viernes. 21.03.2025
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Los beats. A fines de los años 1950, el de los beats se convirtió en un gran movimiento contracultural masivo, pero primero fue un pequeño grupo literario. Durante la década anterior, Jack Kerouac, de veintitrés años, y Allen Ginsberg, de dieciséis, estudiantes de la Universidad de Columbia de Nueva York, visitaban reverentemente a William S. Burroughs, quien funcionaba como amigo pero también como mentor y gurú; gran conocedor de literatura, arte, psicoanálisis y antropología, Burroughs resultó ser un viajero “de pata ancha, muy andado” y un sibarita de todo tipo de drogas, aunque en aquella época prefería la heroína. A este grupo informal se unieron más tarde los poetas Gregory Corso y Gary Snyder, el novelista John Cellon Holmes y el loco de tiempo completo Neal Cassidy, alias Dean Moriarty en la novela En el camino de Kerouac y legendario chofer de Furthur, el autobús psicodélico de Ken Kesey. A Cassady, por cierto, también le gustaba México y murió en San Miguel de Allende.

Todos coincidían en una profunda insatisfacción contra el mundo de la posguerra, creían que se debía ver la realidad desde una perspectiva distinta y crear un arte libre, desnudo, confesional, personal, social y generacional, coloquial y culto a la vez, que tocara fondo y rompiera con las camisas de fuerzas de los cánones estéticos imperantes. Un equivalente a algo así como las improvisaciones del jazz. La idea era producir obras acabadas a la primera intención, sin correcciones que le extirparan la vida a la espontáneo e impremeditado.

También estaban de acuerdo en consumir distintas drogas para “facilitar”, decía Allen Ginsberg muy serio, “el descubrimiento de una forma de vivir que nos permitiera convertirnos en grandes escritores”. En un principio le tupieron al alcohol y a la mariguana, pero después también le entraron a las anfetaminas y a los opiáceos. Fueron pioneros de los alucinógenos, peyote en un principio. Por cierto, en eso de pasonearse para crear, los antecesores de esos beats fueron los muralistas mexicanos, quienes, en una asamblea a fines de los años 1920, acordaron, por aclamación, fumar mariguana para pintar mejor, ya que, según dijo el gran mitómano Diego Rivera, “eso hacían los aztecas en sus buenos tiempos” sin fijarse en detalles como que la cannabis llegó a México hasta después de la Conquista.

Jack Kerouac bautizó y definió al grupo: “Somos una generación de furtivos”, le dijo a Cellon Holmes, quien lo transcribió en Go, la primera, y según dicen muy buena, novela sobre los beats, publicada en 1952; “una especie de ya no aguanto más y una fatiga de todas las formas, todas las convenciones del mundo… Somos a beat generation.” Beat admite muchos significados; es un golpe rítmico y un latido del corazón, pero también quiere decir golpeado, derrotado, exhausto. Para Kerouac, asimismo, era una generación de “beatífico”, o extático, pues esos gruesos jóvenes pronto se interesaron por los estados místicos, el orientalismo y, muy especialmente el budismo. Como a la vez admitían las drogas, la libertad sexual y el hedonismo dionisiaco, el movimiento beat fue descendiente directo de los poetas malditos y sus “bodas del cielo y el infierno”. En El camino, Kerouac difinió a su personaje Dean Moriarty, o sea, Neal Cassady, como “BEAT, la raíz, el alma del beatífico”. Tenía razón, la religiosidad era profunda entre ellos, que además se caracterizaron por la entrega y devoción con que emprendieron sus proyectos. Fueron individuos de una pureza insólita en tiempos cada vez más materialistas y deshumanizados. Hasta cierto punto, se explicaba que en países como Francia, Alemania e Inglaterra surgieran jóvenes desencantados después de los horrores de la segunda guerra mundial, pero que en el país más rico, el vencedor, el temible gendarme internacional de las armas nucleares, un grupo de jóvenes no sólo rechazara “el mito americano” sino que se considerase agotado, vencido y golpeado; los beats manifestaban que, tras su fachada de color de rosa, Estados Unidos desgastaba precipitadamente sus materialistas y belicistas mitos rectores: el destino-manifiesto, el país-donde-todos-pueden-ser-millonarios.

José Agustín