Es lo Cotidiano

LA GENERACIÓN DE LA “ROCOLA” (1)

La trama de la vida

Héctor Gómez Vargas

La trama de la vida

I. On the Road

1957 no fue cualquier año para la literatura. Tampoco para la cultura juvenil. En cierta forma fue un año que sintetizó los inmediatos anteriores y construyó un punto de apoyo para un periodo que abarcaría hasta finales de los sesenta, por lo menos.

El ‘57 preparó un big bang de algo más grande que, ya un año antes, se percibía por dos acontecimientos aparentemente aislados: el impacto en el mundo de la música por la aparición de Elvis Presley así como el incendio en la literatura norteamericana por la publicación de Howl, el poema de Allen Ginsberg. Si bien hubo una serie de manifestaciones en la música, en el cine y en la literatura que hacían ver que la vida y la experiencia de los jóvenes estaban cambiando, fue en el año de 1957 que apareció la novela de Jack Kerouac On the Road, en la que se plasmaba la experiencia de un grupo de jóvenes norteamericanos a quienes se les llegaría a conocer a partir de entonces como la generación beat.

En su libro Kerouac y la generación beat, Jean-Francois Duval menciona que la aparición de On the Road no fue solamente un acontecimiento literario sino un fenómeno sociológico, porque aconteció en un contexto social e histórico inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, un mundo de transformaciones radicales que les tocó vivir como jóvenes. Expresa Duval algunos de esos cambios:

…el crecimiento exponencial del consumo, los avances tecnológicos (transistores, televisión) y culturales (libros de bolsillo, discos de 45 revoluciones), la liberación progresiva de las costumbres, el desmoronamiento de las barreras sociales y raciales (sobre todo a través de la música rock y pop) y muchos fenómenos ligados a la aparición de una nueva población, la de los teenagers, que quiere vivir, mucho más que las generaciones anteriores, según un precepto conocido desde Marco Aurelio: el único tiempo que vivimos es el presente, que no es más que un instante; todo lo demás es pasado o incertidumbre.

Pero On the Road no solo manifestaba la experiencia de muchos jóvenes, sino porque los jóvenes encontraron en ella lo que estaban experimentando y que no había una forma de nombrarlo. Por ello desde entonces fue punto de referencia de lo que era ser joven en esos momentos de transición.

1957 fue el mismo año en que Elvis Presley llegó al cine y se convirtió en una estrella de impacto internacional, en el que John Lennon decidió ser un teddy boy y fundó a los Black Jacks (que unos meses después se llamaron The Quarrymen) y en el que Buddy Holly abrió nuevos mundos para el rock’n’roll en los Estados Unidos. Para Duval, On the Road inició un periodo que se cerraría en 1969, cuando salió al mercado Abbey Road; es decir, cuando los Beatles se disolvieron y concluía la experiencia de varias generaciones de jóvenes en el mundo.

La generación “rocola”.

En 1964, en la ciudad de Birmingham, se fundó el Centro de Estudios de las Culturas Contemporáneas, sede del movimiento intelectual y académico que llegaría a ser conocido como los Estudios Culturales Británicos. Su primer director fue Richard Hoggart, quien en 1957 publicó el libro The Uses of Literacy (y que en español se publicó en 1990 bajo el título La cultura obrera en la sociedad de masas), que llegó a ser un clásico dentro de los estudios de la cultura obrera inglesa y un antecedente de la perspectiva de los estudios culturales, porque fue el primer trabajo reflexivo y de investigación que exploró los cambios en los jóvenes obreros ingleses ante un contexto de cambios radicales debido a la emergente cultura de masas.

En el mismo año de On the Road, de Elvis, del John Lennon adolescente poniéndose en marcha, Richard Hoggart escribió y publicó su libro sobre los jóvenes obreros ingleses y encontró a un grupo de jóvenes y vagos que se la pasaban escuchando música de rocolas en cafeterías y bares “bien iluminados”, a quienes denominó como “la generación de la rocola.” Toca decir que el señalamiento de las cafeterías y de los bares “bien iluminados” no es gratuita porque es parte de “una ruptura completa con la decoración tradicional: adornos y aparatos de última moda, mobiliario metálico y luz de neón” y eso no fue cualquier cosa ni un asunto de detalles.

Si escuchamos a George Steiner, en su libro La idea de Europa señala que no se puede comprender el aporte de Europa al pensamiento mundial sin la presencia de las cafeterías (y de los pubs en el caso de Inglaterra) y cuando subraya la diferencia con las cantinas y los bares de Estados Unidos, no solamente está indicando que son marcas de temperamentos muy diferentes, sino de procesos civilizatorios y culturales divergentes. A partir de ahí es posible entender la inquietud de Hoggart ante los jóvenes y vagos que acudían a las cafeterías y a bares bien iluminados, porque los jóvenes, tanto hombres como mujeres entre quince y veinte años de edad, llegaban “vestidos a la moda con ropa estrafalaria y con un andar que imita a los héroes de las nuevas películas norteamericanas”. Decía Hoggart que la mayoría de estos jóvenes “no puede pagarse varias malteadas, por lo que piden una taza de té que beben a lo largo de una o dos horas, mientras colocan moneda tras moneda en la rocola que tiene una selección de aproximadamente doce discos.”

