Viaje al final de los tiempos, de Jaime Panqueva
José Antonio Banda
La invitación al viaje es uno de los objetivos más preciados de todo narrador. Tomar en serio esa meta es lograr un mundo verosímil, ágil, capaz de coordinar toda una serie de factores que purifiquen a quien se adentre, en un sentido aristotélico, en esos espacios textuales. Roberto Bolaño, en El gaucho insufrible, dice que “los viajes, el sexo y los libros son caminos que no llevan a ninguna parte, y que sin embargo son caminos por los que hay que internarse y perderse”, porque sólo a través ellos, podría decirse, los hombres son capaces de encontrar experiencias límite que rompen su tiempo ordinario para arrojarlos a las vías de un tiempo extraordinario.
Más allá de la experiencia cotidiana, de sus reiteraciones infernales, lo que nos resta es el viaje como un motivo para hundirse en lo desconocido. En El final de los tiempos, Jaime Panqueva parece recordar a Bolaño, cuando escribe: “sí, el viaje, pero también nos resta contar historias”, porque contar es viajar por la memoria para encontrar lo nuevo. Con una variedad de técnicas estilísticas que a ratos sorprenden, por sus tonos y riesgos, Jaime Panqueva religa las palabras de la tribu en torno a un camino que va de la “Luz” a las “Tinieblas”. Pero no hay qué ponerse en guardia. Nada más alejado de las historias fílmicas al uso, que los cuentos de El final de los tiempos. Se podría decir que Panqueva sigue el camino del héroe, porque su obra propone tres pruebas, tres cavernas ―Lux, Adumbro y Tenebrae―, deudoras de la más profunda tradición grecolatina donde el arrojo narrativo es ley. En el cuento Hipnosis, por ejemplo, el autor adelanta la poética que, como elegante hilo de Ariadna, sostiene el aliento de toda la obra: “Cierre sus ojos. Vamos a dar comienzo a un viaje imaginario”. Esta amabilidad, insólita en una república literaria gobernada por la presunción erudita, nos permite confiar en el lenguaje. Así, de pronto, uno se topa con un encuentro asombroso entre una mexicana y Aldous Huxley, o el rara avis, preciosura en un valle de claridad, Agua bendita. Este recorrido no está exento de un toque siempre lúdico, pues todo en la mirada del autor es motivo de alegría, o reflexión irónica, a pesar de ciertos tonos nostálgicos; pensar en la rica comida de la calle, o en el tiempo acumulado en una sala de espera, es volver a una experiencia narrativa originaria. Hablo de cuando los hombres se reunían en torno a una fogata y el chamán narraba el cosmos por el solo placer de narrarlo.
En El final de los tiempos, distintas formas de seducción se originan en la descripción de la realidad entera y en la configuración de los personajes: adolescentes que juegan bromas mortíferas, mujeres dominantes, padres angustiados y, sin embargo, valientes en su lucha contra un miedo que tarde o temprano todo hombre debe vencer. Panqueva se pregunta, incluso, por la verdadera naturaleza de la patria, en concordancia con José Emilio Pacheco. Pero a diferencia del autor de Alta traición, Jaime Panqueva dirá: “Si alguna vez la palabra patria tuvo algún significado […] la entreveía como un pastel de yuca calentito compartiendo espacio con muchos más dentro de un gran cesto”. Jolgorio, explosión lúdica, y no un pesar insufrible, agotador por donde se le mire.
Es posible decir que El final de los tiempos garantiza un viaje placentero para quien se aventure en sus páginas, un reencuentro “hacia dónde vamos o con qué problemas nos toparemos en los años o siglos por venir”; un viaje a la espera de una respuesta ineludible.