martes. 23.04.2024
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Tachas 505 • Sindicato • Roberto Flores Salgado

Roberto Flores Salgado

Imagen creada con IA
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Tachas 505 • Sindicato • Roberto Flores Salgado

Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla.

Sigmund Freud


 

I

Los ángeles coadyuvan la labor de un ser supremo. A veces están entre nosotros, sin ser perceptibles por el ojo humano. Otras tantas en forma visible. Algunos textos ahondan en el punto. Cuentan las experiencias haber visto seres de rostro cobrizo, de complexión recia, mirada profunda. Nunca andan solos; visten pantalones oscuros, camisas holgadas de tonos pálidos.

Por lo general acostumbro a buscar en librerías libros relacionados al tema. Por eso me fue imposible filtrar una acción, a todas luces morbosa, teñida, no obstante, con los matices de la diplomacia: sentarme al lado de ella, la joven de rasgos anglosajones y leer, ayudado de su mala comprensión del castellano, más rápido de lo habitual, para no perderme párrafo del texto.

Antes de llegar a la estación terminal, no obstante, la acción asumida fue delatada y me sentí pésimo, humillado con razón por la mirada de mi objeto. Fue raro, sin embargo, el curso de los acontecimientos, sucedidos los segundos después: la chica pareció sentir el desdén, como si ella fuese la culpable de algo y, por otro lado, el evento me supo a un dejavú. Rápido, la muchacha se levantó, en una acción que más pareció una huida y se dirigió a una puerta próxima.

Fue el pensamiento recursivo que me acompañó durante la noche, hasta que el mundo se me comenzó a mover, sentado en el bar de mala muerte y tomé un taxi hasta el departamento. Ahí, con la presión del mundo sobre el cuerpo, me quedé dormido.

Al siguiente día bajé rápido, con la piel aún húmeda, y subido al auto, salí del edificio con dirección al trabajo.

Ashwell esperaba sentado en mi puesto. Tomaba un café y sostenía en el rostro una expresión de solidaridad.

- Paula se encontró ayer con Nora – me dijo. Luego apuntó a la máquina de café. Alcé la mano como diciéndole “no te preocupes, yo me sirvo”.

- ¿Cómo está? – indagué tragando saliva

- Se ve bien… Te envió una carta. Aquí está.

Se levantó, me entregó la nota y me palmoteó la espalda. Mientras tomaba el café, leí con pensamientos desarticulados cada línea. Al cerrarla, una gota de café tiñó el papel plegado.


 

II

El bar de costumbre contenía todos los elementos comunes que resaltaban cada noche. Sin embargo, un detalle cambiaba todo: la presencia de una mujer madura, algo atractiva, que se ubicaba sola, en las mesas cercanas a los baños.

Tomé lo mismo de todas las noches. Recorrí en silencio los parajes por los que viajaba en cada jornada, el encuentro con Nora, nuestras tardes de risas, nuestro matrimonio en las orillas del lago, nuestras caminatas por los bosques sureños. Y también aquellos valles de sombras de muerte por los que pasamos, la acumulación de breves acometidas, serios verbos hirientes, el silencio por días. Todo lo que nos llevó a distanciarnos; la incertidumbre de una razón no concreta; el miedo de que quizás nunca nos amamos realmente.

Pipeño, uno de los parroquianos, cuando me encontraba absorto en estos pensamientos, me alcanzó un papel. De paso, me hizo señas con su rostro, apuntando a la mujer. Le sonreí, dándole las gracias. La mujer seguía impávida, moviendo el resto de vino que quedaba en su copa. Luego pensé que ocupaba el lugar de un hombre de ojos claros que frecuentaba igual que yo el bar.

El papel decía: “Uno no sabe el valor de las cosas, hasta que las pierde”. Luego de leer varias veces, de reparar en la caligrafía, en la textura del papel, en la figura impávida de la mujer que seguía jugando con el resto del líquido en la copa, bloqueé toda impresión primera y pensé que si en algo el texto me interpretaba, debía ser por cierta casualidad, el albur de la generalidad. Cada uno lee desde sus necesidades. Sin embargo, un estrépito inundó mi alma, pensando en que dicha señal podía corresponder a una acción claramente providencial. No perdía nada. Tomé mi copa y me dirigí a la mesa de la mujer. En segundos me ubiqué frente de sí y la miré a los ojos.