Esta observación es clave por dos motivos. En primer lugar, porque para Hoggart el comportamiento de los jóvenes de la “generación de la rocola” giraba alrededor de la música que escuchaban: “casi toda es norteamericana”, lo cual daba una pauta para las actitudes y las puestas en escena entre ellos, pues los “jóvenes se balancean al ritmo de la música, o lanzan una mirada lánguida y perdida, muy al estilo Humphrey Bogart, a través del local”. Es decir, las nuevas orientaciones a la música y al comportamiento eran una ruptura cultural y generacional.

En segundo lugar, la reacción y la opinión de Hoggart parece indicar que se está ante un nuevo proceso social inédito dentro del proceso civilizatorio moderno:

A juzgar por sus vestimentas, peinados y habla, la mayoría de los parroquianos parece vivir en un mundo onírico fabricado de unos cuantos accesorios corrientes que simbolizan, a sus ojos, el estilo de vida norteamericano, No hay que confundir a estos adictos a las cafeterías como un grupo representativo de la juventud de la clase obrera. Se trata de un grupo muy especial, caracterizado por una situación profesional y cultural que es el resultado de los medios modernos de comunicación. Estos chicos no tienen ningún objetivo en la vida, ni ambición, ni creencias, y se encuentran desprovistos de cualquier mecanismo de defensa.

Para Hoggart estos jóvenes eran diferentes porque eran producto de la cultura de masas que  “les ofrece libertad de sensaciones sin límite y sin parangón en la historia, a cambio de un trabajo que ocupe sus brazos y parte de su cerebro cuarenta horas a la semana” y el resto del tiempo “está en manos de los profesionales de la diversión y de una industria cultural”. Con la distancia de varias décadas, esta imagen de los jóvenes parece la descripción del rasgo de algunas generaciones de la segunda mitad del siglo XX, por lo menos, que parecen moverse en un mismo loop de la vida, una actitud y una tendencia al madurar que en mucho recuerdan hoy en día un tanto a lo que se dice de los godínez, de los ni-nis y de otras agrupaciones de jóvenes.

Una forma de ver la reacción de Hoggart sobre la generación de la rocola es que eran momentos del fin de una época en Europa y en el mundo, de rupturas como ha señalado el historiador inglés Eric Hobsbawm donde aconteció el fin de la cultura burguesa europea para dar paso a la cultura del hombre ordinario. Otra forma de decirlo es que son los momentos donde las identidades individuales cambian. Esa es la propuesta de Simon Frith de que la música rock trae consigo una identidad móvil, cambiante, en continua edificación, a diferencia del pasado donde las identidades eran para durar.

Hoggart señalaba que “los jóvenes de rocola” eran una forma moderna del subproletariado, los “olvidados” de la sociedad, pero veía que algo estaba cobrando forma. Coincidía con momentos como Lennon conociendo a McCartney y a Harrison, pensando que el rock’n’roll era lo más importante de todo. Ya lo decía Lennon: era lo real, “lo demás era irreal”.

Eran los momentos cuando la música rock manifestaba que no solamente era parte de la vida de los jóvenes, sino la misma trama de sus vidas.

II. Lost in Translation (o de cómo nos perdimos en el pop)

1964 también tuvo lo suyo dentro del mundo de la cultura juvenil. Explotó la beatlemanía y, junto con la invasión británica, la música rock y los jóvenes cambiaron y no volvieron a ser los mismos. Fue el año en que Bob Dylan cantaba que “los tiempos están cambiando.” Yo tenía cinco años y escuché por primera vez el twist.

Mi primer recuerdo con el twist es este: yo tenía cinco años y un día mis hermanos estaban escuchando un disco que uno de ellos acababa de comprar. Lo tocaban en la vieja consola de la casa familiar. Recuerdo que al ponerlo, casi de inmediato empezó a sonar una pieza que me atrajo; era pegajosa, incitaba a cierto movimiento de caderas y de piernas, algo que mis hermanos hacían mientras se divertían, reían y comentaban algo entre ellos. Me descubrí emocionado, casi alegre. Me acerqué a preguntarles qué era eso. Sorprendidos, no tengo claro si por mi presencia o por la pregunta, me dijeron casi de pasada: “Es el twist”. Se marcharon y dejaron la funda del disco encima de la consola, la tomé y vi a un hombre joven que he visto en varias películas y programas de televisión: dos o tres fotografías de César Costa, con el suéter que lo llegó a identificar como ídolo adolescente, sonriente y casi inocente, simulando unos pasos como los que realizaban mis hermanos. Bailando twist.

