegremente en una especie de toma intelectual de medidas de pecho y caderas. (29)
Uno de los ejemplos más divertidos de «Phallic criticism» es la parodia que hace Ellmann del tratamiento que un crítico dispensó a Françoise Sagan; para ser breve, cito primero las palabras del crítico e inmediatamente el contraataque de Ellmann:
La vieja Françoise Sagan. Una veterana más, pasada de moda, que se quedó atrás en la carrera por alcanzar la última moda literaria y la juventud. En resumen, su carrera en América parece la vida de una de aquellas bellezas medievales, que florecían a los 14, empezaban a decaer a los 15, estaban viejas a los 30, y pochas a los 40.
Extracto de una reseña de la nueva novela del popular novelista Fran^ois Sagan:
El viejo François Sagan… En resumen, su carrera en América parece la vida de uno de aquellos trovadores medievales que se masturbaban a los 14, hacían el acto sexual a los 15, eran impotentes a los 30, y enfermos de próstata a los 40. (30)
En la sección más larga de su libro, Ellmann enumera los once estereotipos de la feminidad más importante tal y como aparecen en las obras de críticos y escritores: indecisión, pasividad, inestabilidad, confinamiento, piedad, materialidad, espiritualidad, irracionalidad, complicación y, por último, «las dos figuras incorregibles» de la Bruja y la Arpía. El cuarto capítulo, titulado «Differences in tone», discute la afirmación de que «los hombres dan credibilidad a las afirmaciones mientras que las mujeres se la quitan» (148). El punto de vista de Ellmann es que tradicionalmente los hombres han elegido escribir en un estilo autoritario, mientras que las mujeres han quedado relegadas al lenguaje de la sensibilidad. Sin embargo, desde los años 60, una fuerte tendencia de la literatura moderna ha tratado de oponerse o incluso derrocar este estilo autoritario, y todo ello ha creado las circunstancias oportunas para que surja un nuevo modelo de literatura de mujeres:
Espero poder definir de qué manera pueden escribir las mujeres ahora. Sencillamente, no habiendo tenido antes autoridad física o intelectual, no tienen ninguna razón para oponerse a una literatura que está reñida con la autoridad. (166)
Puesto que las escritoras favoritas de Ellmann eran Dorothy Richardson, Ivi Compton-Bumet, y Nathaly Sarraute (sorprendentemente no cita a Virginia Woolf entre ellas), podemos estudiar hasta dónde le conduce su aversión por la autoridad.
El punto de vista de Ellmann sobre la autoridad que, consciente o inconscientemente, otorgamos al hombre sobre la mujer, ha sido magníficamente ilustrado por la crítica feminista danesa Pil Dahlerup en un artículo titulado «Unconscious attitudes of a reviewer» publicado en Suecia en 1972. En él, Dahlerup discute la actitud de un determinado crítico ante la poesía de la danesa Cecil Bodtker. Al ser Cecil un nombre ambiguo en danés, el crítico inmediatamente dio por sentado que se trataba de un hombre al comentar su primera serie de poesías (1955). En su crítica entusiasta abundan los verbos activos y escasean los adjetivos, aunque los que aparecen son muy positivos: «alegre», «entusiasta», «rica», etc. Un año más tarde, el mismo crítico volvió a comentar su segunda serie de poesías. Por aquel entonces ya había descubierto que se trataba de una mujer, y, aunque seguía mostrando entusiamo ante su poesía, el vocabulario de su crítica había experimentado una interesante transformación: la poesía de Cecil Bodker no pasa de ser «agradable». Utiliza el triple de adjetivos, pero no sólo han cambiado en cuanto a su naturaleza («bonita», «saludable», «apegada a la tierra»), sino que muestran una alarmante tendencia a combinarse con modificaciones («algo», «ciertamente», «probablemente» —ninguno de ellos aparecía la primera vez). Además, adjetivos como «poco» o «pequeño» se repiten con mucha frecuencia, y sin embargo sólo habían aparecido una vez cuando el poeta era un «hombre». En palabras de Dahlerup, «el poeta hombre no escribió al parecer ni un solo “pequeño” poema». Su conclusión es que la actitud del crítico revela inconscientemente el hecho de que, como sugiere Mary Ellmann, los críticos sencillamente no pueden dar el mismo grado de autoridad a un autor si saben que es una mujer. Incluso cuando hacen una buena crítica a una mujer, automáticamente eligen adjetivos y expresiones que tienden a hacer que la poesía de las mujeres parezca dulce y encantadora (como se supone que son las mujeres), y no seria o importante (como se supone que son los hombres).
