CUENTO
Tachas 481 • Remiendos • Edgar Omar Avilés
Edgar Omar Avilés

I
Era día de mi esperada Luna llena. Tan pronto se ocultó el Sol cerré la puerta de Costuras y remiendos “Laurita”. Me dirigí a la vecindad y subí las escaleras, deseosa de estar cuanto antes en mi cuarto, ponerme el traje de coneja que confeccioné de suave peluche blanco y saltar hasta llegar junto a la cortina, abrir la ventana y poder maravillarme y llorar mis penas: que se vaya la tristeza en cada lágrima de mis 90 kilos, de mis 45 años y mi soledad de costurera; ya quería alzar la vista y ver en la noche estrellada la esfera redonda de la Luna, blanca, pero aún borrosa. Entonces, con dedos temblorosos, emocionados, me colocaría las gafas para enfocar y saludar al conejo Toby, mientras lágrimas y penas rodarían por mis mejillas... Pero no fue así: para cuando me puse las gafas supe que la felicidad me perdió el paso, tal vez se tropezó en las escaleras y se desnucó, y por eso no llegó conmigo hasta la ventana; llena de miedo maldije a la vida y un grito nacido de mi corazón se fue a mis pulmones y salió por mi garganta: “¡Tarántula!”, grité, ¡tarántula!”, al ver al arácnido endemoniado enmarcado en la Luna llena, usurpando el lugar del conejo, de mi amado conejo Toby, al que sin duda (esas cosas simplemente una las sabe) tenía amarrado y sufriendo entre su telaraña babosa y terrible.
II
Han de saber que mamá me regaló a Toby cuando cumplí cinco años. Él fue mi único amigo: vivió conmigo las cosas buenas y las macabras que vive una niña gorda cuando pasa mucho tiempo sola, jugando con muñecas polvosas y con el libro de brujería de la abuela. De tantos abrazos y de tanto amor, mi Toby se deshilachó: un ojo de botón perdido, un hilo suelto, borra saliéndole por la panza; era, más que un conejo, un guiñapo de peluche. Mamá, costurera al igual que la abuela y la bisabuela, insistía en coserlo, pero yo me negaba, muy enojada, asegurándole que aquella aguja entrando le dolería mucho a mi conejo.
En el libro de brujería encontré lo que necesitaba para darle vida a mi Toby y así tener con quién saltar y jugar a las tazas de té: supe entonces que una pizca del tabaco de papá, un poco de mi saliva después de comer fresas y un conjuro en Luna llena eran lo que requería para que él ya no fuera de borra y peluche, sino de carne y pelo.
La saliva, el tabaco y las palabras del conjuro se unieron y así contemplé llorando, entre gritos de terror, cómo mi Toby se convertía en carne, cómo se convulsionaba y daba chillidos mientras se desangraba y se le salían los sesos y las entrañas por las enormes heridas que alguna vez fueron roturas que no quise que nadie zurciera. Aunque muerto, parecía mirarme consternado cuando lo enterré en una maceta de la vecindad.
Supe (esas cosas simplemente una las sabe) que Toby reencarnó en la silueta de conejo que se ve en Luna llena. Desde entonces cada mes iba a saludarlo, a contarle mis penas, a llorar para pedirle perdón.
Pasaron años y me hice costurera intentando, en vano, remendar mi error con cada puntada de aguja.
III
Me puse el traje de coneja de suave peluche blanco, abrí la puerta y con el libro de brujería de la abuela bajo el brazo (que atesoraba desde niña) me dirigí a la plaza, saltando, repitiéndome cada paso del plan que había hilado. En la calle la gente me miraba y se reía, pero yo ya estaba acostumbrada a las burlas.
En la plaza coloqué una medallita de plata, un clavel y tres lágrimas. Luego pronuncié las palabras del conjuro: llamé a quien tenía que llamar asegurándole que yo era una coneja, una deliciosa y tierna coneja. La sombra de ocho patas llegó y me atenazó. Para cuando recuperé la conciencia y abrí los ojos estaba en una cueva, atrapada en una telaraña junto a mi contrahecho Toby.
