CUENTO
Tachas 462 • La Pica • David Solana González
David Solana González
La cabeza del supremo Dictador Lancieri, recién separada de su cuerpo, pensativa, baja rodando las escaleras del patíbulo. ¿Dónde están las picas?, se pregunta.
Ve el cielo, ve a la turba en la plaza, ve los escalones, ve al verdugo junto a la guillotina. Pero no ve las picas. ¿Es que no le había dicho nada?
Le habían llevado hasta la plaza a través de la calle de La Morte y había corrido desnudo entre la muchedumbre. Recuerda a las fulanas de pechos al descubierto gritándole ¡Arrivederci, Lancieri!, riéndose de odio, enseñando sus bocas desdentadas, escupiéndole. Recuerda el impacto de las piedras afiladas, la fruta podrida y los excrementos de animal que los niños harapientos recogían del suelo para lanzárselos. Recuerda a los hombres, borrachos y sucios de su propio vómito, golpeándole de todas las formas posibles. Recuerda el sabor de su propia sangre. Recuerda el olor a orín. Recuerda el tacto del barro frío en las plantas de sus pies. Recuerda a los soldados de mirada impasible evitando que el gentío le matase a palos, posponiendo su muerte unos minutos más, hasta que la enorme cuchilla le separase la cabeza del cuerpo.
Pero no recuerda las picas. No las había visto. ¿Es que no le había dicho nada? ¿O es que se le había olvidado mencionar lo de la pica? ¿Había sido una ensoñación?
¿Es que no le había dicho nada?
Ve las nubes en el cielo, ve a su pueblo en la plaza, ve los escalones manchados de sangre, ve su cuerpo inerte arrodillado ante el verdugo. Pero no ve las picas.
Al menos le habían decapitado. Y sonaban las campanas, sí, eso le reconfortaba. Su cuerpo le daba igual, pero ¿y su cabeza? ¿Es que no le iban a dar el trato adecuado? ¿Es que no le había dicho nada?
Por fin llega al suelo de la plaza. Vuelve a sentir el tacto del barro frío, esta vez en la mejilla. La gente comienza a acercarse y, entre las piernas mugrientas, ve a dos perros peleándose por algo, tirando en direcciones opuestas. Es la cabeza del general D’Agostino.
Le había visto por última vez hacía dos días, en la fiesta de su mansión. Solía celebrar fiestas allí. Todos los altos cargos acudían. Comían, bebían y disfrutaban de bellas mujeres. Recuerda que en esa última el general D’Agostino se lo pasó especialmente bien. Tuvo toda la noche a una jovencita de unos diez años sentada en el regazo y él, el muy pervertido, se dedicaba a meter su mano regordeta por debajo de la blusa de la niña. Adoraba a ese viejo. Siempre le fue leal.
Por fin lo recuerda. Sí, fue esa misma noche, la de la fiesta. Fue al mismo general D’Agostino a quien se lo dijo. Pobre hombre. Normal que no le hayan hecho caso si está ahí, a unos metros de él.
D’Agostino, después de pasarle la lengua por el cuello a la jovencita y acomodarla en su entrepierna, le había dicho:
–Líder Lancieri, no hay fiestas mejores en esta tierra que las que usted celebra. Si mañana muriese, moriría feliz. No anhelaría nada más. Si me permite la osadía –dijo el maldito–, ¿cuál sería su último deseo si muriese usted mañana?
Lancieri había reído y, levantando su copa, y con tono de pregonero, dijo:
–Yo, el supremo Dictador de la República, ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado y la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República, donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas a vuelo.
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David Solana González (España, 1994). Escritor.