El capítulo final de Ellmann, titulado «Responses», trata de las estrategias que emplean las escritoras para enfrentarse al ataque machista descrito en sus primeros cuatro capítulos. Demuestra cómo las escritoras han sido capaces de utilizar, para sus fines destructores, los estereotipos de mujeres y de literatura de mujeres creados por los hombres. Jane Austen, por ejemplo, socava el tono autoritario del escritor, mediante su ingenio e ironía —como explica Ellmann, «nos damos cuenta de que la responsabilidad y la autoridad son incompatibles con la diversión» (209). El elogio que Ellmann hace a la prosa de Jane Austen es muy indicativo de su propia manera de escribir. Thinking about Women es una obra maestra de la ironía, y el ingenio que muestra a lo largo de toda la obra (aunque menos en la sección «Responses») es, como veremos más adelante, una parte importante de su argumentación. El humor de Ellmann contribuyó enormemente al éxito de su libro, aunque, irónicamente, algunos críticos no pudieron resistir la tentación de expresar sus elogios en los términos estereotipados que Ellmann tanto critica. La contraportada de la edición Harvest de Thinking about Womenmuestra el siguiente ejemplo de elogio fervoroso: «La estupidez sexual que enturbia nuestra manera de pensar sobre las mujeres no ha sido nunca tan bien explicada. Y un último espaldarazo, el más ferviente de todos: Mary Ellmann ha escrito un libro feminista muy divertido». En otra palabras: todos sabemos que las feministas no son más que unas tristes puritanas, así que razón de más para elogiar a Ellmann por ser una excepción a la regla. O como dice la misma Ellmann al exponer cómo las analogías sexuales desvirtúan el elogio de una obra que merece una aprobación «asexual»:
En este caso, el entusiasmo se encuentra en la explicación de hasta qué punto la obra carece de lo que la crítica detesta de las obras de mujeres. Estaba desesperado buscando una pajarera construida por una mujer; he aquí una pajarera hecha por una mujer. El placer puede incluso llegar hasta el punto de que el hombre admita su envidia por la obra en cuestión: ¡una pajarera tan excepcionalmente firme! (31)
¿Pero cuál es el efecto del prodigioso empleo de la ironía en los argumentos de Ellmann? Patricia Spacks opina que Ellmann escribe «en un estilo característico de mujer» (23), y que la específica feminidad de su discurso consiste en la exhibición de «un tipo de ingenio, y un uso del mismo, típicamente femeninos» (24). Spacks continúa:
Una nueva categoría surge ante ella: no es la indecisión de la pasividad, ni la irresolución de la inestabilidad, sino el recurso femenino de la evasión. El adversario que tratara de atacarla no la encontraría donde estaba cuando él la apuntaba. Encarna un tipo de mujer semejante al mercurio, siempre brillante, en movimiento irregular. (24)
Spacks evita aquí el concepto de ironía, quizá porque nunca se ha considerado un modelo típicamente femenino. En vez de ello, se centra en el concepto de «evasión», y trata de inventar un nuevo tipo de estereotipo femenino que encaje con el estilo de Ellmann. Pero esto es no entender el estilo de Ellmann. Intentaré demostrar que precisamente el empleo de la ironía es lo que le sirve a Ellmann de base para probar, por un lado, que los conceptos de masculinidad y de feminidad son meras convenciones sociales que no se basan en ninguna realidad objetiva, y por otro, que los estereotipos femeninos que describe se destruyen a sí mismos. Me valgo para ello de su presentación del estereotipo de «la Madre»:
