DISFRUTES COTIDIANOS
Tachas 548 • Tótem: Un sol para iluminar el umbral • Fernando Cuevas
Fernando Cuevas

En la simbólica columna donde conviven seres humanos, animales y espíritus, se celebran momentos especiales con su carga dolorosa, se recuerdan a personas que han formado parte del clan, se cuentan historias que construyen identidad y se representa la unidad de los distintos personajes, pese a todas las diferencias y episodios de distanciamiento, que conforman este conglomerado afectivo capaz de elevarse al cielo, no obstante seguir conviviendo con la muerte, cual presencia que no termina de ausentarse.
Una niña de siete años es dejada por su madre (Iazua Larios) en casa del abuelo paterno, un viudo malhumorado que da terapia y necesita un aparato para poder hablar (Alberto Amador), mientras ella va al teatro: se prepara la fiesta de cumpleaños organizada para su papá (Mateo García Elizondo), un pintor en sus treintas que yace enfermo en una de las habitaciones y que recibe cuidados de una enfermera cercana (Teresa Sánchez, cómplice); las tías hacen los preparativos de la celebración (Montserrat Marañón y Marisol Gasé, creíbles) y la prima pequeña participa en el entramado. Conforme avanza el día, van llegando los invitados, entre quienes está otro tío de la protagonista, un par de primos, tíos del festejado y varios amigos, incluyendo un freiriano profesor indigenista cuyo brindis, entre espiritualista y revolucionario, es interrumpido para dar paso a los mensajes de otras amistades.
Dirigida con una contenida sensibilidad y ánimo exploratorio por la realizadora mexicana Lila Avilés (La camarista, 2018), Tótem (México-Dinamarca-Francia, 2023) es un retrato aparentemente descriptivo, en realidad con varias miradas comprensivas, de una familia que ha convivido con la muerte (la madre) y sigue conviviendo ahora con el hijo en posible trance terminal que, se asume, regresó a la casa paterna; en un solo día, vemos cómo se entrelazan puntos de vista “alternativos”, como la limpia de los malos espíritus -que sale más cara a la mera hora- y el ritual de sanación, con duros elementos de realidad que se reflejan en una enfermedad imparable y que consume tanto a quien lo padece como los recursos afectivos y materiales de quienes lo rodean.
Y la mirada de la niña (Naíma Sentíes, elocuente), explícitamente llamada Sol, funciona como una guía para adentrarnos en la manera en la que se puede entender la compleja realidad, donde intervienen deseos, imaginación, preguntas imposibles, expectativas y sucesos tangibles. A la gran dirección de actores se le suma un guion que en prácticamente todo momento mantiene la credibilidad, tanto en las conversaciones como en las reacciones de los distintos miembros de la familia, incluyendo los desacuerdos y los abrazos, con una emotividad que apuesta por la sutileza a partir del costumbrismo: imposible no sentirse identificados en determinados pasajes.
La cámara de Diego Tenorio se entromete y se encima en los personajes cuando es necesario, se coloca al nivel de los rostros, se asoma hacia la ventana o por debajo de la mesa, justo para dar cuenta de una naturalista puesta en escena, bien aderezada con las mascotas, los animales del jardín, muebles, objetos, adornos y recovecos que resultan particularmente familiares en cuanto a tratarse de un hogar de clase media con problemas económicos, viéndose en la necesidad de pasar la vaquita y posponiendo los pagos al personal médico.
Un bonsai largamente trabajado, un pez que pasa de la bolsa a una jarra, un cuadro con los animales favoritos, un cilindro totémico con semillas de tamarindo para imaginar figuras y un pastel con la noche estrellada, aparecen como objetos relacionales con su respectiva carga de simbolismo: la desarmante actuación enfundadas en una gabardina antecede a una velas encendidas que esperan con paciencia la petición de los deseos, quizá doblegando a una oscuridad que acecha frente a una estrella solar concentrada y atenta para no dejar escapar la esperanza y crear así un mundo en el que prevalezca la vida.