CUENTO
Tachas 511 • Estafas • Leo Mendoza
Leo Mendoza

Mi abuela contaba que el primer matrimonio de Jesusa, mi madre, había sido con un estafador. En realidad, no era así. Su primer marido fue un pintor al que le encantaba el juego y perdió buena parte de sus ganancias en casinos y juegos de cartas. Por supuesto que no la pasaba nada bien y, por eso, unos años más adelante, decidió abandonarlo. Se hizo empresaria y entonces conoció a mi padre, de quien también se divorció, pero en este caso el matrimonio duró mucho más tiempo.
Sin embargo, aquella historia del pintor y de sus pérdidas y deslices, para mi abue Abigail era prueba más que suficiente de que el personaje en cuestión, Augusto creo que se llamaba porque nunca lo conocí, era un peligroso estafador.
Aun cuando la historia era falsa, había algo de verdad en el fondo. Caí en cuenta en ello hasta hace poco, aunque en realidad debió de haber pasado a lo largo de toda la vida de Jesusa: ella atraía y atrae a los estafadores.
Sobre todo, hoy, cuando mi abuela y mi padre ya se han ido, y solo quedamos mi hermana y yo para velar por nuestra madre, aunque como ella, mi hermana, no mi mamá, una vez terminada la licenciatura, hizo todo lo que un buen ciudadano debe hacer, es decir, emigrar y estudiar maestrías, doctorados, postdoctorados y postpostdoctorados en el extranjero y labrarse allá su vida y su prestigio, soy yo el encargado de cuidad de ella, es decir mi madre, no mi hermana.
En realidad, lo hago a la distancia, cuidando de que tenga siempre lleno el refrigerador, de pagar la luz y el teléfono –de hecho, están domiciliados a mi cuenta- y algunas otras cosas más. Y, por instrucciones de mi hermana, si ella –mi madre- me llama por teléfono, debo de acudir de inmediato a resolverle cualquier problema, porque cuando ella –mi hermana- viene de vacaciones se encarga de todos esos desaguisados domésticos. Jesusa, a sus 78 años, es furiosamente independiente, no se le puede mencionar la palabra asilo o residencia y ha aprendido a usar la computadora y el internet para comunicarse y hacer algunos pedidos, lo que, en ocasiones, nos ha metido en un brete. Tiene una cuenta de correo y mantiene sus redes sociales al día. Eso está bien, pero sus habilidades cibernéticas la han llevado a entrar en contacto con diversos estafadores, lo cual, pues, no está tan bien. Y por supuesto que soy yo quien debe de cancelar movimientos y hacer reclamaciones al banco para evitar que le vacíen alguna de sus cuentas.
Hace unos años, me habló por teléfono para decirme, emocionada, que Abil Muse, un millonario senegalés, había muerto sin herederos y todo su dinero estaba por pasar a sus manos-las de mi mamá- un hecho que nos aseguraría el futuro mío, el de mi hermana y el de ella misma. Lo dijo así, con la esperanza de que me entusiasmara un poco con su propuesta. Por supuesto que no lo hice y encendí las alarmas.
Todo olía a que mi madre estaba a punto de ser víctima de la famosa estafa nigeriana. Por la tarde, me dirigí a su casa para tratar de detener su locura. Pero en cuanto crucé la puerta ella empezó a contarme cómo aquel dinero se encontraba en un banco y a punto de pasar a manos del gobierno. Que un empleado de la institución, Elimane Abdoulaye, le escribió para ofrecerle transferirle todo aquel dinero con tan solo un apoyo para los gastos y el pago de un notario. Y ella se creyó todo eso a pie juntillas.
Por supuesto que no le gustó nada que yo interviniera en sus asuntos, pero pude convencerla y detener la entrega de aquella pequeña cantidad –que en realidad eran varios miles de dólares- gracias a que, mediante internet, encontré un sinfín de notas periodísticas ejemplos sobre cómo operaban estos estafadores y se la puse ante los ojos. Luego, hice una video llamada con mi hermana a quien le conté toda la historia y ella, mi hermana, regañó a Jesusa por caer en ese tipo de trampas.
-Bueno, pues entonces resuélvelo tú –me dijo, ya enojada.
Así, que sin más ni más, le escribí un correo a Elimane, desde la cuenta de mi madre, lo cual me permitía cierta impunidad, diciéndole que era rica –ella- y que como contaba con una fortuna de varios millones de dólares y no era ambiciosa, gustosamente le cedía aquella oportunidad de oro a alguna otra persona, sobre todo, a alguien que lo necesitara realmente y no fuera a parar en manos de alguien como yo –es decir, mi madre- a quien los billetes le sobraban.