La Madre nos servirá para ilustrar la tendencia explosiva: cada estereotipo tiene un límite; al rebasarlo, explota. Su ruina adquiere dos formas: 1) vulgarización total, y 2) reorganización de la ventaja, ahora en fragmentos, alrededor de un nuevo centro de desventaja. En esta segunda forma, los mismos elementos que habían constituido el ideal forman el resultante anatema. (131)
Este es también uno de los pocos párrafos en los que Ellmann resume la teoría que está detrás de su estrategia retórica, pues, durante casi toda la obra, se limita a demostrar con ejemplos prácticos que el estereotipo es al mismo tiempo ideal y horror, inclusivo y exclusivo —como cuando demuestra por primera vez cómo la figura de «la Madre» pasa de ser un ídolo venerado a ser una queja agresiva y castrante, y luego continúa:
Pero nuestro recelo con respecto a la maternidad no es más que una simple preocupación en comparación con nuestro resentimiento contra quienes no participan en ella. Nada hay tan cierto como la irritabilidad que transmiten todas las referencias a una virginidad prolongada; detrás de nosotros, y sin duda alguna ante nosotros, se extienden infinitas listas de insultos como solterona, reprimida, mojigata, beatorra, etc. (136)
Aquí el empleo de pronombres en plural, «nuestro» y «nosotros», indica que el narrador no hace sino señalar un error en el que «todos» incurrimos, mientras que la consecuencia lógica de la primera frase, paradójicamente, es que debemos ser todos estúpidos o estar locos por seguir esta práctica absurda. La estrategia narrativa funciona aquí para hacer que el lector («nosotros») rechace la estupidez descrita, suavizando al mismo tiempo la acusación con el empleo tranquilizador del «nosotros» y el «nuestro». Si la propia autora se incluye a sí misma en este ejemplo de negligencia, al menos «nosotros» no nos sentimos solos en nuestra estupidez. Pero este no es el único efecto del empleo táctico de pronombres en primera persona del plural en el párrafo. Mediante él se consigue igualmente que al lector le sea imposible rechazar la consecuencia paradójica de la primera frase: dado que el narrador no se sitúa en un nivel distinto del nuestro, sino que está con nosotros, se nos priva de un blanco externo en quien descargar nuestra agresividad. No hay en el texto nada que podamos considerar la queja de una solterona histérica. De este modo, la creciente sospecha del lector de que, en el fondo la autora puede estar tomándonos el pelo, de que quizá ella no se considere a sí misma uno de «nosotros», no encuentra ningún blanco, y su agresividad queda, pues, difusa en el mismo acto que la despierta.
En mi opinión, esta técnica narrativa no puede calificarse de «evasión femenina», puesto que es parte integrante de una iniciativa retórica que pretende destruir nuestras categorías sexuales, exactamente igual que cuando provoca y suaviza al mismo tiempo la agresividad del lector. El objetivo de la ironía de Ellmann es exponer dos aspectos distintos de la ideología machista. En el primer párrafo que he citado expone cómo todo estereotipo es autodestructivo, y se transforma fácilmente en su propia contradicción inestable, demostrando así que dichos estereotipos no son más que convenciones sociales al servicio de la ideología machista dominante. Pero, a diferencia de Millett, Ellmann ni por un momento cae en la tentación de pensar que esta ideología dominante forma un todo consistente y unificado. Muy al contrario, ambos pasajes ilustran los enredos y contradicciones que salen a la luz en cuanto un aspecto de esta ideología se compara con otro.
