Es lo Cotidiano

Mascota

Malcom X

El 27 de junio de 1937, el boxeador Joe Louis venció a James J. Braddock y se convirtió en el campeón del mundo de los pesos pesados. Los negros de Lansing, y los de todas partes, estaban locos de alegría: Joe Louis era el orgullo de nuestra raza, el ídolo de mi generación. Desde que empezaban a andar, los niños negros soñaban con ser la próxima «bomba negra». Mi hermano Philbert no era una excepción; en la escuela era ya bastante buen boxeador (Yo en cambio, empecé a jugar baloncesto pero no tuve mucho éxito. Era muy alto, pero muy torpe). En otoño de ese mismo año, Philbert participó en los combates de aficionados que se celebraban en el Auditórium Prudden de Lansing. Resultó vencedor en las pruebas eliminatorias que eran cada vez más difíciles. Yo iba a ver cómo se entrenaba en el gimnasio. Era apasionante. Quizás sin darme cuenta le envidiaba secretamente. Además, no podía pasarse desapercibido que la admiración que Reginald había sentido siempre por mí empezaba a desviarse.

Philbert era un boxeador innato, decían. Pensé que siendo de la misma familia, yo también debía serlo. Y entré en el mundo del boxeo. Creo que tenía trece años cuando me inscribí para el primer combate. Pero era tan alto y tan atrevido que aparentaba dieciséis, como mínimo. Pesaba 58 kilos. Era por tanto un peso pluma.

Mi contrincante era un blanco, novato como yo, que se llamaba Bill Peterson. Nunca lo olvidaré. Cuando nos llegó el turno, mis hermanos, y casi toda la gente que conocía, estaban mirándome. No es que hubieran venido a verme a mí precisamente, sino a Philbert, que empezaba ya a preparar una buena segunda parte. Sus admiradores querían saber qué haría.

Salté al ring y me presentaron a Bill. Después el árbitro soltó el habitual rollo sobre el fair play que esperaba de nosotros. Sonó la campana. Yo sabía que estaba asustado, pero lo que no sabía (Bill Peterson me lo dijo más tarde) es que él también lo estaba. Tenía tanto miedo de que le hiciera daño, que me tumbó al menos cincuenta veces.

Perdí mi reputación en el barrio negro hasta tal punto que casi tuve que desaparecer de la circulación. Un negro no puede dejarse vencer por un blanco y volver con la frente alta a su barrio. Y menos en aquella época en que los deportes y, en menor escala, los espectáculos, eran los únicos campos en los que un negro podía vencer a un blanco sin ser linchado. Cuando volví a aparecer por allí, los negros que me conocían se burlaban tanto de mí que comprendí que tenía que hacer algo.

Lo que más me humilló fue el comportamiento de Reginald, mi hermano pequeño: no hablaba nunca del combate. Pero era la manera en que me miraba y evitaba mi mirada. Volví pues al gimnasio y me entrené duramente. Pegaba puñetazos a los sacos, saltaba a la cuerda, gruñía, sudaba agua y sangre. Finalmente me inscribí en las listas, para combatir con Bill Peterson.

Este segundo encuentro tuvo sólo una ventaja respecto al primero, y es que casi ninguno de mis amigos estaba en la sala. Agradecí sobre todo que Reginald no hubiera venido. En cuanto sonó la campana me llegó un puñetazo, después la lona subió; diez segundos más tarde, el árbitro pronunciaba: «¡Diez!» sobre mi cabeza. Fue, sin duda alguna, el combate más corto de la Historia. Oía cómo el árbitro contaba, pero yo me sentía incapaz de levantarme. A decir verdad, no estoy muy seguro de que quisiera hacerlo.

Ese blanco fue el principio y el fin de mi carrera pugilística. Durante estos últimos años, desde que me convertí en musulmán, he pensado muchas veces en esta historia y creo que fue Allah quien impidió que siguiera adelante: hubiera podido convertirme en un «punchy».

