EXPERIMENTAL
Tachas 503 • Los relojes de la casa • Jeanne Karen
Jeanne Karen
Hay días en los que no se antoja nada, ni escribir, ni dormir, ni levantarse, días en los que todo parece eterno, pero eterno estático, hasta las ráfagas de viento son repeticiones de otras ráfagas, de otros años, de otro tiempo. Mañanas en las que sale el sol para anunciar un triste comienzo, el terrible inicio del primer acto, el cero, la simpleza del todo.
Y sus tardes, tardes en que ni el polvo de las calles se levanta, tardes en las que los gatos no mueven sus tupidas pestañas ni abren los ojos como la metáfora de una espesa oscuridad que viene de cada rincón, de cada entraña. Tardes en las que el hambre no aprieta, ni aparece, que ni siquiera le importa ya, si tenemos o no tenemos alimento; hambre que es como el miedo, se mueve, comienza haciendo un hueco en el estómago y no es derrotado, sube por todo el cuerpo, es el viaje de la sangre o el instante en que cae un párpado. Tardes para no hacer nada, más que sostener un teléfono celular en la mano, un libro o una taza de té. Tardes para recordar y caminar sobre nuestros pasos, rumiar la rabia. Tardes para caer sobre el sofá de la sala mientras se acerca el último vendaval. Tardes que no se detienen, los relojes que no paran, la mayor tristeza de Auden. Tardes como el eco de los chorros de agua, la no presencia de algo. Un sonido, un frío que recorre la piel mientras el sol está tieso sobre un cielo deslucido; el sol, casi imperceptible con su traje de color plata entre nubes grises y negras. Tardes en que nada cae, tardes ausentes del ocaso en tonos dorados, tardes para quedarnos como las moscas, pegados a un vidrio de la ventana y la luz que no se va.
Y las noches, ruido que revienta en la sien, venas delgadas que se alteran, ojos que quieren con una mirada, descifrar todo lo que se rompe. Noches de gloria, noches para no dormir, para iniciar un viaje o noches para la poesía. Las de la premonición, las noches de la locura. Noches para morir de sed y que la boca seca nos levante de donde estamos para contemplar la larga y oscura cabellera del firmamento, porque ni una estrella se ha atrevido a asomarse, por temor, por venganza, no lo sé. Noches en las que cada pequeño ruido es una emboscada, un enemigo que viene a sorprendernos.
Las horas simplemente no terminan, planas en el final de los tiempos, desierto que nunca se cierra. Al final, el tiempo se revela como él mismo o como ella misma; quizá sea ella, con una carcajada, ella con el destino en la palma de su mano, ella con sus piernas para el baile en la pista del infierno, ella como la relojera perfecta de mil ojos y sus hijas que no se mueven. Horas como la ansiedad de un grito pero sin escándalo. Horas vacías.