Es lo Cotidiano

Pintura de guerra

Andrés Baldíos

Pintura de guerra

A Heath Ledger, el gallardo caballero,
quien ganó la admiración del mundo entero
al convertirse en el enemigo del caballero
de la noche.

Nuestro protagonista, un joven actor de veintitantos, se hallaba en un baño de colores apagados (marrón quemado, rojo sangre), con luz de bombilla fatigada, con un espejo amplio empañado con asfixia y muros ensanchados de una infiltración sobrenatural.

Afuera del baño hay comodidad compactada: almohadas de algodón, alfombrado y tapiz relucientes, cortinas dóciles y sábanas pesadas por la humedad, muebles elegantes con medicamentos desperdigados sobre ellos, lámparas de luces titubeantes, alguna que otra prenda arrojada por el sombrío perímetro de la habitación, pasiones y memorias compactadas en píldoras para poder dormir.

En la puerta de entrada se luce el número: un cuatro, un dos, un uno. Y más allá de la puerta, el pasillo que da a las escaleras y ascensores, que llevan directamente a la recepción donde vienen y van los huéspedes que no piden más que tranquilidad.

Afuera hay muchedumbre rutinaria: una hermosa ciudad de estragos, edificios intimidantes y taxistas que no se callan la boca, el aroma de la urbanidad, los espectaculares que anuncian a las mejores estrellas y el caos vial que caracteriza a las ciudades más grandes del mundo.

Pero adentro, en el baño quemado, había una revuelta de arranques y obsesiones. El bombardeo anímico del joven actor atestaba su cabeza de luces difusas e imágenes veloces, donde cada sacudida o movimiento, por diminuto que éste fuera, significaba un estrépito cerebral que le mareaba con desconcertante violencia.

Desde hacía varios meses no había podido soñar. La carga de tan oscura ansiedad, depresión, malestar, sensaciones friolentas y delirios de persecución, lo había transformado en un holograma viviente que le acosaba con horrendo ahínco, a tal grado de hacerlo recurrir constantemente a los medicamentos entre detenciones y ofuscaciones, entre el tormento de haber nacido para convertirse en uno de los mejores actores de su generación. Padecía las consecuencias de un don que se había escapado de su propio poder, un don que lo había traicionado, creando la interpretación con la cual sería recordado en la historia del cine, una dádiva que a su vez le aporreaba las entrañas. Entre gárgaras atascadas y rebotes mentales, el joven actor comenzaba a friccionarse en una marejada de espasmos que lo obligaban a golpearse a sí mismo contra los muros del baño. Los fuertes estadillos dentro de aquel espacio reducido entre el W.C. y el tocador helado comenzaron a ocasionarle una grave bifurcación de sentidos.

La plaga dentro de él se incrementó; apenas podía producir suspiros atascados. La persecución de sus propios fantasmas le obstruía los sentidos. La brusquedad de una grave fatalidad aproximándose le hacía escuchar… risas… ¡risotadas!… ¡carcajadas! Podía sentir en su más aterradora cercanía la presencia de aquello que ocasionaba los sonidos guturales burlescos y diabólicos.

Cuando el joven actor lograba permanecer consciente a lo largo de inútiles segundos, se colocaba en guardia contra las cuatro paredes ensanchadas del baño mientras éstas le acorralaban en su propia pesadilla.

Pero él empuñaba lo que quedaba de su espíritu y confrontaba con puños levantados y mirada perdida a la fiera abstracción de su delirio, como si esperara el contraataque de algo espantoso e invisible, pero dispuesto, astuto, algo que provenía de su propio temple.

Cada vez más pálido, el joven actor intentaba mantener torpe y desdichadamente el equilibrio, sosteniéndose de lo que fuera, resbalándose de todo, estrellándose con cada uno de sus intentos por entrar en batalla firme con aquello que lo estaba destruyendo. Las risas se concentraron finalmente en una sola carcajada maligna que dominó su mente, la esperanza perdida de su restauración, la naturaleza de lo enfermizo… y el baño.

El joven actor se tambaleaba en aquella dimensión limitada, en aquel compactado mundo de horrores muertos de risa y divertidos por tan cruentas circunstancias.

Al joven actor lo noqueaba la fatalidad, atragantado por la fuerte seguridad de que podría expirar por las malas en cualquier instante.

Y luego… uno de esos horripilantes silencios.

Había una risa pausada, grotesca. Una risa que sólo podía provenir de una entidad monstruosa, incapaz de la empatía, con una especial predilección por la catástrofe. El baño se vació de vida. Suspiros enfermos y una sensación terminal zumbó en la boca, la nariz, los ojos y los oídos descubiertos del joven actor. Sentía que una figura se acrecentaba a sus espaldas, al borde de producir alguna reacción de locura, algún plano de furia, alguna explosión para arrancarle la vida de un jalón. Pero no, sólo había pequeños murmullos burlones que restregaban sus miembros.

No quería mirar a ninguna parte, sólo deseaba permanecer inerte, con ojos cerrados, inmóvil, hasta que todo aquello pasara.

Pero una voz ronca y perversa le preguntó sarcásticamente sobre su estado de ánimo, el porqué de su seriedad. La voz le propuso algo que le obligó a abrir los ojos y mirar directamente a lo que tenía frente a él. En el espejo empañado no encontró lo que esperaba encontrar. Esperaba alguien detrás de él, un fantasma de su invención acosándolo al rojo vivo. Para el colmo de su cruel devastación, contempló su propio rostro difuminado por el vapor. Una voz sobrenatural le pidió en tono burlesco y diabólico que sonriera. El joven actor limpió la opacidad del espejo para encontrarse cara a cara con la pesadilla que él mismo había creado… con su propio talento.

Aquel rostro era horrible: de facha mal pintada con un blanco resquebrajado, de cabello descuidado, putrefacto y pantanoso, de ojos sin vida rodeados de oscuridad, con mutilaciones en las mejillas pintarrajeadas de sangre enlodada, con viscosidad en sus fauces y repulsión en sus lengüetazos… Su atuendo lucía inaudito y descarado para la ocasión. Púrpura y verde.

Aquella pesadilla volvió a carcajearse, esta vez con su más desalmado entusiasmo. Rió tanto, que el joven actor tuvo que ceder ante la locura acontecida.

Fue en esos momentos donde ya no pudo mantener ningún equilibrio, viéndose forzado a agravarse a los pies de su propia pesadilla.

El joven actor tenía menos de treinta años cuando se transformó en la leyenda que padeció las consecuencias de sus dotes, eternizándolo en la pesadumbre de representar la malignidad totalitaria de una entidad legendaria del mundo de los superhéroes, sofocándolo en la podredumbre de la maldad absoluta que contagia todo personaje que fue creado para ser el auténtico agente del caos… y matándolo joven como todo gran artista en plena labor de vida.

***

Andrés Baldíos es escritor. Los primeros peldaños son peligrosos, su hasta ahora primer libro de cuentos, fue editado en 2012 por San Roque Editores.

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