Poco después de ocurrir esto, entré en una clase con el sombrero puesto. Lo hice adrede. El profesor, que era blanco, me ordenó que me lo quitase y que me paseara por toda la clase hasta que él me lo dijera. «Así, dijo, todo el mundo te verá. Y mientras tanto daremos la clase para los que quieren aprender».

Estaba todavía paseándome cuando se levantó para escribir algo en la pizarra. Todos los alumnos le miraban. Entonces pasé por detrás de su mesa y puse un clavo en la silla. Cuando volvió a sentarse, yo estaba ya lejos del lugar del crimen, en el fondo de la sala. Se sentó sobre el clavo. Le oí chillar y levantarse como un rayo mientras yo salía por la puerta.

Mi conducta era tal, que no me sorprendió lo más mínimo que me expulsaran.

Supongo que debí pensar que no asistiendo a la escuela, podría quedarme en casa de los Gohanna y pasearme por la ciudad o quizás encontrar un trabajo para ganar un poco de dinero. Por esto me quedé tan sorprendido cuando un funcionario del Estado, al que yo no conocía, vino a buscarme a casa de los Gohanna y me llevó ante el tribunal.

Me dijeron que iba a ir a un reformatorio. Yo tenía trece años.

Pero primero me llevaron a una casa de detención, en Mason (Michigan), a doce millas de Lansing. Allí iban todos los chicos y chicas «malos» de la región de Ingham, en espera de comparecer ante el tribunal de menores.

El funcionario blanco se llamaba Maynard Alien. Era más amable conmigo que la mayoría de los de la Asistencia. Incluso trató de consolar a los Gohanna y a la señora Adcock y a Big Boy que lloraban a lágrima viva. Yo no. Puse la poca ropa que tenía en una caja. Fuimos a Mason en el coche de Allen. Me dijo que si iba por el buen camino podría llegar a ser alguien, se veía en mis notas. Añadió que se hablaba injustamente de los reformatorios, que eran sitios donde un joven como yo podía mejorar, tomar conciencia de sus errores y llegar a ser alguien de quien todo el mundo se sentiría orgulloso. Me dijo también que la directora del reformatorio, una tal señora Swerlin, y su marido, eran muy buenas personas.

Y era verdad. La señora Swerlin dominaba a su marido: recuerdo que era una mujer robusta, con mucho pecho, que siempre estaba riendo. El señor Swerlin era delgado; tenía el pelo y el bigote negros y muchos colores en la cara. Era discreto y educado, incluso conmigo.

Les caí en gracia desde el primer momento. La señora Swerlin me enseñó mi habitación, mi propia habitación, la primera que tenía en mi vida. Estaba en un gran edificio, como un inmenso dormitorio, donde colocaban y colocan todavía a los jóvenes detenidos. Descubrí enseguida, con gran asombro por mi parte, que se autorizaba comer en la mesa de los Swerlin. Era la primera vez que comía con adultos blancos desde las reuniones de los Adventistas del Séptimo Día. Naturalmente, yo no era el único que tenía ese privilegio: excepto los más indisciplinados —los que habían intentado escaparse— comíamos todos con los Swerlin, que se sentaban al extremo de una mesa muy larga.

Empecé a barrer y a limpiar el polvo como lo hacía en casa de los Gohanna con Big Boy.

Todos estaban satisfechos de mí, y como me querían, me aceptaron enseguida. Ahora me doy cuenta de que me tomaban por una mascota. Delante de mí hablaban de todo y de nada, como quien habla con su canario. Incluso hablaban de mí, o de los niggers, como si yo no estuviera o no entendiera el sentido de esa palabra. La repetían al menos cien veces al día, pero no era con malicia, sino al contrario. Un día el señor Swerlin al volver de un paseo por el barrio negro, dijo a su esposa: «No entiendo cómo se las arreglan los niggers para ser felices y pobres a la vez». Añadió que vivían en barracas, pero en cambio tenían unos magníficos coches a la puerta.

La señora Swerlin respondió, también delante mío: «Los niggers son así». No olvidaré nunca esa conversación.

