miércoles. 24.04.2024
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Instant Karma (o de romper todo y comenzar de nuevo), parte III y última

Héctor Gómez Vargas

Instant Karma (o de romper todo y comenzar de nuevo), parte III y última

V

En su libro Caer en la que no era. Jazz, disonancia y práctica crítica, Ajay Heble menciona que en 1959 el historiador inglés Eric Hobsbawm escribió un libro sobre la música de jazz, The jazz scene, bajo un pseudónimo. En 1993 lo volvió a editar pero asumiendo su propia autoría. Hobsbawm mencionaba en la nueva edición que el libro fue producto de una serie de intereses personales en paralelo de sus trabajos en la academia y el mundo intelectual, y la idea del pseudónimo pretendía mantener ambos intereses por separado, pero a la larga y con los años no había funcionado, por eso asumía y retomaba la autoría de su libro.

Parte de la historia del libro de Hobsbawm le sirve a Heble para señalar que el mundo de la música de jazz ha sido para críticos y aficionados, mientras que el mundo académico e intelectual no solamente ha estado alejado, sino que ha sido casi un estigma, porque tocarlo en sus propios trabajos académicos es tornar cuestionable y debilitar su obra y su figura como autor. Observaciones como éstas nos llevan a preguntarnos dos cosas para el caso de la música rock: ¿a quiénes hemos leído para conocer y saber del rock? ¿Cuál ha sido y es la mirada que nos llega del rock desde el ámbito académico e intelectual?

Saber sobre música rock ha sido una labor de los medios de comunicación, con gran énfasis en la prensa escrita, en general. En gran parte, lo que se ha dicho en los medios de comunicación y en la industria editorial ha sido el conocimiento que ha circulado y se ha convertido en la matriz de información sobre el rock: lo que está en boca de todos, lo que todo público del rock debe saber. La intención es informar y mantener la atención, administrar el interés, los afectos, el espectáculo. Convertir sucesos, digerir situaciones, hacer familiar lo que siempre está cambiando, el desarrollo de toda una ingeniería de la comunicación social: un sistema de información “rememorante”, replicante.

De acuerdo a Simon Reynolds, en Inglaterra la crítica de rock apareció a mediados de los sesenta, cuando fue evidente que no se trataba de un entretenimiento de jóvenes, sino que había algo más: la creciente evidencia de que el rock era arte. Quienes comenzaron a asumirlo de esa manera fueron jóvenes universitarios que habían sido tocados y transformados por el rock desde mediados de la década de los cincuenta. Esta tendencia señalada por Reynolds es muy importante para lo que devendría en la música de rock; por ello presento una cita de su libro, larga pero importante:

Pero a pesar de estar trazando esta diferencia entre rock’n’roll y rock, creo que el rock’n’roll funciona como un mito fundacional para la crítica de rock: representa un universo de pureza y autenticidad que muchos críticos y bandas han invocado y al que han intentado regresar. Esto es obvio con el punk rock, pero uno puede también rastrear esa misma voluntad de regresión hacia una especie de pureza primitiva, inocente, ingenua, en toda clase de corrientes dentro de la crítica de rock, ya sea en las distintas celebraciones del pop y de sus transformaciones a lo largo de las décadas (la reciente escuela de popistas de críticos), en aquellas personas que defienden la música disco, o en mi propia celebración de la cultura rave. Para este esquema interpretativo el rock se volvió algo refinado, sobre-racionalizado y sofisticado, intelectualmente pretencioso, burgués: tan acartonado y sobrio como aquella música contra la que el rock’n’roll se había rebelado originalmente. El rock se vuelve una mala palabra. Pero esto definitivamente expresa una tendencia dentro de la crítica de rock, ¡no podía existir sin el discurso del rock!

De un momento explosivo, excitante, hay una toma de conciencia igualmente excitante y explosiva: la música de rock no es un entretenimiento; es arte y está construyendo una nueva cultura. Un factor importante en esa actitud fue el desarrollo de un periodismo cultural sobre y alrededor de la música, que pasó por determinadas fases hasta llegar al punto ciego: los mitos como principios discursivos para continuar la pervivencia de algunas especies del rock, la seriedad, sobriedad y crítica cuyo fondo es mantener la cultura del entretenimiento, la sociedad del espectáculo, diría a su manera Guy Debord.

