GLOSA
Tachas 518 • Sobre el arte de perdurar • Omar de Felipe
Omar de Felipe
El Arte de Perdurar, Hugo Hiriart, Editorial Almadía, primera edición julio de 2010, www.almadia.com.mx
El ceiling reventado. Una grieta en el concreto, la caligrafía morosa del tiempo, un trazo sinuoso en el que se sumerge, a borbotones, el atardecer. Bajo la grieta, levanto la mano para recibir en el dorso la mansa lluvia, silenciosa. A mi espalda, el leve barullo del monitor, el recuerdo de los dedos golpeando las teclas. Mi mano sigue en la misma posición, lejana y firme, ajena a mis pensamientos. Y el golpeteo de las teclas me remite a mi cuerpo, a una conversación de meses atrás. Siempre el recuerdo de sonidos, de sensaciones, como si el presente estuviera a la orilla del pasado.
En “El arte de perdurar”, Hugo Hirirat se pregunta: ¿Por qué Borges pasó a la fama y Alfonso Reyes no? Si bien existe una (tentativa) respuesta por parte del autor, es el camino para llegar a la respuesta lo más valioso en la obra. Más aún, incita a pensar sobre el deseo humano de perdurar, y cómo es que los textos mismos atraviesan las décadas y sobreviven a la amnesia de su tiempo. Un impulso, ahora distante, se escapa de mí; labios abiertos, los dedos hacia enfrente, separados, como queriendo asir algo. Entonces me siento en el piso, espalda contra la pared.
¿Qué textos sobrevivirán? Eso me he preguntado los últimos días. La inmortalidad que prometía la electricidad, el salto hacia lo inmaterial, estúpidamente se nos escapa entre los dedos. Irene Vallejo, en El infinito en un Junco, parece lamentarse por ( y al mismo tiempo elogiar ) la finitud del papel: 200 años en promedio, y no más. Nadie se lamenta por abandonarnos a un falso regalo prometeico. El nimbo eléctrico de mega-centros de los datos se desvanece conforme llegamos al entendimiento, cabal, de que la inmaterialidad es una quimera, un acto que obvia las tierras raras que las componen, las externalidades que corporaciones y gobiernos deciden repatriar a los oriundos, ese constante arrojarnos hacia adelante para evitar el cadáver aún visible en el retrovisor. La luz de una novela en pantalla LED tiene, como origen corpóreo, la propia invisibilidad de los servidores que existen por detrás, máquinas que un día fallarán.
Una gota cae en mi pie. Un recuerdo, un momento, un memento, como diminuta ola que se esparce en círculos concéntricos. Una marea trémula, limpia, que llega a mí y que no me dice nada.
Otra vez he estado a punto de acordarme de algo. La luz penetra por las cortinas, y lo veo, el tiempo que huye está ahí afuera; el fulgor de la tarde, demasiado brillante para ser día, demasiado brillante para herirme. Desde mi cuarto, adivino el agua que cubre la ciudad, una pátina esmeralda, temblorosa. El zumbido del monitor me acompaña mientras imagino que tecleo estas palabras, cada una de estas letras, l - e - t - r - a - s. Entonces, se me ocurre que la escritura me sumerge en un sueño en el que me sueña, que me convierte en la espuma que arroja una ola en la playa al reventar, efervescencia líquida que desaparece cuando la corriente se retira al mar. Se me ocurre que la escritura deviene en olvido. A la derecha, una antología que contiene un cuento con mi nombre. Cierro los ojos. Y espero, algo, algo espero.
-Como restauradores, vamos en contra de la naturaleza- se escurren sus palabras en el cristal de mi vigilia.
Abro los ojos. Mis manos flotan frente a mí, reposan en un vaivén tenue, una diminuta comisura en mis labios permita la entrada del agua. Entiendo que estoy sumergido en un gran verde casi azul, que el sol está ahí arriba, como un punto definible en el cielo, entiendo que la ciudad se hunde junto conmigo. Abro de nuevo los ojos. El tintineo del tenedor contra el plato cubre los breves instantes de silencio. Observa el merengue, lo deforma y recompone con el cubierto en figuras que solo ella entiende. Recargo mi brazo en la mesa de cristal y, sin saber por qué, miro hacia fuera, hacia la ventana. Entonces ella cual contraataque, agrega:
-Y se te olvida la importancia del papel mismo en la escritura. El papel como material sustentante.
El día anterior había recibido una llamada de la editorial. La antología no se vendió como esperaban. Podía adquirir los libros restantes a precio de autor, o podía acceder a que los quemaran. Y tenía dos cinco días para decidir. Lleva un bocado del merengue a su boca, Mhm escucho como respuesta a mi propio silencio. La inmensa libertad de que quemen un libro, o que se triture en la boca del tiempo.
Abro de nuevo los ojos. La noche retinta sobre mi cabeza, una antena que parpadea en la punta.
Abro de nuevo los ojos. En mi cuarto, sentado en el piso, mi espalda contra la pared. De mi rostro resbala un hilo de agua. La noche está ahí afuera. Miro hacia la luz el monitor. Parpadea un segundo. Una vez más. Brilla de nuevo. Y su luz vuelve a temblar.
***
Omar de Felipe Solís (Orizaba, 1997), licenciado en ingeniería en computación y sistemas en UPAEP. Ha publicado ficción en la revista Mula Blanca, en el suplemento cultural El Confabulario de El Universal. Cuenta además con reseñas en El Popular de Puebla, el portal Pez Banana y una publicación en Rio Grande Review, journal de arte contemporáneo de la University of Texas at El Paso.