DISFRUTES COTIDIANOS
Tachas 549 • Hojas de otoño: El amor se abre camino • Fernando Cuevas
Fernando Cuevas
Historias de reencuentros casi mágicos gracias al poder de la ternura y la confianza en el otro, sustentadas en un humor seco e irónico que termina por acercarnos a los personajes, trabajadores precarios que cargan con sus propias soledades pero que están dispuestos a transformarse y abrir la puerta de sus casas y, si todo resulta, de sus corazones. Mujeres y hombres que ayudan y se dejan ayudar para seguir avanzando por la vida a pesar de las complicadas condiciones laborales, sociales y afectivas, siempre con la suficiente imaginación para reírse de sí mismos y alejarse de la autocompasión.
La empleada de un supermercado (Alma Pöysti, decidida) lleva una vida rutinaria y en soledad: va al trabajo, de vez en cuando sale con un par de amigas al karaoke y regresa a su pequeño hogar, donde enciende el radio, se sienta en la única silla frente a la mesa y mira por la ventana, para de ahí cambiarse, dar dos pasos, acostarse en su cama y dormir. Un lacónico trabajador de la construcción deprimido (Jussi Vatanen, cambiante), duerme en una casa tráiler con algunos compañeros, bebe a lo largo de la jornada y acepta salir de vez en vez con alguno de ellos, un hombre maduro de alta autoestima que lo acompaña.
Escrita y dirigida con su inconfundible estilo por Aki Kaurismäki (Crimen y castigo, 1983; Ariel, 1988; La vida de bohemia, 1992), quien había abordado el tema de la migración en sus dos anteriores largometrajes (El otro lado de la esperanza, 2017; Le Havre, 2011), Hojas de otoño (2023) es la entrañable historia de un romance en principio imposible que sobrevive incluso a sus propios protagonistas, justo para llegar a ver cómo caen las hojas de los árboles, como cayó el papelito con el número telefónico, mientras se da un paseo por el parque de una ciudad urbanizada, pintada de gris y en la que sólo caben las rutinas.
Como sucediera en Nubes pasajeras (1996), ambos pierden sus trabajos por distintos motivos y entran en la línea delgada del empleo precario y el desempleo, mientras parecen dar vueltas en círculos para encontrarse e intentar tener una cita, recordando el tono de un romanticismo implícito que pasa más por los silencios y las miradas que por las declaraciones explícitas, propias de Un hombre sin pasado (2002). Mientras tanto, la habitual música diegética se inserta como pegamento para el desarrollo de la trama, desde los cantos en el karaoke hasta la juvenil propuesta electro de Maustetytöt.
Los encuadres con los personajes cuidadosamente acomodados, como si estuvieran en una tribuna o posando para algún póster promocional, se alimentan de una iluminación directa, justo para dar ese reconocible efecto teatral que, a su vez, juega con la acción fuera del cuadro, como cuando la policía captura al sospechoso empleador y la cámara se queda con los espectadores del suceso. Una cámara que está centrada en sus protagonistas, capturándolos en su absoluta soledad sin olvidar los contextos en el que se encuentran insertos.
El tono retro, como si nos transportáramos a la década de los cincuenta del siglo pasado, refuerza la idea de cómo estos personajes parecieran atrapados en el tiempo, incluso escuchando las noticias de una guerra, como sucedía hace algunas décadas, que parece lejana, pero se entromete en las conversaciones y pensamientos: claro que está más cerca geográfica y emocionalmente de las tierras finlandesas. Y la sala de cine, por supuesto, se convierte en el epicentro de los encuentros, las esperas fallidas con el cúmulo de las colillas de cigarros y los nuevos comienzos, entre Jarmusch y Godard.