ENSAYO
Tachas 549 • Tauroética y masculinidad en un folleto de 1960 • Joserra Ortiz
“Hoy en día, casi ninguno de los escritores e intelectuales públicos contemporáneos se atrevería a pronunciarse en defensa de las corridas…”
Tauroética es un breve tratado seudofilosófico de Fernando Savater, publicado originalmente en 2010, que se inscribe en el debate moral sobre la abolición de las corridas de toros en el mundo hispánico. El núcleo del razonamiento de Savater es de orden ético, por lo tanto, político, pero termina inscribiéndose en la cuestión económica que entiende a la tauromaquia, antes que nada, como un mercado que intercambia bienes culturales tradicionales. Quizá porque la lucha contra el especismo en el contexto del idioma español no está muy avanzada, la discusión sobre la pertinencia moral de las corridas de toros no ha permeado de forma más evidente en la producción cultural de los países donde todavía hay fiesta brava, primordialmente la literatura. La presente ponencia no debate la validez y continuidad de esta tradición, ni tampoco condena desde ninguna postura el trato recibido por los toros o cualquier otra subespecie del reino animal compartido por el ser humano. Trata, en vez, de un momento en la historia cultural mexicana en que se lee una reflexión de orden moral que puede considerarse como relativa a la tauroética savateriana, pero publicada con medio siglo de anterioridad, y contemplada desde la ontología católica y la noción occidental de heroísmo y masculinidad.
Toros, box y moral católica es el decimoctavo folleto publicado por el arzobispado de Monterrey, Nuevo León, en 1960, de una serie que, asegura su contraportada, pone al alcance de sus lectores los grandes problemas del mundo frente a la Fe. Ignoro cuántos panfletos de este tipo se publicaron, pero junto a éste, que consta de un tiraje de 8000 ejemplares, se imprimieron también disquisiciones sobre “problemas” como la enseñanza laica, la intolerancia clerical, el control de la natalidad (aludido como “el gran suicidio”) y el “caso Galileo”, cuestión que no trata sólo del juicio inquisitorial contra el astrónomo renacentista, sino las posteriores discusiones y posiciones de la Iglesia Romana frente a la ciencia experimental. Estrictamente, a la luz de la segunda década del siglo XXI, este folleto no es otra cosa que una curiosidad en la historia de las publicaciones católicas mexicanas, pero la investigación por la historia de las ideas y su expresión literaria en el México moderno, ofrece cuando menos tres intereses críticos de valor: primero, el verdadero lugar que ocupó la Iglesia Católica en la dialéctica moral durante el siglo XX mexicano, caracterizado por la separación entre este organismo y el Estado, según la estricta aplicación de los artículos 24 y 130 de la Constitución de 1917; segundo, la reunión, cuando menos en la imprenta, de tres pensadores católicos de gran calado durante la tercera década de lo que se llegó a conocer como el milagro económico mexicano; y tercero, la diametral diferencia ideológica sobre dos temas morales discutidos con sesenta años de diferencia: la cuestión de la masculinidad y el respeto por la vida de todas las subespecies animales en los espectáculos públicos.
El folleto contiene tres textos breves, muy probablemente todos publicados antes en otros lugares, como manifiesta la aparición del discurso “¿Suicidas y excomulgados los toreros?”, que Joaquín Antonio Peñalosa había publicado en El Sol de San Luis el 1º de noviembre de 1954. A éste le antecede “El boxeo y la moral”, de Ramón de Ertze Garamendi, sacerdote vasco español exiliado en México tras la posguerra, escrito en reflexión por la muerte en el ring del boxeador Walter Ingram ante el campeón peso gallo José Becerra en 1959; y cierra con “Los toros y el box”, en el que don Alfonso Junco Voigt, escritor y académico de la lengua, discute la preferencia cultural, y sobre todo ética y moral, que debe tener el mexicano por las corridas de toros por sobre las peleas pugilísticas. El ensayo de Junco es curioso, por cierto, e importante para la comprensión más amplia del texto de Peñalosa, en tanto que recupera la histórica discusión literaria hispanoamericana que contrapone la civilización con la barbarie, aludiendo que la cualidad estética y la cuestión tradicional de la tauromaquia se oponen, culturalmente, a la bestialidad extranjeriza y sin sentido artístico del boxeo.
