viernes. 19.04.2024
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La mujer no es víctima de ninguna misteriosa fatalidad

Simone de Beauvoir
La mujer no es víctima de ninguna misteriosa fatalidad

La mujer no es víctima de ninguna misteriosa fatalidad; las singularidades que la especifican derivan su importancia de la significación que revisten; podrán ser superadas tan pronto como sean captadas en nuevas perspectivas; así se ha visto que, a través de su experiencia erótica, la mujer experimenta a menudo detesta— la dominación del varón. De ello no hay que deducir que sus ovarios la condenan a vivir eternamente de rodillas. La agresividad viril no aparece como un privilegio señorial nada más que en el seno de un sistema que conspira todo entero para afirmar la soberanía masculina; y las mujer se siente el acto amoroso tan profundamente pasiva, porque ya se piensa como tal. Al reivindicar su dignidad de seres humanos, muchas mujeres modernas captan todavía su vida erótica a partir de una tradición de esclavitud: así les parece humillante permanecer acostadas debajo del hombre y ser penetradas por él, y ello las crispa en la frigidez; pero si la realidad fuera diferente, el sentido que expresan simbólicamente gestos y posturas amorosos lo sería también: una mujer que paga, que domina a su amante, puede sentirse orgullosa, por ejemplo, de su soberbia ociosidad y considerar que esclaviza al varón que se agota activamente; y ya existen multitud de parejas sexualmente equilibradas y entre las cuales las nociones de victoria y derrota han cedido el paso a la idea de un intercambio. En verdad, el hombre, como la mujer, es carne y, por tanto, pasividad, juguete de sus hormonas y de la especie, inquieta presa de su deseo; y ella, como él, en el seno de la fiebre carnal, es consentimiento, don voluntario, actividad; cada uno de ellos vive a su manera el extraño equívoco de la existencia hecha cuerpo. En esos combates en los cuales creen enfrentarse el uno al otro, cada cual lucha contra sí mismo, proyectando en su compañero esa parte de sí mismo que cada cual repudia; en lugar de vivir la ambigüedad de su condición, cada uno de ellos se esfuerza por hacer soportar al otro su abyección, reservándose para sí el honor. Si, no obstante, ambos la asumiesen con lúcida modestia, correlativa de un auténtico orgullo, se reconocerían como semejantes y vivirían ansiosamente el drama erótico. El hecho de ser un ser humano es infinitamente más importante que todas las singularidades que distinguen a los seres humanos; nunca es el dato lo que confiere superioridad: la “virtud”, como la llamaban los antiguos, se define al nivel de “lo que depende de nosotros”. En los dos sexos se desarrolla el mismo drama de la carne y el espíritu, de la finitud y la trascendnecia; a ambos, los roe el tiempo, los acecha la muerte; ambos tienen la misma necesidad esencial uno del otro; y pueden extraer de su libertad la misma gloria: si supiesen saborearla, no sentirían la tentación de disputarse falaces privilegios; y entonces podría nacer la fraternidad entre ellos.

Se me dirá que todas estas consideraciones son puramente utópicas, puesto que para “rehacer a la mujer” sería preciso que la sociedad ya lo hubiera hecho realmente la igual del hombre; los conservadores, en todas las circunstancias análogas, no han dejado nunca de denunciar este círculo vicioso; sin embargo, la Historia no gira en redondo. Sin duda, si se mantiene una casta en estado de inferioridad, seguirá siendo inferior; pero la libertad puede romper ese círculo; que se deje votar a los negros, y se convertirán en personas dignas del voto; que se den responsabilidades a la mujer, y sabrá asumirlas; la cuestión estriba en que sería ocioso esperar de los opresores un movimiento gratuito de generosidad; sin embargo, unas veces la rebelión de los oprimidos y otras la evolución misma de la casta privilegiada crean situaciones nuevas; de ese modo, los hombres se han visto obligados en su propio interés, a emancipar parcialmente a las mujeres; éstas sólo tienen que proseguir su ascensión, alentadas por los éxitos que obtienen; parece casi seguro que dentro de un periodo de tiempo más o menos largo accederán a la perfecta igualdad económica y social, lo que llevará consigo una metamorfosis interior.

En todo caso, objetarán algunos, si un mundo tal es posible, no es deseable. Cuando la mujer sea “lo mismo” que el hombre, la vida perderá “toda su sal”. Este argumento tampoco es nuevo: los que tienen interés en perpetuar el presente, siempre vierten lágrimas sobre el mirífico pasado que va a desaparecer, sin otorgar una sonrisa al joven provenir. Es cierto que al suprimir los mercados de esclavos se han aniquilado las grandes plantaciones tan magníficamente adornadas de azaleas y camelias, se ha arruinado toda la delicada civilización sudista; los viejos encajes se han reunido en los desvanes del tiempo con los timbres tan puros de los castrados de la Capilla Sixtina, y hay un cierto “encanto femenino” que amenaza con caer igualmente convertido en polvo. Convengo en que es un bárbaro aquel que no aprecia las flores raras, las puntillas, el cristal de una voz de eunuco, el encanto femenino. Cuando se muestra en todo su esplendor, la “mujer encantadora” es un objeto mucho más excitante que las “pinturas idiotas, dinteles, decoraciones, ropas de saltimbanquis, adornada con los más modernos artificios, trabajadas según las técnicas más recientes, llega desde el fondo de los tiempos, de Tebas, de Minos, de Chichén Itzá; y la mayor maravilla es que, bajo sus cabellos teñidos, el rumor del follaje se hace pensamiento y de sus senos se escapan palabras. Los hombres tienden sus manos ávidas hacia el prodigio; pero tan pronto como lo cogen, se desvanece; la esposa, la querida, hablan como todo el mundo, con la boca; sus palabras valen justamente lo que valen; sus senos también. Milagro tan fugaz —y tan raro— ¿merece que se perpetúe una situación nefasta para ambos sexos? Se puede apreciar la belleza de las flores, el encanto de las mujeres, y apreciarlos en su justo valor; si esos tesoros hay que pagarlos con sangre o con la desdicha, preciso será saber sacrificarlos.