Lo mismo ocurría con los blancos, casi siempre relacionados con la política, que venían a ver a los Swerlin. La mayoría de las veces, los niggers eran su tema de conversación. El magistrado que llevaba mi caso en Lansing era muy amigo de los Swerlin. Preguntó por mí en cuanto llegó y me miró de arriba a abajo como si fuera una muestra o un perro de caza.

Jamás se les ocurrió pensar que yo era capaz de entender, que no era un perrito, sino un ser humano. No me atribuían ni sensibilidad, ni inteligencia, ni las facultades que hubieran reconocido en un muchacho blanco. Los blancos han considerado siempre a los negros como unos seres que pueden estar con ellos, pero no pueden ser como ellos. Aunque pareciese que me abrían las puertas, seguían estando cerradas. En el fondo no me veían nunca, a mí mismo.

Y es precisamente esta clase de condescendencia la que hoy trato de desenmascarar a los negros ávidos de «integrarse» en la sociedad americana, que consideran a sus amigos blancos como «liberales», los llamados «buenos blancos». Son «amables». ¿Y después qué? Piensan que no los ven nunca como se ven a sí mismos, o como ven a los suyos. Puede que el blanco esté junto al negro en lo fácil, pero nunca en lo difícil. En el fondo, está convencido hasta la médula de que vale más que cualquier negro.

Pero yo no me daba cuenta de todo esto cuando estaba en la casa de detención. Hacía mi trabajo y todo iba bien. Los fines de semana me daban permiso para ir a Lansing. Nadie me impedía pasear por las calles del barrio negro, incluso de noche. No tenía la edad, pero la aparentaba por mi altura.

Crecía más rápidamente que Wilfred y Philbert. Ellos habían empezado ya a conocer chicas en los bailes de la escuela y me presentaron algunas. Pero las que me encontraban agradable no me gustaban a mí, y viceversa. De todos modos, yo no sabía bailar y no tenía la menor intención de malgastar mis pocos dimes con unas chicas. Prefería pasar estos sábados por la noche paseando por los bares y restaurantes negros. En los jukeboxes sonaba el Tuxedo Junction de Erskine Hawkins. A veces venían algunas «bandas» de Nueva York. Allí oí hablar por primera vez de Lucky Thompson y de Milt Jackson, a los que luego conocería en Harlem.

Muchos jóvenes salían el día previsto de la casa de detención para ir al reformatorio. Pero cuando llegó mi turno, y llegó dos o tres veces, se ignoraron las órdenes. Yo se lo agradecía mucho a la señora Swerlin —sabía que era ella quien lo arreglaba todo— porque no quería irme.

Un día me dijo que iba a ir al instituto de Mason. Era la única escuela de la ciudad. Los pupilos de la casa de detención no iban casi nunca allí. Los únicos negros que había, además de mí, eran los Lyons, más jóvenes que yo, que iban a clases inferiores. Resultó que éramos los únicos negros de Mason. Los Lyons, aun siendo negros, eran gente muy apreciada. El señor Lyons era inteligente y trabajaba mucho. La señora Lyons era una mujer estupenda. Ella y mi madre eran dos de las cuatro personas procedentes de las Antillas, que vivían en Michigan.

Algunos de los jóvenes blancos que conocí eran todavía más simpáticos que los de Lansing. Me trataban como a un nigger, naturalmente, pero no querían hacerme ningún daño, como los Swerlin. Al ser el único nigger de la clase me hice muy popular, en parte, supongo que debía ser porque representaba una novedad. Estaba muy solicitado. Me daban la primacía absoluta en todo. Pero mi prestigio se debía también a la «recomendación» de la señora Swerlin, que era toda una personalidad en la ciudad. En Mason nadie se atrevía a estar mal con ella. Llegué al extremo de no poder pasar un día en el instituto sin que se me reclamara en los grupos de discusión o en el equipo de baloncesto. Yo aceptaba siempre.

Después la señora Swerlin me encontró un empleo de lavaplatos en un restaurante de Mason: sabía que necesitaba dinero. El dueño del restaurante era el padre de uno de mis compañeros de clase, un blanco con el que nos habíamos hecho muy amigos. Su familia vivía en el piso de arriba. El empleo me gustaba. Los viernes por la noche, cuando me pagaban, me sentía flotando entre nubes. No recuerdo cuánto ganaba, pero me parecía mucho. Por primera vez en mi vida tenía un poco de dinero mío. En cuanto pude, me compré un traje verde y unos zapatos y llevaba caramelos a los compañeros de mi clase, al menos a los que hacían lo mismo por mí.