Esta proposición chauvinista es vertebral en el desarrollo de la identidad latinoamericana, cuando menos evidentemente desde que Simón Bolívar publicara su Carta de Jamaica el seis de septiembre de 1815. Se volvió central en el discurso de la excepcionalidad moral de los hablantes de español en América, durante el desarrollo de nuestras literaturas en el siglo XIX, con el tema argentino, primero, mejor expresado por Domingo Faustino Sarmiento en su Facundo, hasta la arenga “Nuestra América”, de José Martí en 1891, escrito entre Cuba y Nueva York, pero publicado en México, y el seminal ensayo Ariel de José Enrique Rodó, en Uruguay, de 1900.
La distancia que media entre la aparición del libro de Rodó y la publicación de Toros, box y moral católica, por lo demás, es la misma que hay entre entonces y esta reunión que nos congrega a discutir las ideas y la obra literaria de Joaquín Antonio Peñalosa: 60 años. En este sentido, me parece cuando menos interesante observar que algunas preocupaciones, que quizá no ocupan el centro del discurso político en México, permanecen en la recurrente discusión sobre la esencia identitaria del ser americano.
Culturalmente, con los ejemplos aludidos y muchos otros más, incluso o sobre todo en aquellos provenientes de la producción cultural popular, la biopolítica hispanoamericana se construye desde un idioma común, el español, y una cultura compartida y que sincretizó en su origen la de la España medieval y la de las civilizaciones originarias de estos territorios.
Esta cultura, no está por demás decirlo, se significa primordialmente en la cosmogonía, la mitología, el discurso, la ética, los usos y costumbres, y la moral de la Iglesia Católica Romana. Lo que Ertze, Junco y Peñalosa publican conjuntamente en Toros, box y moral católica, no es otra cosa que una serie de reflexiones serias sobre espectáculos de violencia socializada en este territorio, desde un interés por comprender signos y significantes de rituales humanos, desde un sistema de valores común, el católico, pero con una perspectiva muy de la época que se conviene desde que Roland Barthes publicara, tres años antes, en 1957, su seminal volumen Mitologías, en el que llevó la semiología saussureana al territorio estructuralista de la mitocrítica.
Entre otras cosas, el box y la fiesta brava se parecen en que son rituales masculinos, o cuando menos en la medianía del siglo XX, eminentemente de hombres-cis. Una preocupación que sostienen los tres textos es el lugar del hombre como productor y receptor de estos espectáculos significados por la violencia y la muerte. En ese entonces no existía, por supuesto, todavía ninguna idea que llevara a lo que hoy, desde la deconstrucción propuesta por la teoría feminista, podría llamarse “nueva masculinidad”.
En la lectura del folleto se entiende por masculino todo aquel rasgo proveniente de la tradición clásica, sobre todo la literaria en la figuración de Homero que tiene a Aquiles, el de los pies ligeros, como el prototipo idealizado de hombre: desconocedor del miedo, luchador, amante de la violencia, con hambre de gloria y consciente de su mortalidad. Coinciden, tanto los discursos sobre el box como los de los toros, en que los hombres que se arrojan al ruedo o se suben al ring, saben que pueden morir y enfrentan la posibilidad de ese destino con valor y con honor,
La diferencia, clara para la filosofía antiespecista o animalista, es que las condiciones del enfrentamiento entre dos hombres con capacidades físicas similares son muy diferentes a las de la lucha desigual entre un hombre armado con una espada y una bestia debilitada y desorientada a propósito para menguar sus posibilidades.
De esto último no se ocupan, ni siquiera lo plantean, ni Junco ni Peñalosa, quienes tratan el tema del toreo como el de un evento estéticamente bello y éticamente valeroso. Coinciden, claro, en que el tema de la tauromaquia es una cuestión moral, pero que no le compete a la sociedad en general, sino, en palabras de Peñalosa, solamente al “pequeño mundo que vive de la fiesta brava; empresarios y apoderados, ganaderos y toreros, cuadrillas y empleados de la plaza, cronistas y fotógrafos, fanáticos y revendedores. Toda una multitud alegre y pintoresca”.