- Usted… me envió este papel – le dije. Ella con un gesto neutro, quizá demasiado estudiado, me miró y sonrió, en los límites de dicha pauta. Luego replicó:

- Sí.

- ¿Puedo sentarme a su lado?

- Desde luego.

Con cierto pudor me senté, mientras ella seguía con el magro rito del balanceo del líquido oscuro en la copa. Sentí que el papel enviado, no representaba ninguna excusa para iniciar una plática y eso me incomodó. Quizás el ciclo de la comunicación culminaba ahí; como los panfletos políticos. Pero después de un instante de incómodo silencio, a punto de abandonar la mesa para ir a mi puesto original, la mujer mudó el rostro rígido por uno más humano y habló.

- Necesitamos de su ayuda, señor Stambuck.

- ¿Cómo sabe mi apellido? – le dije, descolocado.

- No puedo explicarle ahora, sabe, a no ser que nos comprometa su ayuda – Por primera vez leía algo de emoción en el rostro. Aquélla parecía una súplica sincera – Si usted nos colabora, también podemos colaborarle.

- ¿A quién se refiere cuando dice “nos colabora”? ¿Es que acaso forma parte de un grupo? – indagué con mayúscula duda.

- Señor Stambuck: sabemos que está a punto de separarse, que duda si efectivamente ama a su mujer… - le miré a los ojos, no pude más con el asombro.

- ¿Cómo lo sabe?

- Desea con todo su ser saber si ama, para no escatimar esfuerzo alguno en rescatar la relación…

- No trate de engañarme. Cuénteme, ¿escuchó usted alguna conversación sostenida con Pipeño en este mismo bar? ¿Lo conoció alguna vez? – del asombro pasé a la desesperación.

- No puedo darle mayores detalles – luego se detuvo-. Por favor, Stambuck, no puedo proseguir. Si es que usted desea ayudarnos, no dude en hacerlo.

- Pero, por Dios, ¿ayudarlos de qué? – dije, conteniendo mis ansias de gritarle con vehemencia.

- Aquí tiene mi tarjeta. Piénselo de aquí a mañana.

¿Cómo alguien podía saber ciertos aspectos de mi vida privada? ¿Sería acaso una conocida de mi mujer que deseaba enterarse de lo que realmente sentía, desconfiando de mis sentimientos proferidos hacia ella, queriendo triangular una información, a la usanza de las investigaciones metodológicas de características etnográficas?

Antes de frenar esa intromisión mayúscula (quien cree otorga autoridad a otro) soltó una frase que evidenció que mis aprehensiones eran constructos equívocos.

- Recuerde la chica en el vagón del metro.

- ¿Quién?

- La del libro de ángeles, Stambuck

- No vi a ninguna chica – mentí.

- O la ausencia en este bar del señor de ojos verdes.

- ¿El calvo?

- El calvo. No se equivoca.

¿Cómo sabía del incidente con la muchacha de ojos claros, de la existencia del parroquiano que con devoción asistía al bar, o de mis problemas maritales y decisiones futuras? Rápidamente entablé relaciones, recordé el rostro culpable de la rubia en el metro, seguro no debía ser vista y, sin embargo, se había evidenciado, por eso el rubor, la incomodidad y la ulterior huida. La mujer se encontraba ahí para darme el mensaje en el momento exacto, luego de los informes del calvo que cada noche me observaba. He ahí el panorama. He ahí también en seguimiento.

- No puedo ayudarle.

- Estúdielo, por favor, señor Stambuck.

Me alcanzó una tarjeta de presentación que nada más contenía su nombre de pila y un número telefónico de red fija. Rápido, sin despedirme de ella, me largué, tomé un taxi y me dirigí a mi apartamento.


 

III

A media tarde, tras pedir permiso en el trabajo, caminé horas enteras alrededor de la sala. La curiosidad me hacía zozobrar entre dos pensamientos: discar el número entregado por la mujer o bien, despojarme de la posibilidad de considerar ese encuentro como parte de un plan mayor, la articulación de un plan cósmico por ayudarme a volver a la armonía marital perdida.