Yo pensé que ahí iba a terminar todo, pero Elimane me contestó y llevando la estafa a lo más posible me solicitó mi apoyo –es decir, el de mi mamá- y que le propusiera una serie de candidatos para recibir aquella fortuna que, de otra forma, se perdería irremediablemente. Por supuesto que lo hice y le mandé una lista de organizaciones caritativas a las que mi mamá apoyaba como donante o como voluntaria. Y así terminó aquella aventura. O por lo menos fue lo que yo creí.
Meses más tarde, muchos meses más tarde, Jesusa me llamó muy enojada para decirme que el Orfanato Vicentino -una de esas instituciones de caridad que ella ayudaba- había recibido un donativo considerable de parte de un millonario africano, gracias a la mediación de un burócrata bancario que logró desviar parte de aquella fortuna a manos de la fundación.
-Mira hijo, el señor Elimane no mentía: les entregó una fortuna a los del orfanato. Una fortuna que sería tuya cuando yo muriera. De veras que…
Mi madre contuvo su muy florida lengua veracruzana, pero yo –y seguramente ustedes- sabía muy bien que era lo que vendría a continuación.
Después me enteré de que, en realidad, aquel donativo no existió nunca. Que todo fue parte del teje y maneje de un obispo para quedarse con la fortuna de una anciana millonaria a quien, además de convertirla en donataria, la hizo firmar dos cartas de cesión con las cuales consiguió parte de una muy valiosa colección de arte, perteneciente al difunto esposo de la buena mujer.
Para no llamar la atención de las autoridades, pues todo se encontraba bastante turbio. al sacerdote que dirigía la fundación no se lo ocurrió otra cosa que correr el rumor de la donación llegada de África que estaba inspirada, por supuesto, en la famosa estafa, pero ya no le conté nada de eso a Jesusa, además de que, como me consideraba el causante de su pobreza al no permitirle hacerse con aquellos millos, me dejó de hablar por un buen rato.
porque a veces me equivoco, o como en el caso del orfanato, parece que me equivoco. A mi madre se le quedó muy grabada mi actuación con las estafadoras de la central TAPO.
¿Si se acuerdan?, ¿verdad? Se trataba de un grupo de mujeres que esperaban incautos en la entrada a la estación y las mismas escaleras del metro. Hasta salieron en el periódico.
Pues bien, en Semana Santa, con la central llena hasta los topes, a mi madre se le ocurrió viajar a Orizaba para visitar a una de las pocas primas que aún vivía y era parte de la que, en su día, fue una extensa familia.
Me acaba de estacionar cuando una mujer, alta, gorda y de pelo chino, se le acercó a Jesusa.
-Señora guapa –le dijo sonriendo- ¿no podría usted ayudarme para “acompletar” mi boleto a Loma Bonita? Mi mamá está enferma y quiero verla porque a lo mejor se nos va.
La sonrisa se le borró prontamente a la mujer y en su lugar apareció una lágrima. Así, casi de la nada, comenzó a escurrir la tristeza desde sus ojos.
Supe entonces que mi madre había mordido el anzuelo al tocarle dos de sus fibras más sensibles. Primero, le dijeron guapa, lo que para una mujer que en sus años jóvenes paraba el tráfico y se enorgullecía de ello, pues era un punto a favor de la mujer. Y mencionarle a la madre era algo que a ella la derretía pues, como buena progenitora mexicana que cada diez de mayo exige su regalo, una comida y flores, creía firmemente que la mamá era lo más sagrado del mundo. Sin dudarlo siquiera, tomó a la mujer del brazo, la llevó a la taquilla, le compró su boleto y abordó su camión sin hacer caso a mis advertencias de fraude.
-Tú qué sabes –me dijo-, además de tener a su madre enferma, es de Loma Bonita. Es mucho castigo…
Una vez que el autobús se marchó, de regreso al estacionamiento, pude ver a la estafadora n la taquilla cancelando su boleto para recibir su respectivo reembolso. Verme y mandarme un beso a la distancia fue una sola cosa. Me fui hecho una furia, pero sin poder hacer nada. Y no pude referirle a mi madre lo que había visto, porque le provocaría una posible depresión, situación sobre la cual nos han alertado sus médicos.
Entre los estafadores que se han acercado a mi madre está el caso del taxista mentiroso, aunque, para contar esa historia, primero debo de hacer algunas aclaraciones: cada quince días debo acompañar a mi madre a un chequeo del todo innecesario, que ella se realiza pues es un derecho establecido en su póliza de seguro y lo hace aun cuando tenga que pagar un deducible de alrededor de mil pesos.