De entrada, es sugestivo que la condición cultural de la fiesta taurina sea entendida por el sacerdote como un mercado definido por las relaciones económicas y de poder, lo que sugiere una comprensión del fenómeno como algo más que un espectáculo, sino como una sociedad jerarquizada y burocrática, en el sentido weberiano del término, en la que sus miembros viven y tienen funciones capitalistas de producción y reproducción. Hay tanto dueños de los medios de producción, como compradores de los bienes producidos en un sistema que, como todo sistema, es violento. No por nada, entre la estratificación de los individuos pobladores de esa sociedad, el mismo Peñalosa terminará distinguiendo la centralidad e importancia que tiene ahí el promotor del culto religioso: el “capellán […] nombrado por el Señor Arzobispo Primado, que lleva consigo los Santos Óleos y el libro de oraciones, mientras el revuelo de las capas—“como una gran mariposa de oro, con alas bermejas”–enciende el atardecer neblinoso y frío” de la plaza.
Es bien sabido por los estudiosos de la vida y obra de Joaquín Antonio Peñalosa, que el sacerdote no sólo fue un gran aficionado de las corridas de toros, de lo contrario no hubiera escrito jamás este discurso en defensa de su coexistencia con el amor por el respeto a la vida de la Iglesia Católica. También es conocido que durante un largo tiempo él mismo fue capellán de la plaza de toros. Más allá de que la mención de la importancia del papel del sacerdocio en estos lugares pueda indicar un posicionamiento de poder simbólico con respecto a su propia figura —utilizando el concepto de Pierre Bourdieu—, el interés referencial del lugar que tiene la Iglesia en las plazas es institucional e indica que, también ahí, en el lugar de recreo público, hay una conciencia ética y moral vigilada desde Roma.
La discusión sobre la pertinencia de la tauromaquia como espectáculo de entretenimiento público ha pasado desde hace tiempo, pero particularmente en el siglo XXI, por la perspectiva del derecho animal y el respeto a la vida, pero no era así antes, y una hermenéutica verdaderamente responsable y crítica lee las épocas pasadas sin anacronismos.
Hoy en día, casi ninguno de los escritores e intelectuales públicos contemporáneos se atrevería a pronunciarse en defensa de las corridas desde una postura ética, ya sea porque la fiesta de los toros no les interesa, pues cada vez es más impopular, o por el miedo al escarnio público que podría costarles su fuente de ingreso, a través de la dinámica de la cancelación en redes sociales. Solo alguien con el prestigio y el agigantamiento mediático de Fernando Savater o Mario Vargas Llosa, feroces defensores de la fiesta de los toros, pueden hoy expresarse sin que caiga sobre ellos el juicio de la moral contemporánea. Pero, en el estudio de la historia de las ideas no debe olvidarse que la moral es el conjunto de normas y costumbres, de creencias y discursos, de valores y de comportamientos que rigen la conducta de una sociedad, y que una sociedad responde a su época, por lo que, moralmente, la defensa de las corridas de toros es algo moralmente aceptado y aceptable en un breve texto de hace casi setenta años, como el de Peñalosa. Pero, además, y esto me parece lo más importante, porque señala en dónde se ubican realmente las intenciones de un filósofo o pensador moralista.
Hay que entender que, en la reflexión de Peñalosa sobre la fiesta brava, no hay ningún interés por reflexionar moralmente sobre lo que se le hace al toro, sino sobre lo que hace el torero. Es decir, la focalización reflexiva del sacerdote se concentra en el hombre y no en el animal. El tema moral versa sobre las obras humanas que, en el espectro ideológico de la masculinidad clásica, otorga al hombre (hombre masculino), la capacidad y obligación de la creación y la defensa de la vida a través del sacrificio, aunque sea simbólico, de su propia vida.
En la vastedad de su obra literaria, Peñalosa dedicó cuando menos otras cinco prosas breves a la reflexión sobre toreros y espectáculo, así como cuatro poemas en alabanza de los toreros y de los toros, y en total un par de decenas de poemas dedicados con amor a la contemplación y definición de los animales, a los que daba profundo respeto y admiración, no sólo toros, vacas o bueyes, sino a todos los que pudo, desde el león al caracol.