Esgrimiendo la última opción, extraje de mi chamarra la tarjeta y disqué el número. El primer intento, no obstante, no fue acertado; dudé por un minuto del carácter místico del episodio: respondió de mala forma una mujer que me ordenó dejara de molestar. Corroboré enseguida el número. Seguramente había discado mal; esta vez me senté y marqué uno a uno, con calma limítrofe. Tras dos o tres pitazos me pareció haber oído a la misma agria mujer, pronunciar las mismas déspotas palabras. Esta vez corté, para evitarme el disgusto de oír voces violentas.

De la angustia pasé a la incertidumbre mayor. Alguien que necesita ubicar a otro con urgencia, ¿deja pasar el detalle de consignar mal su número telefónico, el único posible vínculo que pudiese tener?

Me senté al lado del teléfono, cavilando llamar por última vez, aunque pensé improbable el equívoco consecutivo. Estaba consciente de que la segunda vez había presionado las teclas con concentración mántrica. No había lugar para dudas: el número había sido mal escrito y, posiblemente, todo se debiera a una broma de mal gusto.

Empero el teléfono sonó cinco minutos después y el aparato receptor señaló el mismo número discado antes por mí. Contesté.

- Aló.

- Stambuck, ¿está ahí? – era la voz de Lila, la mujer del bar.

- Sí. Soy yo. ¿Qué pasó? Pensé que había marcado mal.

- No. No se preocupe, es un problema interno. Todo está bien – hizo una pausa, en el auricular sentí un ruido de jadeo, tal vez unos gritos-. Le llamo para saber si está interesado en ayudarnos.

- Desde luego.

- Stambuck, muchas gracias. Por favor deme su celular. Debo cortar en estos minutos. Pero le devuelvo el llamado y le informo dónde debemos encontrarnos el día de hoy.

Le compartí mi teléfono y ella, sin siquiera esbozar una fórmula de despedida, cortó la llamada.


 

IV

El primer experimento narrado por la mujer era protagonizado por una chica llamada Lenina. Durante mucho tiempo pensó que la pareja de su madre no la quería y así se lo hacía ver. Verdaderamente no sabía que la amaba y se pudo cerciorar de aquello el día en que fue sometida al mecanismo. Ella, que se encontraba en la cabaña, veía a lo lejos chapotear a su madre en el mar soliviantado. El padrastro durmiendo en las orillas. De pronto, la mujer perdió las fuerzas y comenzó a gritar. Los consejos del equipo no permitían participar en el ensueño, de lo contrario, era probable que este plano se mezclara con la realidad, trayendo ulteriores graves consecuencias. Con estupor contempló cómo su madre se ahogaba, en tanto su pareja dormía bajo el ardiente sol del Pacífico.

Pero el amor logró despertarlo y, al ver la acción desesperada, el hombre corrió a su socorro. Logró traerla a la orilla, sin embargo, él, agotado en extremo, convulsionó y sucumbió, movido por las orlas espumosas de la orilla.

Al volver en sí, Lenina cambió su actitud hacia su padrastro; sólo se logra valorar, aquello que alguna vez se pierde.


 

V

- Sólo requerimos gente que a su entera voluntad se someta a la pérdida y que no cometa la imprudencia de traspasar el límite entre el ensueño y la realidad. Eso puede ser funesto.

- ¿No lo tienen claro aún? – pregunté.

- No. La ciencia, a diferencia de lo que cree el común de la gente, es inexacta por naturaleza. Usted requiere saber si ama verdaderamente a su mujer. Nosotros probar o calibrar nuestra máquina.

- ¿Qué riesgos corro en este juego? – indagué con seria curiosidad.

- Ninguno, salvo el que le mencioné.

Luego de conversar escrupulosamente sobre algunos puntos, comprometí mi participación en el experimento. Lila me iría a buscar al mismo sitio, el siguiente día. El último requisito: no llevar monedas, llaves o algún objeto metálico. Todo, además, debía quedar en estricto secreto, quedándoseme prohibido hablar de esto o siquiera mencionarlo en cualquier nivel de plática.


 

VI

Lila había llegado más temprano de lo presupuestado. Se acompañaba de dos tipos de traje negro lo cual ciertamente me descolocó; sin embargo, traté de guardar compostura. Me hizo sentar en el asiento trasero de un automóvil rojo, acompañado a cada lado de los hombres, quienes, a poco andar, me vendaron los ojos, so pretexto de resguardar en secreto el sitio exacto del laboratorio al cual que me llevarían.

