Duermo sola: Entre ser y no ser, yo soy
Giselle Ruiz
Para Ernesto, por mostrarme el sentido de la identidad,
de la lucha y del amor.
A propósito de “La chica danesa” y las horas de sueño que me hizo postergar tras verla, llorar, recordar y analizar desde un cristal de grosor adecuado el comportamiento social respecto a la sexualidad, me he dispuesto (en medio del desvelo) a hacer lo que considero un reconocimiento íntimo y solitario a los que están fuera del parámetro de “normalidad”. Soy consciente del sobresalto que provoca hablar de temas tabú; incluso quien lo hace puede parecer vulgar. Si lo fuera, me considero así. Pese a cualquier señalamiento, tenemos la responsabilidad de hacerlo porque nos encontramos en una época en la que el conocimiento corre más rápido que nuestra capacidad de comprensión.
No sé cuántos sean los que realmente comprenden el significado de lesbiana, gay, bisexual, travesti, transgénero, transexual, intersexual, queer y los términos que se vayan sumando a la lista. Yo lo comprendo porque lo he visto de cerca. En la pantalla grande atesoro el acto que cambió el rumbo de Einar y Gerda Wegener. También aplaudo a Dolan por su forma de manejar una obra basada en el amor propio y en la cual se reafirma que Lawrence Alia, “sea como sea”, seguiría siendo Lawrence.
En la literatura, Oscar Wilde nos entregó un legado impresionante, pese a su estancia en la cárcel y las condiciones de su muerte. Su obra es un reflejo de la influencia de las preferencias sexuales al momento de crear y el mundo que se esconde a puerta cerrada. No hace falta mencionar a Truman Capote y su “A sangre fría” o a Tennessee Williams y “Un tranvía llamado deseo”.
En la vida real he observado con dolor y admiración las situaciones comunes y corrientes entre las personas que más quiero: un chico con cabello de colores regalándole las flores más extrañas a su pareja, una chica llorando por su ex novia en una fiesta, dos chicas contrayendo matrimonio con anillos Tifanny en el único lugar del país donde era legal el matrimonio igualitario, un hombre adulto amenazado violentamente por proponer “compartir un hogar” a un político que ha sido su pareja desde años, entre postulaciones y aparente poder.
Pienso en las relaciones de pareja como algo sumamente complicado, en llegar al matrimonio como un asunto de personas fuertes, en tener hijos como un acto de valentía total. Observo este mismo camino de sumarle pasos a la vida en parejas del mismo sexo, en personas que se sienten atrapadas en un cuerpo que les es ajeno, en aquellos que no se identifican con ningún género, y reconozco en cada uno de ellos el valor para definirse fuera de lo ya definido.
¿Qué tan capaces somos de luchar por lo que queremos? Si descubriéramos que nuestro cuerpo no tiene nada que ver con nuestra identidad, ¿lo cambiaríamos?, ¿estaríamos dispuestos a ser azotados y minimizados a pesar de la supuesta apertura de los tiempos modernos?
Estoy convencida de que en la búsqueda de lo que somos podemos perder mucho, todo y más. Sin embargo, me da de vueltas la pregunta “¿Qué hice para merecer tanto amor?”, planteada por Einar a Gerda en el clímax de la película. Mi respuesta como ser imparcial es: si llegas a merecer tanto amor es por atreverte a emprender el viaje al centro de ti mismo, por aceptarte con amor, con valentía y con orgullo. Mereces todo el amor por aceptar la diferencia como forma de igualdad, por toda la honestidad, por defender la causa y por “tener el coraje para ser”.