martes. 03.12.2024
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El músico de rock es resultado de la historia de su país

Armando Vega-Gil

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El músico de rock es resultado de la historia de su país

[Hace un año, el 1 de abril, ante la aparición de una denuncia anónima en su contra con el hashtag #MeTooMéxico, Armando Vega-Gil (1955-2019), bajista de Botellita de Jerez y Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí, decidió suicidarse porque, según escribió en su despedida digital, ya estaba señalado como un acosador sin poder defenderse. Todo lo que dijera, según apuntó, sólo lo hundiría más. Escribió minutos antes de colgarse en un árbol frente a su domicilio: “Mi muerte no es una confesión de culpabilidad; todo lo contrario: es una radical declaración de inocencia”. El músico empezó a escribir en 1978 en el periódico musical Melodía / Diez Años Después y ocho años después estuvo a cargo de la sección de rock en el periódico cultural Las Horas Extras. Para recordar al creador de teorías musicales, a un año de su muerte, reproducimos el siguiente ensayo publicado en el número 10 de Las Horas Extras de febrero de 1987. Era mediados de los ochenta. Botellita de Jerez acababa de fundarse, el rock mexicano aún era reprimido (hasta 1991 en el salinato, esta música fue autorizada oficialmente en el país). Entonces el autor, antropólogo también, vertía su perspectiva sociológica entre el entramado crudo y negado del rock mexicano en el periodo oscurantista en que se mantenía esta música. Este irreverente ensayo lo escribió Vega-Gil justamente en la etapa clausurada del rock en México.]

Parece licuadora como se contonea

El juicio sanguinario al rock nacional se abrió, quizás, hace más de treinta años [es decir, a finales de la década de los cincuenta del siglo XX]: fiscales, jurados, jueces y abogados tirando jabs y dando cuentas de protección.

Seguramente ni Jaime Nunó ni González Bocanegra se imaginaron que aquello de Nacional Mexicano se utilizara de forma tan estridente. Ellos simplemente hicieron un himno que alborotara las hormonas de los mexicanos y se fueran a romper el hocico en contra de quien fuera en nombre de la patria. ¿Entonces el rock tiene algo que ver con eso que los demagogos llaman patria? ¿Algunos de los presentes, al son de un portentoso rock nacional mexicano, se partiría la madre por la defensa del hoyo fonqui de Pako Gruexxo [Francisco Aguilar Chávez, fallecido el lunes 6 de enero de 2020 a los 73 años de edad] en Tlatelolco]

Hay quien asegura que sí (se murmura que la calva de Pako Gruexxo es una réplica del duce Mussolini); se confirma que asistir a un concierto del susodicho es presenciar un acto del más puro fascismo: anulación de la individualidad en pos de la formación de un inconsciente colectivo; la violencia ciega entre las bandas; las propuestas anticomunistas como en aquella memorable canción del Gruexxo en la que se ordena: “No le hagas caso a la doctrina de Marx, mira lo que pasó en Sudamérica: hasta el agua te van a racionar”.

También hay quien dice que lo anterior es una exageración: he ahí el caso de Julissa: siempre una chica decente que de rocanrolitos ingenuos y románticos pasó a ser empresaria de Televisa. O Enrique Guzmán, que de cantar mis jefes me dijeron ya no bailes con la plaga bíblica del rock and roll paso a divorciarse de Silvia Pinal y de ahí a anunciar licuadoras en Viana. ¿Sería acaso una premonición aquella letra de rock and roll que decía “parece licuadora como se contonea y todo eso es por el rock”?

El changarro también es suyo

Hay quienes, víctimas de un ataque de ceguera (o, bien, de güeva), declaran inexistente al rock mexica, y se ponen a escribir brillantes disertaciones sobre las mutaciones del new romantic en la sala de su casa, acompañados de un churro y un disco de misterioso título. Los argumentos son en realidad muy precisos: acá se tocan puros fusiles; no hay calidad musical suficiente como para impulsar una industria de rock mexicano ni una industria que exija esa calidad tan envidiada (a esto se le llama la paradoja del güevo y la gallina a güevo); no hay tradición musical ni blusera ni rhythm and blusera ni de country: puro mal gusto ―se dice. México vive en la perpetua acumulación originaria del rock and roll, y no sólo del rock sino de cualquier tipo de música ―argumentan los más serios.

