Olvido
Mauricio Miranda

Con la lógica se llega a la realidad sólo en parte.
Comenzó a sudar excesivamente: axilas, espalda, pecho, brazos, todo estaba empapado. Pagó, se salió del bar y se fue por un callejón que estaba al lado hasta que encontró dónde sentarse. Puso los codos casi sobre sus rodillas y se detuvo la cara con las manos, entre sus zapatos caían cada vez más gotas de sudor y luego empezaron a caer chorros, como si exprimieran una esponja a la que nunca se le terminara el agua. No era posible que tuviera tanto líquido en la cabeza, ni siquiera en todo el cuerpo, pero un doctor, que fue su maestro, le había dicho que en medicina todo era posible, así que si estaba sucediendo había que mantenerse en observación.
Debía volver al bar para pedir ayuda, no podía gritar porque desde hacía unos momentos no paraba de secretar saliva y por más que escupía no se le acababa. Pensó que debía sentir miedo, porque al llegar a cierto punto de deshidratación su corazón se ahogaría tratando de bombear una sangre espesa como arena. Quería levantarse porque de otra forma moriría, pero no se ponía de pie, una desidia indolente ensordecía su deseo, de manera similar al sapo que flota en un frasco con agua al que poco a poco le van subiendo la temperatura, si la subieran rápidamente el sapo sentiría que se quema y brincaría, pero como es muy lento el cambio las terminales nerviosas se van acostumbrando hasta que la carne, los ojos, el cerebro, todo el sapo queda cocido.
Sabía que debía alarmarse ante su propia actitud y no ponerse a pensar en experimentos de biología, pero por alguna razón sus emociones se habían adormecido, no, no podía ser una razón, porque nada de esto tenía lógica, más bien, de alguna forma sus emociones se habían adormecido, y otra vez se sorprendía de estar pensando en las palabras, que si forma o que si razón, mientras que no había parado ni un instante de sudar. Otro profesor les pidió lancetas y gasas y un reloj, la idea era hacer una punción en el lóbulo de la oreja y con las gasas se limpiaría la sangre que brotara y se mediría el tiempo hasta que ya no saliera más. ¿De qué nos va a servir eso, doctor? Es para detectar enfermedades, lo normal es que se detenga el sangrado, en la hemofilia, por ejemplo, nunca se detiene. No era normal que siguiera y siguiera escurriendo sudor sin pausa, pero más que preocuparse por eso pensó en que su estado se llamaría sudorofilia, la palabra le pareció adecuada, aunque dejaba fuera lo de la salivación.
Un poco después de sentarse, su cabello mojado se había agrupado en mechones que parecían estalactitas por las que escurría el sudor, pero después el líquido ya no respetaba ningún patrón, caía por todas partes como una pequeña cascada. El esperaba que de un momento a otro el sudor se enturbiara, pero pasaba lo contrario, cada vez se volvía más diáfano, más cristalino y conservando su transparencia cambió a una tonalidad roja, como de vitral. Por la pérdida de líquidos que debía tener a estas alturas era irremediable la muerte, pero el hecho de que ahora hubiera sangrado le daba un toque de mayor seriedad, ya era inconcebible que pudieran salvarle la vida, sería inverosímil hasta para una película de acción.
Había leído sobre una señora gorda que estaba esperando el siga en su automóvil, veía el teléfono celular y el rojo, no tenía mensajes y el rojo, se puso a ver mensajes anteriores y continuaba el rojo, vio la luz verde y avanzó al tiempo que apagaba el teléfono y de la nada salió un automóvil que embistió por el costado su cuerpo con tanta violencia que su cabeza no pudo seguirlo, el cuello intentó jalarla con todas sus fuerzas, pero los huesos al intentar estirarse se rompieron y las astillas se metieron en la médula espinal. La señora no se murió de milagro, pero quedó completamente inmovilizada de la nariz para abajo, podía respirar, pero no caminar ni agarrar sus cigarrillos ni sonreír, lo único que le quedaba era el tabaquismo y el movimiento de los párpados con el que se comunicaba. Los que se turnaban a cuidarla le atoraban a veces un cigarrillo en la fosa nasal con papel del baño para que dejara de parpadear y se iban a hacer otras cosas. Un día el cigarrillo se cayó sobre su brazo izquierdo y rodó por el antebrazo hasta quedar sobre el colchón. Ella podía ver cómo poco a poco iba creciendo el fuego que acabaría por cocinarla viva, pero no tenía miedo, sabía que iba a morir, pero no sentía ni desesperación, ni miedo.