Mis asignaturas preferidas eran Literatura e Historia. El profesor de Literatura, el señor Ostrowski, me daba siempre consejos sobre la manera de llegar a ser alguien. Lo único que no me gustaba de las clases de Historia era la manía del profesor, el señor Williams, en explicar «historias de niggers». Un día, durante mi primera semana en el instituto de Mason, entré en la clase en el momento en que el señor Williams entonaba para divertirse un poco: «Allá en los campos de algodón hay quien dice que los niggers no son unos ladrones»[1] Muy divertido. Me gustaba mucho la Historia, pero a partir de ese día no me gustó más el profesor. El libro de texto dedicaba sólo un párrafo a la historia de los negros. El señor Williams nos lo leyó de un tirón, riéndose al mismo tiempo: los negros habían sido esclavos, se habían emancipado, pero eran casi siempre perezosos, tontos e indolentes. El señor Williams añadía cosas de su cosecha: como verdadero antropólogo nos explicó entre dos carcajadas que los negros tenían unos pies «tan grandes que al andar dejaban agujeros en vez de huellas».

Siento tener que decir que no me gustaban las matemáticas. Muchas veces he reflexionado sobre esto. Creo que era porque en matemáticas no hay discusión posible. Si te equivocas, te equivocas, y basta.

El baloncesto en cambio era para mí muy importante. Formaba parte del equipo. Íbamos a jugar a las ciudades vecinas, Howell, Charlotte. En cuanto me veían, los espectadores me trataban de nigger y «ladrón» a grito pelado. O me llamaban «Rastus». Pero a decir verdad, esto no nos importaba ni a mis compañeros de equipo, ni al entrenador, ni a mí. Mi posición era la misma que la de los negros que, todavía hoy, se dejan decir por los blancos —aunque en el fondo les moleste— que «progresan mucho». Les han repetido tanto esta historia, les han llenado tanto el cerebro, que han acabado por creérselo.

Después del partido de baloncesto había casi siempre un baile en el instituto de uno de los equipos. Si no era en Mason, notaba cómo la sala se enfriaba cuando yo entraba. Los jóvenes se tranquilizaban cuando veían que yo no tenía intención de mezclarme con ellos. Creo que encontré la manera de guardar las distancias sin que pareciera que lo hacía expresamente. Incluso en mi propio instituto notaba —era como una auténtica barrera— que a pesar de las grandes sonrisas, la «mascota» no podía bailar con las blancas.

Me puse a reflexionar largamente sobre un fenómeno muy extraño. Muchas veces mis amigos blancos de Mason, especialmente los que más conocía, me llevaban a un rincón y me incitaban a hacer proposiciones a algunas chicas blancas, incluso a sus propias hermanas. Me explicaban que ellos ya se habían acostado con esas chicas, incluidas sus hermanas, o que lo habían intentado y no habían podido. Comprendí el juego enseguida: si conseguía que ellas rompieran el tabú y fueran conmigo a algún sitio apartado, podría hacerlas cantar después y obligarlas a acostarse con ellos.

Me da la impresión de que los blancos pensaban que, siendo negro, yo debía saber mucho más que ellos de «amor» y de la sexualidad; que sabía por instinto lo que había que decir y hacer a sus amiguitas. No he dicho nunca a nadie que sentía una cierta atracción por algunas blancas y que ellas la sentían por mí. Me lo demostraban de muchas maneras. Pero cada vez que estábamos juntos haciéndonos confidencias o teníamos relaciones que hubieran podido llegar a ser muy íntimas, se interponía un muro entre nosotros. Las chicas que yo deseaba realmente eran dos negras que me había presentado Wilfred o Philbert. Y, sin embargo, con ellas no me atrevía.

