jueves. 25.04.2024
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En un descuido

David Ibarra

En un descuido

Sonó el despertador, pero lo apagó y se quedó dormido.  “Diez minutos más”, pensó.

Volvió a sonar y lo apagó otra vez, de mala gana, y trató de espantarse el sueño como quien quita una telaraña.

Se levantó dando traspiés. Juntó la ropa y la puso en una silla para alcanzarla al salir del baño. Comenzó a soñar despierto y se imaginó en el mar, flotando de “muertito” y con una hielera llena de cervezas amarrada al alcance de la mano.

Entonces el agua caliente se acabó y el chorro frío le espantó el letargo.

Calentó una taza de café y la bebió de prisa. Ya se le había hecho tarde.

Abrió la puerta del banco, que rechinaba siempre y le provocaba escalofríos; le recordaba la tapa de un ataúd.

Durante 15 años había trabajado como guardia de seguridad, y tenía de recuerdo tres heridas de bala de sendos asaltos. Era la única compensación que había recibido. Ni un estímulo, ni un regalo, ni una gratificación. Solamente trabajo y regaños.

La gerente le ordenó que no se durmiera en la silla otra vez, porque daba mala imagen, aunque hubiera pocos clientes.

Estaba cansado, agotado de seguir una rutina y una costumbre por obligación. Pero ya estaba grande y no era tiempo de buscarle por otro lado.

Cerca del medio día, en un arranque de desesperación, sacó su navaja y la puso en el cuello de la gerente.

“Saque todo el dinero que hay en la bóveda y démelo, o se muere...”, le dijo.

Temblando, con un escalofrío húmedo pegado a su espalda, ella le entregó dos sacos repletos, sin saber cuánto era.

Él se dio por bien servido y salió, tranquilamente y al sentirse libre, a sus pies les salieron alas.

Iba ya rumbo al mar.