La crítica cultural de la música rock ayudó a concebir y explorarla como algo más allá de una simpleza o un pasatiempo. Con ello, la misma música rock ingresó a otros entornos porque es parte de la comunicación, la cultura y el arte contemporáneo. Pero su discurso, su historiografía, como lo decía Michel de Certeau sobre la historiografía de la modernidad, llega a ser “una escritura conquistadora que va a utilizar al Nuevo Mundo como una página en blanco (salvaje) donde escribirá el querer occidental”. Punto importante fue el vínculo del mundo de la crítica cultural con el mundo académico e intelectual, un diálogo extraño, lejano, confuso y tenso por momentos, pero lúcido, inquietante y desconcertante en otros, donde aparecía parte del aparato y los dispositivos desde donde pensar a la música de rock, la racionalización que se abría y se nutría para entender al rock, su presencia y dimensión simbólica en lo artístico y en lo social, su materialidad y manifestación cultural, su dimensión política, tanto como ejercicio de control y poder, como de negociación y de resistencia. El mundo de la academia y el intelectual han hablado del mundo social, de la cultura, de la política, de la economía, del mundo contemporáneo, pero no necesariamente lo han hecho mirando al rock, aunque de una o de otra manera éste ha estado ahí y se ha dado cierto acercamiento de la crítica cultural.

Reynolds igualmente señala que el panorama de la crítica cultural se torna ambiguo y confuso con el declive de la prensa escrita y el crecimiento de un periodismo alrededor del ciberespacio en el siglo XXI, algo que está en paralelo con la manera como se ha transformado la música rock. El punto es que hay una paradoja, como en la historiografía moderna: el periodismo que impulsa una crítica cultural se mueve entre una realidad, la música de rock en lo social y en lo cultural, y un discurso, una trama, un mito, una serie de cuerpos discursivos.

El asunto se torna interesante cuando se revisa el caso de nuestro país y aparece la pregunta sobre la presencia de un periodismo cultural, de la emergencia de críticos culturales que hayan tomado a la música de rock como su oficio, el papel de los medios de comunicación y del mundo académico e intelectual. Y lo que se contempla es una ausencia, un vacío, un desierto. Es cuando se puede pensar que los mitos sobre el rock han corrido sueltos y que han colonizado la imaginación y han sellado los discursos de las diversas maneras de entender el rock, de contar sus historias, de involucrar a sus sujetos en el tiempo y el espacio de la cultura moderna.

VI

Al día siguiente, en la tienda, una mujer me pregunta si tengo algo de soul, de ‘alma’. Me entran ganas de responder que depende: unos días si, otros no.

Nick Hornby, Alta fidelidad.

Greil Marcus cita una frase que expresó Albert Camus en 1947 y que decía: “Siempre hay una explicación social para lo que vemos en el arte. Sólo que eso no explica nada importante”. Marcus refiere a Camus como una ranura para proponer que en el rock hay una serie de cuestiones que se modelan como canciones, pero que no están necesariamente determinadas y sujetas a explicaciones personales, psicológicas y sociológicas. Como lo expresaría a su manera Simon Reynolds, en el rock se cuenta con el factor X, algo que está más allá de las múltiples determinaciones que lo sostienen como industria y entretenimiento. Un algo más que la semiosis que lo produce y lo determina. Cuando se ingresa a ese algo más es que alguien abrió una puerta en el propio tiempo y espacio de la música de rock.

Marcus habla de la sesión de grabación de “A Day in the Life” de los Beatles, una canción que nadie “había oído nunca nada igual, nadie ha oído nada igual”:

Ese rasgueo brillante y con determinación de la guitarra acústica de John (Lennon), situando al oyente en las escaleras de la puerta que estaba a punto de abrir; las notas sueltas y flotantes del piano de Paul (McCartney), desconectadas, abstractas, distrayéndose de la sensación de que estaba a punto de pasar algo, haciendo que olvidaras qué esperabas para que se abriera la puerta… era como una obra de teatro, completa y acabada en unos segundos.