Por lo que veía y oía los sábados por la noche en el barrio negro, me di cuenta de que había parejas mixtas. Pero, por extraño que esto parezca, no me impresionó lo más mínimo. Estoy seguro de que todos los negros de Lansing sabían que los blancos pasaban en coche por algunas calles del barrio negro donde las prostitutas estaban al acecho. Por otra parte, había un puente que separaba el barrio negro del blanco. Las mujeres pasaban a pie o en coche a buscar a los negros que las estaban esperando. Ya en aquella época, las mujeres blancas de Lansing tenían fama de conquistar a los negros. Entonces yo no sabía todavía que los blancos atribuyen a los negros una virilidad prodigiosa. En Lansing no he oído nunca decir que la mezcla de las dos razas hubiera creado problema alguno. Supongo que todo el mundo lo hacía por dinero, como yo.

En sexto curso fui elegido presidente de mi clase. El primer sorprendido fui yo. Pero ahora entiendo por qué: yo era uno de los mejores alumnos del instituto, un fenómeno único, algo así como un perrito rosa. Y me sentía orgulloso, no puedo negarlo. No era todavía muy consciente de que era negro y trataba por todos los medios de ser blanco. Por eso dedico ahora mi vida a decirle al negro americano que pierde el tiempo queriendo «integrarse». Lo sé por experiencia, pues yo también lo intenté con todas mis fuerzas.

«Malcolm, qué orgullosos estamos de ti», dijo la señora Swerlin al saber que me habían elegido presidente. La noticia corrió por el restaurante donde trabajaba. Incluso mi tutor, que venía a verme a veces, me felicitó. Dijo que mi caso era un perfecto ejemplo de «reforma». Tengo que reconocer que yo le apreciaba mucho, excepto cuando quería dar a entender que mi madre nos había abandonado.

En aquella época conocí a Ella, la hija del primer matrimonio de mi padre. Vivía en Boston y vino a visitarnos.

La encontré un día al salir del instituto. Me estrechó en sus brazos, me miró de arriba a abajo. Ella era una mujer enorme, quizás más que la señora Swerlin. No era simplemente negra, sino negra como el carbón, al igual que mi padre. Por la manera con que se sentaba, se movía, hablaba, se veía que era una mujer que lograba siempre lo que quería. Mi padre estaba orgulloso de ella porque había trasladado a muchos miembros de la familia de Georgia a Boston, donde poseía algunos bienes, a pesar de que había llegado allí con las manos vacías. Nadie me había impresionado nunca tanto.

En el verano de 1940 tomé el autobús de Boston con mi maleta de cartón y mi traje verde. No hacía falta que llevara un cartel que dijera «pueblerino»: se veía demasiado. Desde mi asiento —lo han adivinado— en el fondo del autobús, veía pasar, como atontado, la América del hombre blanco.

Ella me esperaba en la terminal. Me llevó a su casa, en el Harlem de Boston, Roxbury. La sentía más cercana que a una hermanastra, quizás porque los dos tenemos un carácter dominante.

Ella hacía docenas de cosas a la vez; pertenecía a no sé cuántos clubs; era un foco de atracción de la «buena sociedad negra» de Boston. En su casa conocía un centenar de negros que hablaban como ciudadanos y me dejaban con la boca abierta.

Aunque hubiera querido aparentar indiferencia no hubiera podido. La gente hablaba familiarmente de Chicago, de Detroit, de Nueva York. No podía creer que hubiera tantos negros en el mundo, dada la cantidad que veía en Roxbury por las noches, sobre todo los sábados. Luces de neón, night clubs, bares, y ¡los coches que conducían! Por las calles se olía la cocina negra de los restaurantes, rica, grasa, tan nuestra. Los jukeboxes dejaban oír a Erskine Hawkins, a Duke Ellington, a Cootie Williams, y a otros. Los grandes conjuntos de jazz actuaban todas las noches alternadamente: una noche para los negros, la siguiente para los blancos.

Al volver a Mason me sentí incómodo, por primera vez en mi vida, en compañía de los blancos. Entonces no me daba cuenta, pero ahora sé que encontraba a faltar Boston, porque allí había descubierto, por primera vez, un mundo que era el mío.

