ENSAYO
Tachas 503 • Copia / simulacro • Severo Sarduy
Severo Sarduy
l. Copia / simulacro
Cestos de mimbre amontonados al fondo de un patio blanco, luz muy blanca. Desde la alberca con peces adormilados, chinos, hasta los cestos, un pasadizo entre muros de ladrillo, un traspatio de arecas, húmedo; el flamboyant sombrea de tachonazos rojos móviles la cal gruesa de los muros. No hay rumor de palomas.
Desde la alberca hasta la calle, en sentido opuesto al de la vista anterior, el comedor abierto al patio, que ameniza un escueto bodegón más bien ocre, de sombras apoyadas.
La mesa siempre puesta: mantel zurbaranesco de pliegues estudiados, compotera de loza —marañones, guanábanas, nísperos, mangos orientales pulposos y rojos, manchados de amarillo y negro—, poliédrica jarra de agua —un lamentoso lezamesco por el posible reflejo lineal, inmóvil y morado sobre el holán de hilo: entre nosotros de costumbre, no se tomaba vino.
Al centro, grave como una cita insular de Gaudí, una lámpara de cerámica, motivos florales estilizados, volutas vegetales, armazón negra que vienen a golpear en el calor del mediodía loszunzunes, ciegos. Balances coloniales o desproporcionados, losetas blancas, un gran armario de caoba, lleno de pañoletas bordadas con una campana en el cerrojo. Afuera la calle adoquinada, vacfa. Silencio. Una calesa con los mangos apoyados por el suelo. No hay viento. Sopor. Barroco siestero.
Otra calle, ésta de tierra. Ventanas de hierro, quicios disparejos. Lo hemos adornado todo para el San Juan: de fachada a fachada, banderillas de celofán, flores en la acera, pollos y puercos: la cuadra se presenta al concurso de adornos carnavalescos bajo el abuso de lo rural; machetes y sombreros de guano resumen la apresurada indumentaria dominguera de los vecinos.
Esa pelandruja que veis a la derecha, entre un loro en su aro y un guanajo, vestida de rojo tomate con los tacones altos hundidos en el fango, sacudida por una carcajada conoulsiua que ha movido en lo alto de su cabeza un gran copete de plumas de pavo y una tiara de diamantes —en la foto, una hilera de lucecillas, de puntos emborronados; claros—, esa fletera con un pericón en la mano y ojos de mora, no es otro que yo.
Es de tarde y quizás ha llovido. Se nos ocurre, con mi padre, disfrazamos. El, de mamarracho o de ensabanado —una careta de cartón pintarrajado o una sábana—; yo, con los atuendos más relumbrones de una gaveta maternal heredada. Cuando salgo a la calle, trastabillando como sobre zancos, mi padre cierra la puerta de un tirón y grita: "Allá va eso!". Después, sale él y nos vamos bailando. Hemos bebido prú santiaguero. Seguimos rumbas y congas por las cuadras aledañas, venecianas sin disimulo —góndolas en seco—, gallegas o chinas: una prima mía, hija de chino, recibe a los notables encorbatados, con quimono y dos moños que atraviesan agujetas de brilladera, sentada por el suelo de mimbre en una pagoda transparente, de bambú y papel celofán; está modosa y apropiadamente enigmática; ofrece té.
Ahora me río como una loca, sacudido más bien por espasmos pilóricos: y es que en lugar de gallinas culecas, ramas de guásima, chivos y conejos, me veo en un decorado regio, muebles negros laqueados, de ángulos rectos y muy bajos, tapices con círculos blancos, columnas de espejos fragmentados. Sobre las mesas obscuras, ramos de oro, en delgados búcaros japoneses; biombos y cojines turcos, malvas y plateados, lámparas opacas: metales y discos superpuestos, de cristal irisado. Escaleras amplias, de pasamanos esmaltados y curvos, que interrumpen cariátides desnudas, portadoras de antorchas. Comienza el vals.
Me río, pues, de todo, pero ahora más, porque me río de los que se ríen —de mí—, de la risa misma, de la muertecita que se me aparece burlona detrás de los biombos vieneses, con los párpados blancos y cosidos.
¿Simulo? ¿Qué? ¿Quién? ¿Mi madre, una mujer, la mujer de mi padre, la mujer? O bien: la mujer ideal, la esencia, es decir, el modelo y la copia han entablado una relación de correspondencia imposible y nada es pensable mientras se pretenda que uno de los términos sea una imagen del otro: que lo mismo sea lo que no es. Para que todo signifique hay que aceptar que me habita no la dualidad, sino una intensidad de simulación que constituye su propio fin, fuera de lo que imita: ¿qué se simula? La simulación.
Y ahora, en medio de cojines rubendarianos y cortinajes, con fondo de biombos y oalses —entre pajarracos y pollos—, sólo reino yo, recorrido por la simulación, imantado por la reverberación de una apariencia, vaciado por la sacudida de la risa: anulado, ausente.
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Fragmento de La Simulación. Texto contenido en el libro Obras Completas. (2 TOMOS). Edición crítica de Gustavo Guerrero y François Wahl (coords.). CONACULTA, FCE. Con permiso de los editores.