miércoles. 24.04.2024
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POESÍA

Eunice

Leonardo Biente

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Leonardo Biente

Eran los mismos parlamentos con los que soñaba.
Ya ni siquiera necesitaba pensar el texto.
El papel amarillento ya no era nada.
Las palabras ya formaban parte de su pensar diario.
Incluso, a veces respondía a las preguntas de los demás
con uno de sus parlamentos.
Después de cuarenta funciones, a razón de dos por noche,
viernes, sábados y domingos, no recordaba
más que su parte.
En su diario caminar por el pavimento actuaba su parte,
sin pensarlo.
Su cuerpo sólo respondía a los estímulos de la obra.
Sólo se sentía a gusto en escena, en ese teatro viejo
con asientos duros, con las cortinas polvorientas
el piano desafinado en un extremo del escenario,
apenas escondido entre cables, telas y máscaras.
Poco le importaba ganar para comer. Comía poco y dormía
mucho sobre un cómodo sofá. El café de las mañanas
era cortesía de la casera. Al cuarto para las seis de la mañana,
todo el piso empezaba a oler a café.
El olor afectaba a las dos inquilinas de manera desigual:
a Eunice la animaba a levantarse,
sobre todo, los días de la semana en los que no tenía que actuar;
a la otra, que trabajaba de noche y apenas regresaba a dormir,
le molestaba.
“Buenos días”, decía la casera, enfundada en su bata roja de hombre.
No era un saludo efusivo, pero suficiente como para hacer
que Eunice –que caminaba hasta el cuarto de la señora–
levantara la vista. Después de examinar sus facciones
por un segundo, le pedía una taza de café.
Sin azúcar, por favor.
Bebía dos o tres tazas antes de salir de la habitación.
A pasos lentos y perezosos regresaba a su cama,
abría un libro y leía, hasta después del mediodía.
Era entonces cuando se cambiaba y salía a la calle.
Salía cubriendo sus ojos de la luz y caminando apresurada,
como si se le hubiera hecho tarde para algo.
El viernes de la semana que precedía a aquella
en la que se acabaría el mundo,
Eunice se maquilló como siempre, en el camerino oscuro,
a la débil luz de un foco y de una vela.
Dijo su parte y lloró en la última escena.
Las cinco personas del público aplaudieron discretas y se fueron.
Ni siquiera se quedaron a beber el ron que servían al final de la función.
El sábado se levantó tarde
–ni siquiera olió el café– y fue al cine, a la función de matinée.
Dieron una película francesa que no entendió
porque estaba absorta en sus pensamientos.
Cuando volvió a su cuarto, olvidó todo lo que había estado pensando
y se puso a leer por tercera vez el libro aquel
que había robado de la casa de una amiga de la escuela.
La semana siguiente empezó con dolores de cabeza.
A media semana, recibió la noticia:
el mundo se iba a acabar.


***
Leonardo Biente
es escritor y poeta. También es empleado de día.
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