Debo decir que perdí lo que llaman noción del espacio; mi respiración se tornó nerviosa, y varias veces en el camino Lila me consultó si estaba bien, que lo mejor para el éxito del proyecto era que estuviese tranquilo. Yo le respondía que la agitación se debía a cierta agorafobia no diagnosticada, pero que no era algo muy serio.

Luego de algunas vueltas, el auto se detuvo, fui ayudado a bajar de él y me encontré en un lugar de estacionamientos. Podía inferir que se trataba del subterráneo del algún viejo edificio del centro de la ciudad.

Caminamos en silencio hacia el ascensor. El habitáculo de madera corroboraba lo vetusto de la construcción global: poseía aplicaciones de madera, ciertos sectores con espejos y los botones de plástico ostensiblemente gastados. En algunos sectores se apreciaban huellas de carteles arrancados con furia. No podía leerse con exactitud el contenido de los mismos, salvo una palabra que sobrevivió al despojo irascible del censor: SINDICATO. Lila, en una actitud que consideré insólita, trasladó su cuerpo al objeto de mi desazón y permaneció allí, como ocultando la palabra sobreviviente. Pronto el marcador llegó al piso cuarto y el vértigo me asoló como cuando jugaba en los ascensores de pequeño.

Luego de caminar por un pasillo oscuro hasta el extremo, Lila presentó una tarjeta plástica color pálido y la puerta se abrió. Pero los dos hombres, según instrucciones se quedaron afuera, acompañándome, hasta recibir instrucciones de la mujer para poder ingresar. Observé con parsimonia las fundamentales líneas del departamento, el mosaico de color único que cubría las paredes. Lejos, oí a dos mujeres hablar entre sí. El silencio del lugar me permitió distinguir el timbre de ellas, sin embargo, no lo que lograban articular. Uno de los hombres que me acompañaban se tornó algo nervioso y sacó un cigarrillo de entre sus ropas. Un rato más, distinguí que la plática subió de tono; el otro guardia, me miró y se dirigió a la puerta. Golpeó con discreta fuerza unas tres o cuatro veces. El diálogo tras este trámite se detuvo y Lila abrió la puerta. Me pidió disculpas y rogó que hiciera ingreso al departamento. Los dos hombres pasaron después de mí.

El espacio asombrosamente era más amplio de lo que mis expectativas lograron prever. Tras una sala sólo adornada con muebles de madera y algunas plantas de interior, se lograba divisar un cuarto pequeño en el que descansaba una especie de sillón enorme, dotado con toda clase de cables que iban a parar a una máquina luminosa, del tamaño de un estante. Los variados colores contrastaban con lo lúgubre del lugar. Lila me dijo algo así como “esta es la maquinaria de la cual hablamos”. Con la ayuda de los dos hombres, crucé la sala y me ubiqué a un costado del sillón. Un hombre con delantal blanco, de mediana estatura, esperaba tras la puerta. Su presencia no anunciada me produjo cierto temor, pero rápidamente Lila, reconociendo mi incomodidad, le refirió de mí al señor, tratándolo como doctor Proto. El facultativo me extendió la mano, pronunció diplomáticas palabras y, antes de invitarme a subir a la maquinaria, me repitió los requerimientos esenciales, a saber: no portar elementos metálicos, estar tranquilo, no traspasar los límites del ensueño.

Percibí a Lila observarme tras la ventana de la habitación. Los otros dos hombres se instalaron a cada lado de la puerta, seguro resguardando no cometiera una aberración que atentara contra el experimento.

Debo decir que no sentí miedo, salvó una ligera inquietud, tal vez la emoción del primer paso, la expectativa de que aquél podía cambiar el curso de mi existencia. Pronto me dejé guiar por los latidos que en placenteros breves golpes de electricidad, lograba sentir por mi cuerpo. Estaba ingresando al mundo del ensueño.