Para Marcus, son esos momentos en los que el rock se encuentra con una sensación, una idea, un gesto donde algo sucede, cuando alguien llega a un umbral, abre la puerta, la traspasa, y con ello se da “un paso ajeno al tiempo”.

El filósofo George Steiner expresa en su libro Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento que pensar “nos hace presentes a nosotros mismos”, y que pensar por uno mismo “es el componente principal de la identidad personal.” Desde esta perspectiva, llega un momento en que las personas no sólo se dan cuenta que piensan, sino que piensan por sí mismas y eso abre una puerta que permanecía invisible: se hacen presentes sí mismos, ante sí mismos y ante el mundo. ¿No es lo que le pasa a las personas con la música rock cuando, por algo, voluntario o no, consciente o no, sean creadores de canciones o no, incursionan en un ámbito no recorrido y los sonidos las encuentran, obran en el interior para que puedan contemplar un mundo renovado?  Es cuando la música rock nos hace presentes a nosotros mismos. Pero, Steiner señala que la verdadera originalidad del pensamiento es “el hecho de tener un pensamiento por primera vez”, lo cual “es extremadamente infrecuente”, y  esto puede ser algo similar con la música y sus creadores: lo infrecuente que es encontrar una canción, un pasaje, un silencio, unos acordes, que como diría  Marcus, contienen “un espíritu concreto, un salto en el estilo, un paso ajeno en el tiempo”. Pero es muy posible que esto no sea infrecuente en quien escuche música rock, porque una red de canciones distinta a la historia oficial o a las diversas listas de las mejores canciones y discos de la historia del rock, puede ser la trama de su vida.

Lo interesante es que esa red de canciones igualmente recurre a diversos procedimientos y despierta distintas sensaciones, por las cuales las personas se piensan mientras sienten y sienten mientras piensan: excitación, melancolía, ira, éxtasis, energía pura, gozo, asombro, pasmo, claridad y más.

Entonces, y habría que decirlo, un punto donde se detiene la crítica cultural y la historiografía del rock es que dejan a las personas en las escaleras de la puerta que los músicos abren, y dejan de lado que las personas cruzan por su cuenta la puerta, incluso puertas que la canción no abrió, pero si la persona que la escucha o la rememora y, a partir de ella, tiene un pensamiento, una sensación donde se hace presente a sí misma, y tiene una idea original, aunque sea infrecuente hacerlo por sí mismo y sólo consigo mismo. Es un tanto la epistemología de Young, pero desde la persona que escucha música rock. Es un tanto como el método zen del koan: un golpe, un grito, una pared blanca, el silencio del maestro, una indicación absurda, abren la mente y llega la iluminación.

Un ejemplo que siempre encuentro para expresar lo que la música rock nos hace a las personas la encuentro en un pasaje de la novela de Nick Hornby, Alta fidelidad, cuando Rob, el personaje principal, va a escuchar a Marie LaSalle (una joven cantante en ciernes) y ella comienza a cantar un tema de Peter Frampton, “Baby, I Love Your Way”. Pese a que Rob la escuchó en otro tiempo y siempre quería hacer como si vomitara al escucharla, en ese momento, en la situación interior que vive a esas alturas del drama de la historia de la novela, de manera súbita e inexplicablemente cruje algo, se abre a algo y puede ingresar a algo que no habría hecho de otro modo. Rob expresa sobre esos momentos:

Además, la cosa no quedó así. A resultas de la versión que hace Marie LaSalle de “Baby, I Love Your Way” (“ya sé que no debería gustarme esta canción, pero me gusta”, dice con una sonrisa descarada cuando termina), me encuentro de golpe metido en dos estados de ánimo aparentemente contradictorios: por un lado echo de menos a Laura con una pasión que no había sentido para nada en estos cuatro días; por otro, me acabo de enamorar de Marie LaSalle.