En Thinking about Wornen abundan ejemplos de este estilo destructor. El método favorito de Ellmann es yuxtaponer afirmaciones contradictorias, privando al lector de un comentario que le indique en qué posición se sitúa ella, como ocurre en este fragmento: «Cuando los hombres buscan la verdad, las mujeres se contentan con la mentira. Pero cuando los hombres buscan diversión o variedad, las mujeres contraatacan con su ridículo sentido del deber» (93-4). La ausencia de una voz del narrador identificable desempeña el mismo papel que la presencia consoladora de un «nosotros» posiblemente traicionero con el párrafo anterior: privado de un comentario autoritario sobre cuál es la posición que el autor desea que el lector adopte, éste continúa la lectura en espera de encontrar dicha guía de interpretación. El empleo de esta estrategia es abundante en Thinking about Women —de hecho, el párrafo que acabo de citar va precedido de una afirmación verdaderamente sincera: «En cualquier caso, la incongruencia del engaño y de la piedad no es más que uno de los sacrificios necesarios de la lógica para poder comparar» (93). Aunque parece obvio que el narrador encuentra dichas oposiciones incongruentes y que no son sino un sacrificio de la lógica, esta afirmación no deja de despertar dudas: el sacrificio de la lógica se califica de «necesario», y este simple adjetivo basta para sumir al lector en la duda. ¿Necesario para quién? O, ¿para qué fin? ¿Aprueba el narrador esta calificación de necesario o no? La ironía es aquí más débil a causa de la «incongruencia» que domina la primera parte de la frase, pero sigue estando presente de todos modos. Incluso cuando permite que su discurso quede sujeto a una determinada posición, Ellmann se cuida de evitar un estancamiento total: siempre hay una muestra de ingenio inquietante en alguna parte de sus frases.
Cuando Patricia Spacks califica el estilo de Ellmann de «esencialmente femenino», como ejemplo «de crítica capaz de demostrar que el encanto femenino puede competir con la fuerza masculina» (26) cae en la misma trampa metafísica que Ellmann trata de evitar, al fin y al cabo, Thinking about Women es una obra que expone las consecuencias negativas del pensamiento por analogías sexuales, no invita en ningún momento a seguir esta práctica. Para asegurarse de que el lector comprenda esta intención, Ellmann afirma categóricamente que «es imposible determinar el sexo de una frase» (172), y cita a Virginia Woolf para reforzar esta afirmación. Para Ellmann, la sexualidad no es reconocible en la construcción de frases o estrategias retóricas. Así pues, elogia la ironía de Jane Austen precisamente porque nos permite pensar desde fuera (o desde un lugar apartado) del campo de la analogía sexual: «Jane Austen… tenía al alcance de su imaginación una escena que nos debe resultar muy unitaria: el sexo no parece ni muy bueno ni muy malo» (212).
Como parte de su proyecto destructor, Ellmann propone utilizar los estereotipos sexuales en todo aquello para lo que puedan sernos útiles en relación con nuestros fines políticos. Esto es, al menos lo que ella hace en Thinking about Women. Si Patricia Spacks considera que el estilo de Ellmann es «evasivo» es porque ella cree que la «encantadora» fachada de su texto esconde una buena parte de «rabia feminista» (27). Esto implica que, mientras que Millett, según Spacks, deja ver su rabia en sus frases apasionadas, complejas y ofuscadas, Mary Ellmann oculta la misma rabia tras su ingenio elegante. Este argumento está basado en dos presunciones: que las feministas han de estar siempre rabiosas, y que cualquier ambigüedad de un texto, como la que surge con la ironía, ha de ser explicada en último término mediante una referencia a una causa subyacente, esencial y unitaria. Sin embargo, como el teórico ruso Mijail Bajtin ha demostrado en su estudio sobre Rabelais (Rabelais and His World), la rabia no es la única actitud revolucionaria que está a nuestro alcance. El poder de la risa puede ser igualmente subversivo, como cuando el Carnaval vuelve del revés las viejas jerarquías, borrando las antiguas diferencias y creando otras nuevas e inestables.
El ingenio refinado de Ellmann nos hace reír. Pero, en cualquier caso, no nos hace reír de una forma carnavalesca como Rabelais. ¿Cómo hemos de evaluar entonces los efectos de su libro? Políticamente hablando, es muy difícil atrapar al irónico precisamente porque es casi imposible encasillar su texto de una manera convincente.