No hay consistencia ni continuidad clara como lo hay en Brasil o Argentina o Italia o Andorra Central. Y es que en México todos y todo compartimos una maternidad común. Todos somos hijos de una nacionalidad, de una patria emanada de la revolución; somos hijos de la revolución. En otras palabras, todos y todo somos unos hijos de la chingada. Primero fue el verbo y luego vino la chingadera ―diría Artemio Cruz.

Porque mientras Carranza asesinaba a Zapata y Obregón tronaba a Carranza y Calles traicionaba a los campesinos y Cárdenas se chingaba a Calles, eso que se llama identidad nacional empieza a perfilarse: se crean movimientos musicales nacionalistas con Ponce y Tata Nacho y el reaccionario Carlos Chávez y el revolucionario de Silvestre Revueltas; y todo auspiciado por el Estado mexicano. Nacía el presidencialismo, nacía el abuelito del PRI, la nueva burguesía nacional mexicana se hacía más fuerte. Y el changarro del cual se iban a enriquecer era un cacho de tierra repleta de prietos pelados a los cuales había que hacerles creer que el changarro también era de ellos. ¡Mexicanos al grito de guerra!

Y entonces vino la inversión extranjera. Y con ella el cosmopolitismo: Agustín Lara componía tangos y foxtrots y escribía como romántico francés… ¡ah, eso sí, su música es la romántica mexicana! Luis Arcaraz era un Guy Lombardo venido a México y con su viajera que quería competir con las orquestas gringas... ¡ah, eso sí, música orquestal mexicana! Y luego Benny Moré y Pérez Prado la hacen chillona en el Salón México, le cantan a los negritos y se comen las eses al platicar, se habla de vudú y changó... ¡ah, eso sí, en el Salón México, en la imponente Ciudad de México!

Botellita de Jerez, La plusvalía en el rock

Qué dieran los gringos de aquellos años por que México fuera un prostíbulo enorme, como el de Cuba la rumbera. Pero no, México es aún más que Acapulco. México es una zona de explotación bien cuidadita por la CTM y el reluciente PRI. México es la paz garantizada en el campo por el ejército, la nacionalidad mexicana. La patria no es más que una patraña, un concepto ideológico. El país no es de nosotros, sino de los burgueses de las grandes corporaciones imperialistas. En México los prietitos siempre fueron los pelados, los indios despreciables, los nacos. ¡Ah, cómo olvidar aquellos años cuando Miguel Alemán fue nombrado Míster Amigou! Los jóvenes de aquella época serían los papás de la primera generación de gringos nacidos en territorio nacional. Había que vestirse como James Dean y manejar moto como Marlon Brando y de ahí pal real. Todos queríamos ser héroes en la guerra de Corea, todos queríamos peinarnos como Elvis; algunos idiotas se rompieron el cuello dizque surfeando en la ola verde de Manzanillo.

En resumen ―argumentan los que esto argumentan―: la cultura urbana mexicana, incluido el rock en un sitio prominente, es resultado de una degradación, de un dominio, de un estado de manipulación ideológica. En este caso, el rock nacional es un fenómeno de dominación irreversible.

Ante este pensamiento hay quien afirma que, a pesar de todo, el rock en México adquiere una particularidad que lo vuelve una arma de dos filos: el rock no es solamente un ritmo derivado de una música organizada en compases de cuatro cuartos de doce barras con tonos de tónica, dominante y sub-dominante, en la que predomina la utilización de instrumental electrónico; el rock, dicen, es una subcultura, es un modo de conducirse y valorar la vida cotidiana. El rock incluye una escala de valores morales que van desde la aceptación del consumismo y el american way of life (como en el caso de la disco music) hasta el enfrentamiento crítico e inconcluso militante (como en el caso de Tom Robinson Band o The Clash).