Ese pasaje me recuerda muchos momentos de mi adolescencia, cuando escuchaba canciones que para muchos eran cosas para el olvido o sin condiciones de ser recordadas en la historia del rock. Hay algo en canciones de Cat Stevens o de Elton John que abrieron puertas en mi interior, que me tocaron desde adentro y me llevaron a buscar algo a nivel personal. Cuando las escucho de continuo, son puertas que se abren donde otras no lo hicieron, conmigo no. Esa sensación la encontré donde otros no lo encontraron. Al final del primer movimiento (“Your move”) de la pieza, “I’ve Seen a Good People” del disco The Yes Album, aparece un teclado eléctrico, la presencia inconfundible de Rick Wakeman, y la atmósfera se carga, entra en una zona de oscuridad y densidad creciente, como una tormenta que se prepara para soltarlo todo de golpe, y eso contrasta con la melodía suave y la voz que canta como un arroyo, y en el punto donde están por encontrarse finalmente, se paran en seco y comienza con ímpetu y cierta furia el segundo movimiento (“All Good People”), y entonces sabía –y lo sigo sabiendo– que hay algo en mí que reaccionaba y que eso que reaccionaba me llevaba a encontrar ciertas sensaciones, ideas, atmósferas tocadas desde entonces ya en mí.

En situaciones así es cuando el rock se abre a algo más allá que lo simbólico, a lo racional e, incluso, a lo artístico y poético del rock. Es cuando se comienza a pensar que el rock es algo más que cultura y más que arte. Incluso algo más que la estética. No las niega, pero también hay algo más.

En su trilogía de libros Prosaica, Katia Mandoki desmonta los límites de la estética para abordar y explorar el ámbito de la vida cotidiana, de las personas comunes y corrientes, porque solamente se concentra en la idea de la belleza,  la contemplación y apreciación de lo bello en el arte. Acceder a la música rock mediante la estética es como acercarse a la poética del rock, es decir, las obras, los autores y los contextos desde donde se ha practicado la producción y recepción de aquello que se ha reconocido como bello y ejemplar para la historia y la crítica del rock. Mandoki propone abordar la prosaica, que para el caso del rock serían las sensibilidades y el papel de la estésis de la música de rock en la constitución de identidades individuales y colectivas. Para Mandoki la experiencia estética lleva a la condición de estésis, la apertura del sujeto en tanto expuesto a la vida, una sensibilidad que se despierta en el interior de la persona en cuanto que está abre al mundo, y eso es lo que hacer que lo que atrae a una persona y lo coloca en una condición de estésis, haya una fascinación que va más allá de la significación, de la semiosis.

La estética del rock, entonces, no solamente sería la exploración y la narración de los sujetos y de los objetos de la experiencia estética, los momentos y las condiciones de contemplación, recepción y consumo del rock como arte y como cultura, sino que igualmente sería entender las condiciones de la estésis por el cual el rock le produce una experiencia a la persona, y a partir de eso la persona hace algo con el rock para hacer su vida y estar expuesto de determinadas maneras a la vida.

Es la condición de estésis lo que permite que la persona sienta una afinidad y un vínculo con algo más, de sí mismo y con, lo exalta y lo lleva a sentirse parte de algo más amplio. Por ello las comunidades y las redes de afectividad por y con la música, y la sensación de que se participa de algo, de un hacer historia o la vida misma mientras se participa con otros más, incluso cuando algo relacionado con la música del rock ya sucedió para la historia del rock. Y la historia del rock es parte del pasado, pero para esa temporalidad del rock aún hay cosa por decir y hacer.

Como expresa Ajay Heble sobre la música de jazz, es importante y urgente verlo como una práctica cultural y una narrativa cultural y social más amplia de lo que se usualmente se piensa. En el caso del rock, toca abrir la puerta de lo que se ha dicho sobre el rock como arte y cultura, traspasarla, y llegar a ese ámbito no escrito hasta el momento por los dispositivos discursivos y racionales de la historiografía y la crítica cultural del rock, y comenzar a trabajar desde la condición de estésis que ha producido y sigue produciendo la poética del rock cuando ingresa a la condición de la prosaica del rock. Quizá para ello sea necesario acabar con muchas cosas y comenzar de nuevo.

FIN.

                 

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***

Héctor Gómez Vargas (León, Guanajuato, 1959) es autor de libros sobre cultura popular y subculturas, la radio, la música y los fans en el siglo XXI. Es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Colima, investigador del SNI y académico en la Universidad Iberoamericana León. 

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