En el discurso irónico, todo punto de vista se contradice a sí mismo, dejando así al escritor comprometido en una situación en la que su propio discurso puede llegar a destruir su objetivo político. La solución de Mary Ellmann a este dilema es introducir en sus textos el suficiente «suspense» no irónico para aclarar convenientemente la posición desde la que habla. Pero este método conlleva el peligro de echar a perder la sátira que se pretendía mantener. Ellmann decide escribir la última sección «Responses», desde una perspectiva directa, reservando la ironía a las secciones que tratan del discurso de los hombres sobre las mujeres. Puesto que esta sección final, escrita en un estilo más convencional, no trata de los mismos temas que las partes irónicas del texto, queda una pequeña rendija, el espacio para la ambigüedad que requiere el discurso irónico[3].
No hay, pues, ninguna razón para afirmar que la prosa satírica de Ellmann sea inherentemente menos perturbadora que la rabia explícita de Millett. El competidor británico más vendido del libro de Millett, The Female Eunuch (1970), de Germaine Greer, está basado también en la ironía, y no por ello ha dejado de tener una gran influencia en el movimiento de la mujer[4] . La reacción de Patricia Spacks ante el ensayo de Elamann —que por un lado interpreta los estereotipos como categorías esencialistas, y por otro considera la rabia como principal emoción feminista— es representativa de la acogida que Thinking about Women tuvo entre las feministas, pues aunque las críticas feministas que a principios de los 70 adoptaron el tipo de crítica denominado «Imágenes de Mujer» suelen reconocer a Ellmann como una de sus predecesoras, no dejan sin embargo de adoptar en sus lecturas las mismas categorías que Ellmann pretende destruir.
Traducción del libro Sexual/Textual Politics: Feminist Literary Theory. Toril Moi. Traducción: Mesa de Edición de Tachas. New Accents. 2002.
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Toril Moi (Farsund, Noruega, 1953). es profesora titular de la Cátedra James B. Duke de Literatura y Estudios Románicos, y profesora de Inglés y Estudios Teatrales en la Universidad de Duke. Es directora del Centro de Filosofía, Artes y Literatura de Duke. A partir de enero de 2017, también será profesora adjunta de investigación («Forsker II») en la Biblioteca Nacional de Noruega durante cinco años. Creció en la zona rural del suroeste de Noruega y estudió en la Universidad de Bergen. De 1979 a 1989 residió principalmente en Oxford, Reino Unido, y desde 1989 reside en Carolina del Norte.
Como académica, escribe sobre feminismo, teoría literaria, filosofía del lenguaje ordinario y literatura. Su primer libro, Sexual/Textual Politics: Feminist Literary Theory (1985), ha sido traducido a quince idiomas. Su libro de 1994, Simone de Beauvoir: The Making of an Intellectual Woman, ha sido traducido a cinco idiomas, y una segunda edición se publicó en 2008. Su libro, Henrik Ibsen and the Birth of Modernism, ganó el premio MLA al mejor libro de estudios literarios comparados de 2007. Su libro más reciente sobre teoría feminista es Sex, Gender and the Body: The Student Edition of What Is a Woman (2005). En mayo de 2017, Chicago University Press publicará su ambicioso nuevo libro sobre teoría literaria: Revolution of the Ordinary: Literary Studies after Wittgenstein, Austin, and Cavell.
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[1] Esta información está basada en la introducción de Robin Morgan a la antología Sisterbood is Powtrful.
[2] Citado por Morgan, 35-6.
[3] En último término, se podría argumentar que todo discurso es irónico, puesto que pronto se hace teórica y prácticamente imposible distinguir entre el discurso irónico y el no irónico. Ver Culler para un estudio de este problema en relación con el texto literario.
[4] The Female Eunuch no se estudia en este libro porque no es fundamentalmente una obra de crítica literaria. Sin embargo, en el capítulo titulado «Romance», Geer se introduce de pasada en este campo, analizando la novela sentimental popular.