Un día, al entrar en el instituto, me encontré, no sé cómo, cara a cara con el señor Ostrowski, el profesor de inglés. Enorme, de cara sonrosada, y un espeso bigote. Con él había tenido algunas de mis mejores notas y siempre me había demostrado que me apreciaba. Ya he dicho antes que Ostrowski era un «consejero» innato: daba su opinión sobre lo que había que leer, hacer y pensar sobre todo.

Creo que aquel día llevaba buenas intenciones. Estoy seguro de que no quería hacerme ningún daño. Era sólo algo propio de su naturaleza de americano blanco. Yo era uno de sus mejores alumnos, uno de los mejores alumnos de todo el instituto, pero mi porvenir estaba sólo «en mi sitio»: es esa clase de porvenir que todos los blancos prevén para los negros.

—Malcolm, me dijo, tendrías que pensar en tu porvenir. ¿Lo has hecho?

No lo había pensado nunca. No sé por qué, le dije que quería ser abogado. En aquella época no había en Lansing abogados negros que hubieran podido darme esta idea. Todo lo que sabía era que un abogado no tenía que fregar platos como yo.

El señor Ostrowski se quedó sorprendido. Sonriendo me dijo:

—Malcolm, en la vida hay que ser ante todo realista. Entiéndeme. Aquí todos te queremos, ya lo sabes. Pero tú eres un nigger, y por eso tienes que ser realista. Ser abogado, no es una ambición realista para un nigger. Deberías reflexionar sobre todo lo que puedes ser. Tienes unas manos muy hábiles. Todo el mundo admira tus trabajos de carpintería. ¿Por qué no te haces carpintero? Personalmente, toda la gente te aprecia, no te faltaría trabajo.

Después, cuanto más pensaba en esta conversación, más me preocupaba. Lo que más me molestó fueron los consejos que el señor Ostrowski daba a mis compañeros de clase —todos ellos blancos—. Animaba a los que querían seguir una carrera por sí solos, hacer algo nuevo. Algunas chicas querían ser maestras, los chicos funcionarios o veterinarios; una chica quería ser enfermera. Todos decían que el señor Ostrowski les animaba a que lo hicieran. Y sin embargo, ninguno de ellos tenía tan buenas notas como yo.

Entonces me di cuenta de que, aunque no valiera mucho, era más inteligente que la mayoría de los blancos. Pero aparentemente nunca sería lo bastante inteligente (a su modo de ver) para hacer lo que deseaba.

Fue entonces cuando empecé a cambiar, interiormente. Evitaba a los blancos. Seguía asistiendo a clase y contestaba cuando me hacían una pregunta, pero la clase del señor Ostrowski se iba convirtiendo en un suplicio para mí. Antes aparentaba no darme cuenta cuando me decían nigger; ahora me volvía para mirar cara a cara al que me lo había dicho.

Y la gente se quedaba sorprendida.

He pensado muchas veces que si el señor Ostrowski me hubiese animado a ser abogado, hoy sería miembro de esa burguesía negra, que ejerce profesiones liberales, frecuenta cocteles, y se considera portavoz o líder del pueblo negro cuando en realidad su principal preocupación es «integrarse» y recoger las migas que los blancos le ofrecen a disgusto.

Doy gracias a Allah por haberme enviado a Boston en aquel momento. Si no, hoy sería un cristiano negro con el cerebro lavado.

***

Malcolm X (1925 - 1965), nacido como Malcolm Little, y cuyo nombre oficial completo era El-Hajj Malik El-Shabazz (en árabe: الحاجّ مالك الشباز), fue un orador, ministro religioso y activista estadounidense. Defensor de los derechos de los afroamericanos, un hombre que acusó a los estadounidenses blancos en las más duras condiciones de sus crímenes contra sus compatriotas negros. En cambio, sus detractores lo acusaron de predicar el racismo y la violencia. Ha sido descrito como uno de los más influyentes afroamericanos en la historia estadounidense.

[Volver a la portada de Tachas 135]

 

[1] Parodia de una antigua canción del Sur (N.T.).