Por si fuera poco, me obliga a llevarla y traerla en taxi pues, creo, aunque casi estoy seguro, eso le daba cierto aire de independencia. El problema es que todo es muy temprano y tengo que ir al departamento de mi madre, estacionar mi auto, tocar el timbre, esperar a que ella baje y caminar hasta la avenida para tomar un taxi-
Pues bien, hace cosa de cinco meses nos tocó un conductor dicharachero, simpático, lleno de anécdotas, quien, ya a punto de llegar a nuestro destino, se echó a llorar. Así, sin más ni más. Aprovechando un semáforo, se recargó sobre el volante y lloró como Magdalena –como dicen algunos. Mi madre, para quien todo llanto es una invitación a meter su cuchara, le preguntó qué le ocurría y el hombre se arrancó con una de esas historias truculentas a las que son tan afectos los adictos con tal de conseguir dinero para su vicio. El hombre, flaco, canoso, explicó que su hija estaba en un viaje de estudio cuando el autobús se desbarrancó. Ella, una veinteañera, había muerto debido al accidente y su cuerpo estaba en el SEMEFO. Él, nos dijo con los ojos arrasados de lágrimas, había salido a trabajar para conseguir dinero para el entierro. Por supuesto que mi madre cayó redondita. Sacó su cartera y le entregó todo el dinero del deducible que, por cierto, terminé pagando yo.
Por supuesto que protesté, le dije a mi madre que aquel hombre de seguro era un alcohólico que la estaba engañando, pero Jesusa no dio su brazo a torcer y me mandó por un tubo.
Como era de esperarse, mi madre convirtió a aquel hombre en su conductor de cabecera, con lo cual, perdió un poco la posibilidad de seguir matando parientes aun cuando en estos meses acabó con diez de sus tíos, primos, abuelos y hasta hermanos, pero eso sí, a sus hijos no los volvió a tocar porque corría el riesgo de que mi madre sospechara algo.
Afortunadamente, otras víctimas acabaron por denunciar al taxista, quien dio con sus huesos en la cárcel. Lo supe porque, cuando dejó de ir, mi madre me pidió que averiguara lo que había pasado y hasta ahora no le he querido decir nada y, a lo mejor, ya no se lo pueda decir nunca.
El último encuentro de Jesusa con un estafador ocurrió hace apenas un par de noches. Fui a verla, saliendo del trabajo, porque se le había fundido uno de los focos del baño y, desde que leyó en una revista que hay un gran número de muertes debido a accidentes en los sanitarios, siempre mantiene el suyo impecable.
Se me hizo un poco tarde y llegué ya noche al edificio. Cuando me acercaba, un tipo flaco, joven, de greña larga y ropas descuidadas, al verme venir fingió que salía del vestíbulo, se volteó y saludó hacia el balcón del departamento de mi madre diciendo:
-Adiós mamá. Yo te traigo eso.
Me interceptó y saludó. Y me soltó todo el choro. Me dijo que vivía precisamente en el departamento de Jesusa y que su mamá –la de él- se había enfermado, que necesitaba para unas medicinas y que si le podía ayudar. Le respondí que no llevaba nada encima pues acababa de pasar a comprar algunas cosas. Se enojó un poco y hasta puedo decir que hubo un asomo de violencia, pero yo me mantuve en cuatro y no le di un ni un quinto. Pero no solo eso, también decidí darle un escarmiento y lo invité para que me acompañara a la casa de mi madre y ver qué cara ponía una vez que sus mentiras se pusieran al descubierto.
El caradura aquel no solo aceptó, sino que se metió conmigo en el elevador y descendió en el piso de Jesusa.
Creo que pequé de ingenuo y debí prever lo que iba a pasar, pero en realidad el estafador me había hecho enojar.
Toqué a la puerta y mi madre acudió a abrir. Me pidió inmediatamente el foco y, una vez que se lo di, me preguntó quién me acompañaba.
-Tu hijo –le dije.
Ella se le quedó viendo fijamente. Yo esperaba que el tipo se avergonzara y saliera corriendo, pero no hizo el menor movimiento.
Lo que ocurrió después fue extraordinario. Mi madre lo abrazó, lo llamó hijo y lloró pues dijo, finalmente, lo había encontrado. Después, me cerró la puerta en las narices. Así como lo oyen. Y ahora ya no sé qué hacer. No sé si soy su hijo o un estafador que se hace pasar por su vástago. Es más, llamé a mi hermana, pero no me ha contestado ni me devuelve la llamada.
A estas alturas, liberarme de calidad de hijo no está tan mal, pero siempre hay como un vacío que nos amenaza y nos hace dudar de quienes somos. Ahora, ya en la tranquilidad de mi casa me sigo preguntando si mi madre se equivocó o en realidad, durante todos estos años, fingí ser alguien que no era ya que, a todas luces, su verdadero hijo era aquel estafador que hoy, estoy seguro, duerme en la vieja recámara de mis años de estudiante.