La tarántula nos miró golosa, pero antes que a nosotros se dirigió a devorar a un viejo conejo pinto que parecía tener un siglo de pánico acumulado en sus facciones. Lo que la tarántula no sabía es que una mujer de noventa kilos es una presa mucho más difícil de cazar que las que ella acostumbraba: pude liberar una mano y con ella saqué las tijeras que guardaba adentro de mi traje. Me desamarré por completo y después, con delicadeza, hice lo mismo con mi querido Toby (sangre seca y entrañas de fuera).
Las furiosas pisadas de la tarántula hacían temblar el polvoso suelo de aquella cueva en la Luna. Desde el principio supe que pretender escapar sería inútil, por lo que seguí con mis planes: saqué una madeja de hilo cáñamo y usando todas mis habilidades confeccioné mi propia telaraña.
La tarántula se abalanzó sobre mí, pero yo la esquivé con un lento y hábil contoneo y ella se proyectó hacía la red de cáñamo, que la envolvió hasta dejarla inmóvil. Entonces le enterré las tijeras en su pulposo vientre y le clavé tantas agujas como ojos tenía la maldita.
Descansé un poco en un pequeño cráter. Más repuesta saqué de mi traje una bolsita con tabaco, mastiqué una fresa, me escupí saliva en la palma de la mano y en seguida pronuncié el conjuro para deshacer el que había pronunciado cuando niña, cuando buscaba tener un amigo para saltar y jugar a las tazas de té. Le exigí a la magia: “que Toby sea de nuevo un muñeco de peluche”. Luego le repuse el ojo de botón perdido y le remendé roturas.
Esperé a que la Luna pasara cerca de la Tierra y salté, hasta caer a unas cuadras de Costuras y remiendos “Laurita”. Me dirigí a la vecindad y, una vez en mi cuarto, me dispuse a realizar el último paso del plan: abracé a Toby, me acomodé bien el traje de coneja y resuelta a remendar mi vida bordé un corazón con siete agujas, lo puse en el suelo, le esparcí incienso revuelto con un mechón de mi cabello y le prendí fuego. Al final de la combustión pronuncié el conjuro que señalaba el libro de brujería: la magia realizó mi deseo y me convirtió en una coneja de peluche. Y una coneja de peluche gorda, inmensa, no sólo es tolerada, sino bien querida.
IV
“Junto con todas las que fueron mis pertenecías, el casero nos puso a Toby y a mí en venta para pagar los cinco meses de renta atrasada de la gorda que desapareció. Nos compró el papá de Anita, y ahora Toby y yo estamos aquí, con todos ustedes. Pero he de decirles que sospechamos que esa niña que ven acostada no es quien ustedes creen que es; Toby y yo pensamos que ella tuvo mucho que ver con lo que les acabo de contar”, dijo la enorme coneja de suave peluche blanco sin dejar de abrazar a uno pequeño que sólo atinaba a mover los bigotes.
Eran decenas de muñecos de peluche los que rodeaban la cama de Anita. Todos miraban muy atentos a la coneja gigante que estaba sentada en el suelo; algunos estaban maravillados, otros sentían desconfianza. Luego entre risa, murmullos y expresiones de preocupación discutieron el asunto, porque los conejos de peluche son por naturaleza mentirosos (eso lo sabe cualquiera). ¿Cómo comprobar si la historia era cierta? No faltó quien argumentara que el origen de los nuevos no era tan importante, que simplemente habían aparecido aquella tarde, cuando todos dormían, y ya; que eran agradables y eso bastaba para que los aceptaran.
Todos callaron cuando el despertador sonó y la noche se transformó en amanecer. Entonces los ojillos pasmados de algunos muñecos empezaron a ver un poco de abuela bruja en los gestos de Anita, que se desperezaba; otros veían un poco de tarántula terrible en los brazos y piernas que la niña estiraba. Luego notaron, primero en los demás, después en ellos mismos, los hilos sueltos y roturas que sus cuerpos afelpados habían acumulado con el tiempo. Pensaron en el viejo libro que Anita leía por las noches y guardaba bajo la almohada; quizás, temieron, no era de cuentos infantiles.