Nora caminaba por la avenida de la ensenada cargando su habitual morral violeta. A grandes zancadas lograba sobrepasar las veredas; delgada, con su nariz algo aguileña y su frondoso cabello castaño oscuro, parecía un ave huyendo de las bandadas. La lograba divisar muy lejos; dos cuadras nos separaban. Por eso apuré el tranco, esperando darle una sorpresa, como aquellas primeras veces, las del romance despreocupado, el que consagró el exilio del yo en plenitud. Todo era real; Nora iba a la Universidad a cubrir unas horas en Semiótica y yo, me había escapado por un rato del trabajo para sorprenderla. Crucé la vía y, de pronto, todo se vino a negro. Dicha oscuridad, no obstante, se parecía a la suspensión del mundo en su todo, no a la percepción individual de las tinieblas. Pero luego todo volvió a la normalidad. Esta vez, más cerca de ella, lograba sentir las dormidas emociones que hacía años no experimentaba, pero mi raciocinio, trataba de filtrar sus efectos. Los gritos de una mujer a lo lejos. Y volteaba para buscar esa voz que parecía tan lejana, como existente en un mundo paralelo. Caminé, sin desconcentrar el rumbo hacia Nora, que doblaba la esquina en dirección a la casa de estudios. Entonces lo peor: el ruido de un automóvil, cortando la coherencia de los ruidos, los gritos de la gente, el golpe de un puño metálico sobre la pared y Nora, perdida entre los furibundos actos de la multitud. Con estupor observé, tras el despeje de los cuerpos, que existe uno que yace bajo el automóvil chocado. Corrí a su auxilio, mas recuerdo en el instante la prohibición de traspasar el límite de lo onírico que, a decir verdad, de sueño no posee nada, salvo un detalle: un odioso diálogo entre mujeres que se interpone en el plano de lo que he estado viviendo. Entonces el mundo oscuro, nuevamente suspendido. Todo se acabó, como si fuese un apagón eléctrico y oí la palabra SINDICATO, la discusión de mujeres, más voces en las tinieblas y de vuelta al trágico escenario. La ambulancia llegó rauda y los paramédicos levantaron el malherido cuerpo de Nora, que aún parecía vivir. Sentí que la amaba verdaderamente y estaría dispuesto a dar mis entrañas para rescatarla de este trance. Tomé un taxi que procedió a perseguir la ambulancia en su búsqueda de una clínica cercana. Pero todo se fue a negro y una fuerza superior me abstrajo del automóvil. Mi cuerpo entonces convulsionó poseso y en la desesperación abrí los ojos. Una mujer entrada en edad, vestida de blanco, jadeaba con el médico, en tanto sostenía en las manos un grupo de cables. Me vi despojado de ellos, supuse, por eso el corte, las voces, las tinieblas en medio del ensueño. Los dos hombres trataban de ingresar al cuarto cerrado y, en la desesperación por hacerlo, rompieron el cerrojo. Aproveché el descuido para desconectarme de los diodos que aún alojaba en mi cuerpo y huí lejos, mientras oía la voz de la vieja que gritaba: SINDICATO, SINDICATO.

La luz de la avenida me encandiló, la ciudad se hallaba vacía; sólo un par de papeles corrían como fantasmas por el pavimento gris. Me dirigí a un teléfono público y busqué un par de monedas en mi pantalón. Mierda. No tenía ninguna. Entonces una cuadra más atrás las voces de los dos hombres. Me oculté en la cabina y recordé el viejo truco de los golpes precisos en el aparato. En el auricular el tono; marqué rápido el teléfono directo de Ashwell. Tras cuatro o cinco pitazos respondió una voz desconocida.

- ¿Qué desea? – dijo con parca cortesía.

- Necesito platicar con Ashwell – pronuncié con desesperación. Los hombres se acercaban con paso raudo.

- Él no está acá. Toda la oficina ha salido.

- ¿Es que ha pasado algo? – apenas pronuncié y la voz se me quebró.

- Sí. La esposa de un funcionario de la empresa ha sufrido una desgracia – Su voz pareció profunda, como resonante en la inmensidad. Deseé con mis fuerzas estar viviendo aún en el ensueño – Disculpe. Debo cortarle. Tengo que atender otros asuntos.

Consumido por el pavor, fui llevado por los hombres de regreso al estacionamiento. Recuerdo que lloraba y en cada irrupción de llanto una enorme cadena me golpeaba las espaldas con furia.

***
Roberto Flores Salgado (Arica, 1974). Licenciado en educación y magíster en literatura, y realizó sus estudios de pre-grado en la universidad de Tarapacá. Actualmente reside en Santiago y combina la docencia con su voluntaria adhesión a las letras. Su obra narrativa se compone de libros de cuentos como Historias LimítrofesLa calle es libre y novelas como el Héroe y En días de invierno Boliviano.




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