El hecho es que este sacrificio se les antoja a los hombres singularmente pesado; hay pocos que deseen de corazón que la mujer termine de realizarse; quienes la desprecian, no ven qué ganancia podrían obtener de ello, y quienes la quieren bien, ven demasiado claro lo que pueden perder; y es verdad que la evolución actual no amenaza solamente el encanto femenino: al ponerse a existir por sí misma, la mujer abdicará la función de doble y de mediatriz que le vale en el universo masculino su lugar privilegiado; para el hombre apasionado entre el silencio de la Naturaleza y la exigente presencia de otras libertades, un ser que sea a la vez su semejante y una cosa pasiva se presenta como un gran tesoro; la figura bajo la cual percibe a su compañera bien pudiera ser mítica, pero las experiencias de que ella es fuente o pretexto no por ellos son menos reales; y no las hay apenas más preciosas, más íntimas y más ardientes; no es cosa de negar que la dependencia, la inferioridad y el infortunio femeninos les den su carácter singular; seguramente la autonomía de la mujer, aunque ahorre a los varones multitud de molestias, los privará también de muchas facilidades; con toda seguridad, ciertas maneras de vivir la aventura sexual se perderán en el mundo del mañana; pero eso no significa que serán desterrados de éste el amor, la dicha, la poesía. Guardémonos de que nuestra falta de imaginación despueble el porvenir; éste no es para nosotros más que una abstracción; cada uno de nosotros deplora sordamente la ausencia de lo que fue; pero la Humanidad del mañana lo vivirá en su carne y en libertad, ése será su presente y, a su vez, ella lo preferirá; entre los sexos nacerán nuevas relaciones carnales y afectivas, respecto a las cuales no tenemos la menor idea: ya han aparecido entre hombres y mujeres amistades, rivalidades, complicidades, camaraderías castas o sexuales, que los pasados siglos no habrían podido inventar. Entre otras coas nada me parece más discutible que el slogan que condena al mundo nuevo a la uniformidad y, por tanto, al tedio. No veo que el tedio esté ausente de este nuestro mundo, ni que la libertad haya creado nunca uniformidad. En primer lugar, siempre habrá entre el hombre y la mujer ciertas diferencias; al tener una figura singular, su erotismo, y por ende su vida sexual, no podrían dejar de engendrar en la mujer una sensualidad y una sensibilidad singulares; sus relaciones con el propio cuerpo, con el cuerpo masculino, con el hijo, no serán jamás idénticas a las que el hombre sostiene con su propio cuerpo, con el cuerpo femenino y con el hijo; los que tanto hablan de “igualdad en la diferencia” darían muestras de mala voluntad si no me concediesen que pueden existir diferencias en la igualdad. Por otra parte, son las instituciones las que crean la monotonía: jóvenes y bonitas, las esclavas del serrallo son siempre las mismas en los brazos del sultán; el cristianismo ha dado al erotismo su sabor a pecado y leyenda al dotar de un alma a la hembra del hombre; aunque se le restituyera su soberana singularidad, no se quitaría su sabor patético a los abrazos amorosos. Es absurdo pretender que la orgía, el vicio, el éxtasis y la pasiónserían imposibles si fuera posible que el hombre y la mujer fuesen concretamente semejantes; las contradicciones que oponen la carne al espíritu, el instante al tiempo, el vértigo de la inmanencia al llamamiento a la trascendencia, lo absoluto del placer a la nada del olvido, jamás desaparecerán; en la sexualidad se materializarán siempre la tensión, el desgarramiento, el gozo, el fracaso y el triunfo de la existencia. Liberar a la mujer es negarse a encerrarla en las relaciones que sostiene con el hombre, pero no negarlas; aunque se planteé para si, no por ella dejará de seguir existiendo también para él: reconociéndose mutuamente como sujeto, cada uno seguirá siendo, no obstante, para el otro, un otro: la reciprocidad de sus relaciones no suprimirá los milagros que engendra la división de los seres humanos en dos categorías separadas: el deseo, la posesión, el amor, la aventura; y las palabras que nos conmueven: dar, conquistar, unirse, conservarán su sentido; por el contrario, cuando sea abolida la esclavitud de una mitad de la Humanidad y todo el sistema de hipocresía que implica, la “sección” de la Humanidad revelará su auténtica significación y la pareja humana hallará su verdadera figura.

“La relación inmediata, natural y necesaria del hombre con el hombre es la relación del hombre con la mujer”,  ha dicho Marx. “Del carácter de esa relación se deduce hasta qué punto e hombre se ha comprendido a sí mismo como ser genérico, como hombre; la relación del hombre con la mujer es la relación más natural entre el ser humano y el ser humano. Ahí se demuestra, por tanto, hasta qué punto el comportamiento natural del hombre se ha hecho humano o hasta qué punto el ser humano se ha convertido en su ser natural, hasta qué punto su naturaleza humana se ha convertido en su naturaleza”.

Imposible sería expresarlo mejor. Al hombre corresponde hacer triunfar el reino de la libertad en el seno del mundo establecido; para alcanzar esa suprema victoria es necesario entre otras cosas que, por encima de sus diferencia naturales, hombres y mujeres afirmen sin equívocos su fraternidad.