Días después les pregunté a mis hermanos sobre el disco del twist y su respuesta fue, más o menos, que el twist era el rival de los Beatles. No hubo que decir más, porque el mensaje era claro: en esa casa se escuchaban a los Beatles entonces no había lugar para el twist. Era una cuestión de optar y cuando escucharon el disco de César Costa, solamente lo estaban probando, como se acude a un restaurante para conocerlo. Por eso el disco se arrumbó, junto con otros que descubriría después, en el cajón para los discos de la consola.

Muchos años después, en realidad hace pocos años, cuando me hice de un nuevo aparato reproductor de acetatos (hoy conocidos como viniles) y comencé a buscar discos de la época de mi adolescencia, hubo un detalle que me llamó la atención: la repetición de los mismos discos de la década de los cincuenta y de los sesenta, discos que había visto en mi casa o en otras casas de amigos, compañeros de escuela, conocidos de mis padres y de mis hermanos. Los dueños de tiendas de antiguo, de bazares, tiraderos de discos en tianguis, puestos en mercados o en los mismos lugares donde compraban y vendían viniles, me decían lo mismo: personas que llegaban y ofrecían la discoteca familiar, lo que habían conservado de cuando sus padres o hermanos compraban discos para escucharlos en las casas.

Todo indica que a finales de los cincuenta e inicios de los sesenta hubo un movimiento colectivo de clonación en las casas al comprar los mismos discos; esto me recordó aquella tendencia de vender colecciones de libros o de discos en tiendas departamentales y en puestos de revistas, porque era una forma fácil y barata de hacerse de aquello que “toda familia” debe tener como su biblioteca y su discoteca. Para mí, esa es la muestra evidente de dos procesos del proceso cultural en el país en el siglo XX: por un lado, la emergencia de las clases medias y  la búsqueda de su lugar dentro del mundo de la “nueva” vida social y, por otro lado, la fuerza discreta pero poderosa de la industria de la cultura para permitir el acceso generalizado a una experiencia moderna, propia de un país y de una ciudad en transformación.

Al reconocer los mismos discos que había visto de niño formar parte de una pequeña y simple discografía familiar, he pensado que el mundo era muy pequeño y que en muchas familias se había reaccionado de manera similar: comprando un aparato reproductor, acudiendo a las tiendas de discos en la ciudad (o en otra ciudad del país) y comprando los discos que estaban sonando en la radio, en el cine, en la televisión, algo muy propio de la imagen que se tiene de la cultura de masas: se escucha lo que se dice que está de moda y una vez que se escuchaba, se guardaba.

Entre esos discos viejos que he reconocido algunos son aquellos que mis hermanos compraron cuando eran jóvenes, como ese de César Costa cantando twist. Otro que me resultaba muy enigmático de niño era uno de Bill Haley y sus Comentas interpretando canciones de twist (en tiempos en los que no sabía que él era el causante de una canción que a uno de mis hermanos le encantaba bailar: See You Later Alligator) y que a su vez me recordaron la música que se escuchaba en muchas casas ya sea en el tocadiscos o en algún programa de televisión. La pequeña discografía de mi casa era similar a la que se podía encontrar en las casas de otras familias. Discografías que se compraban, se escuchaban, se guardaban porque era parte de una decoración de la casa familiar, como los muebles que se podían comprar en Sears, Gómez Hermanos o Las Fábricas de Francia.

Y ahí estaban los discos de twist porque eran parte de un momento en el que las familias bailaron, cantaron, se sintieron alegres y los guardaron. Lo que no estaba disponible en mi casa, y seguramente en muchas otras, eran los discos de los Beatles, de Dave Clark 5, Peter and Gordon, The Kinks, Herman Hermits y otros más que compraban en discos de 45 revoluciones y los guardaban en sus respectivos cuartos.

Esto era así porque algo sucedió con la gente joven y la música juvenil desde esos tiempos y en adelante: han llegado a ser parte de un recurso de nuestra memoria para recuperar cierta narrativa de nuestra vida, las marcas de la época que vivimos de niños y a partir de las cuales crecimos y fuimos adolescentes. Fuimos invadidos por la música pop y nos perdimos en ella y eso no es cualquier cosa porque al perdernos, nos encontramos de alguna manera. Es un tanto lo que expresa Giles Smith en su libro Lost in music sobre crecer escuchando música pop: “no hay nada como el pop para centrarte en ti mismo.” Es decir, es el reconocimiento que con la llegada de la música pop a finales de los cincuenta, los jóvenes crecieron con esa música y cuando se da ese movimiento que señala Smith de cuando uno recuerda haber escuchado la música pop: en esos momentos, “no era la banda sonora de tu vida, era tu vida”.

Continuará.

***

Héctor Gómez Vargas (León, Guanajuato, 1959) es autor de libros sobre cultura popular y subculturas, la radio, la música y los fans en el siglo XXI. Es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Colima, investigador del SNI y académico en la Universidad Iberoamericana León. 

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