El artículo sobre la señora decía que no sólo el cerebro envía señales al cuerpo, sino que también pasa al revés, como cuando una persona está en el sillón del dentista y escucha el zzzzzzzzzzzzzz del taladro; el cerebro le manda al cuerpo la señal de que hay un peligro y éste se pone rígido. Es hasta que el cerebro recibe la confirmación de que el cuerpo se ha endurecido que se acentúa la sensación de terror, pero si la persona pudiera relajar sus músculos, la desagradable emoción prácticamente desaparecería, aunque ante el dolor del taladro que perfora el nervio dental es difícil mantener al cuerpo impasible, sólo es fácil cuando se está cuadripléjico como la señora y se ha perdido tanto el movimiento como la sensibilidad, entonces sí la mente se confunde y no siente ningún temor a ser quemada viva. Pero él no chocó ni nada, tampoco le gusta fumar, la postura en la que está sentado con el rostro entre sus manos está asociada más a la desolación, a la desmoralización, que a la insensibilidad o a la indiferencia. La señora sabía que debía quitarse de la cama o al menos intentar apagar el fuego, pero no podía hacerlo, él sí puede levantarse y ve claramente que debe hacerlo, pero no lo hace, lo que le demuestra que la lógica y los actos voluntarios son dos cosas, al menos, distintas.
El charco, que cada vez se torna más rojizo se extiende más allá de lo que alcanza a ver. Él es un sapo que gira despacio en su propia sangre, tranquilo, a la espera de ser embestido por una muerte que viaja lo más lento posible. Normalmente él siempre había sido reservado, pero aun así platicaba de manera fluida sobre quién era, en qué trabajaba, qué cosas le gustaban, cuántos hermanos tenía y ahora todo le parecía accesorio, de su vida sólo recordaba que había dejado a su gato encerrado antes de salir, tendría agua para dos o tres días, aunque no se preocupaba mucho, pues los gatos son inteligentes, seguramente encontraría una forma de salir o de llamar la atención, él quedaría ante la sociedad virtual como un monstruo que dejó a un pobre animal encerrado en un ambiente desnaturalizado, en el que no puede cazar, pero es capaz de oler la comida que está dentro de la alacena cerrada. También había dejado un topper con comida de ayer en el refrigerador, siempre guardaba la comida que quedaba y días después, cuando empezaba a oler mal el refrigerador la tiraba, ya nunca sabrá por qué hacía eso, él y la comida empezarían dentro de muy poco a echarse a perder y al descubrirlos alguien sentiría asco.
Unos minutos después el sudor, la salivación y el sangrado se detienen. Sobre las palmas de sus manos siente el rostro lleno de cuarteaduras, piensa en una amplia extensión de tierra completamente seca, aunque su piel conserva todavía cierta humedad. El goteo se escucha cada vez más espaciado y con menor intensidad, luego empiezan a caer pedazos que él cree provienen de su piel, parecen más bien trocitos de plastilina color carne que, plop, se hunden un poco en el charco, para luego salir a flote y navegar un poco más allá, dejando así espacio a los nuevos que caen. No siente hambre, ni sed, sólo un ligero cansancio. Se quita el suéter que, mojado, pesa más que su gato, lo acomoda en el suelo como almohada y se acuesta, todos sus movimientos producen un crujir de ramas secas. Le parece que no tiene caso permanecer despierto para enterarse en qué acabará todo.
Mauricio Miranda (1974-2015). Publicó en el 2007 el libro No morirás del todo, Instituto Cultural de León y en el 2004 el libro La mujer abeja, Ediciones Media Luna. Aparece en la antología de cuento del 2001, Palabras Germinales, de Editorial La Rana y en la antología del 2009, Una cierta alegría en no saber a dónde vamos, del Instituto Cultural de León. Becario en dos ocasiones del Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato en: Estímulos a jóvenes creadores (2000 y 2003) y Coordinador del taller de creación literaria de la Universidad Iberoamericana León 2006-2008.