En México esta subcultura se partió irremediablemente en dos a partir del avandarazo en 1971. Por un lado, la clase media con sus sueños de grandeza se aisló en sus casitas (a mantenerse viva en el tocadiscos) y los más afortunados viajando a otros lares para escuchar a Genesis en vivísimo. Por otro lado, los jodidos, los obreros y los lúmpenes se prendieron de la radio (en Rock a la Rolling por Radio Capital), pero fundamentalmente vivieron en el hoyo fonqui [un lugar encerrado sin ventanas ni ventilación por ningún lado, por lo regular mueblerías abandonadas o locales abandonados, donde los roqueros ofrecían sus conciertos ante la prohibición oficial: reductos ínfimos que se atascaban por cientos de espectadores ávidos de escuchar rock; el nombre, hoyo fonqui, lo etiquetó el escritor Parménides García Saldaña, fallecido el 19 de septiembre de 1982]. De la tocada aquí, real, más que audible, tangible; no importaba ni importa qué es lo que se oiga y cómo se oiga, el chiste es bailotear como conchero con picapica, sudar la chinguita de la semana, sudar la explotación, algo así como el desquite de la extracción de la plusvalía en el rock.

La historia de un país

Antes de Avándaro y después del 2 de octubre del 68, todo era paz y amor; todo era comer hierbitas, todos éramos hermanos, buena onda, collares, huaraches, hongos, maestros acá.

Después de que el Estado clausura y vuelve tabú al rock [después de la realización del Festival de Avándaro, efectuado el 11 de septiembre de 1971], los rocanroleros (aunque no todos) se vuelven oficinistas o acompañantes de baladistas. Desde entonces son los discos importados para ser escuchados en un Technics o son los Panchitos [una pandilla que merodeaba sobre todo por los rumbos de Tacubaya en la Ciudad de México] bajándole feria al personal para entrar a una tocada con el Tri. En efecto, quizás otra de las características del rock sea que es una música hecha para y por los jóvenes: edad incierta en la que el capital prepara a sus trabajadores y sirvientes para luego incorporarlos al proceso de producción. La juventud, se dice, es un invento de nuestros tiempos; antes o se era niño o se era adulto. Peor aún, el concepto juventud oculta la triste realidad, la existencia de las clases sociales, los proletarios y los capitalistas. No es ni será lo mismo un “joven” obrero que un “joven” hijo de papi García Valseca.

Todo esto argumentan los que esto argumentan para llegar a la siguiente conclusión: el rock en México no sólo no existe, sino existen dos clases de rock, independientemente del de la decisión y voluntad del compositor y del tocador de liras y bataca. Existe el rock que se apropian los fieros, los vaguitos, los jodidos. Y existe el rock que se apropian los intelectuales, los ricachones, los clasemedieros pinchurrientos, los del otro lado de la balanza.

Las bandas oyen el rock de los Robin Estones, de Janis Lloplis, del Tri: ellos usan playeras rotas, pantalones de tubo estilo ranita, zapatotes burritas con suelas de crepé de a metro el kilo. No entienden lo que dice Jim Morrson pero les pasa un resto. Leen el Conecte y se atascan en las tocadas [Conecte era una revista de rock y tocada era el término para un concierto de rock].

Los otros oyen a King Crimson y analizan sus letras con el Melody Maker a la mano... O también se compran indumentaria sadomasoquieta para ir a escuchar a Cristal y Acero, es decir Iron Made in México. Cuando mucho irán a un hoyo fonqui a hacer análisis antropológicos a los “extraños” panchitos.

Todo esto quiere decir que por más que los músicos de rock escriban letras y decidan riffs, el resultado de sus productos será independiente de su voluntad. La sociedad está dividida en clases, y las luchas de éstas son las que deciden en última instancia, hasta el fondo del zaguán, el cómo se escuchen sus letras y cómo se bailen sus ritmos. De este modo no importa que en este país algunos se autonombren como el mejor grupo de rock, ni que organizadores de hoyos fonquis esquilmen sin tapujos, ni que César Costa haya dejado La Carabina de Ambrosio [programa cómico de Televisa en ese entonces]. El que Timbiriche cante rock es porque existe un mercado de niños capaz de comprar, y este hecho permite que los dueños de las disqueras se enriquezcan y mantengan en un estado de histeria y consenso a los infantes consumidores y a los padres de estos infantes. Igual ocurre con Vittorino y Arturo Vázquez [otros dos volátiles músicos producidos por el emporio Televisa], los roquers “limpios” de la juventud mexicana. Pero, por otro lado, existe la banda capaz de paralizar a la Ciudad de México en un concierto fraudulento del Dip Purpul, y que requieren del rock para llegar a la catarsis de la opresión. Por eso hay quienes tocan para ellos, en las condiciones que pueden. El músico de rock es resultado de la historia de su país, aunque el chorrocientos por ciento de los músicos mexicas no lo sepa, o le valga pura madre.

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