Las perspectivas con que observa a ambas figuras, hombres y animales, toros y toreros, son similares en su atención humanista, pero muy diferentes entre sí, y, entiendo, convienen a las perspectivas católicas tradicionales sobre hombres y bestias. El hombre, como indica el Génesis bíblico, es la creación favorita de Dios y se le ha dado a su disposición el nombre y el destino de todos los animales. En un poema, de hecho, recuerda el sacerdote que el mandato recibido por Adán de bautizar a los animales es similar al trabajo del poeta que crea a través de la palabra. La relación entre el hombre y el resto de sus compañeros del reino animal es, desde esta perspectiva moral, de respeto y amor utilitario.
En sí, en Peñalosa, la cuestión moral no estriba en si se mata o no al toro durante una corrida, sino sobre el impulso humano de enfrentarse al toro, que es un rasgo heroico de su masculinidad, pero que, entiende, puede pasar por suicida. El torero, al enfrentarse a la bestia, como el boxeador contra su igual según, Ertze y Junco, para algún moralista católico podría pasar por pecaminoso, en tanto que arriesga inútilmente su vida, y pretender suicidio.
Peñalosa, cuidadoso de advertir que la Iglesia no condena al torero por presumiblemente arriesgarse a morir en la arena, dedica la mayor parte de su alocución a determinar que no se trata de un intento de suicidio, y que, por lo tanto, no es una conducta amoral condenable. El torero de Peñalosa es un héroe, en el sentido aristotélico: no va deliberadamente a la muerte, como quien está decidido a quitarse la vida, sino responsablemente a cumplir con un destino, como Aquiles: demostrar la supremacía ontológica del ser creado a la imagen de Dios por sobre los animales. Esta distinción ética es importante para el sacerdote porque, no se olvide que, en aquella época, la Iglesia Católica todavía consideraba recelosamente a los suicidas, no permitiéndoles la sepultura eclesiástica, “a no ser que antes de morir hubieran dado alguna muestra de arrepentimiento”. Este, en conclusión, de Peñalosa, no será el destino del torero quien, curiosamente emparejado por el padre junto a los dementes, “lejos de buscar la muerte, pone en juego la armonía de sus facultades espirituales y físicas, no sólo para esquivarla con arte y valor, sino para dominarla triunfalmente”.
La dominación del hombre sobre la muerte es, finalmente, el presupuesto ideológico y fundacional del cristianismo. La familia de iglesias cristianas existe en el dogma de la resurrección del cuerpo humano de un dios, y la promesa escatológica de Jesús es la vida eterna tras el fin de los tiempos. Los mártires, es decir, los testigos de la verdad cristiana, son el panteón que comprueba la verdad de este dicho: el héroe en Cristo vence a la muerte.
La dialéctica con la tauromaquia aquí cobra todo su sentido ulterior. En la ética del cristiano, el que burla a la muerte, como el torero, es un héroe absoluto. En las sociedades humanas la moralidad se establece en el ejemplo de los héroes, y generalmente este ejemplo concluye también los lineamientos de la masculinidad deseada para la perpetuación patriarcal de la cultura.
El amor que Peñalosa demuestra por los toros de lidia en los poemas que les escribió en su momento, en este sentido, lo alejan del pensamiento de Savater, y con esto concluyo. Para el filósofo español, la lógica occidental y su moral histórica se basa en que el hombre no tiene ningún tipo de obligación moral con los animales, que es un equívoco equiparar a los animales con los seres humanos, que los animales no tienen intereses o agencia, y sobre todo, que la condena y prohibición de las corridas de toros es un atentado contra la libertad del hombre. Para Peñalosa, el toro es un agente fundamental de una representación sobre el misterio de la vida y de la muerte. La espada es real, la sangre es real, el dolor de la bestia es también real, como también es real “el temblor de la pequeñez [del hombre] ante el riesgo, por más que el tiempo y la habilidad atemperen la zozobra de los comienzos”.
(Este ensayo fue presentado como ponencia el día 23 de noviembre de 2023 en el Coloquio Joaquín Antonio Peñalosa, en México y España. El lector hallará aquí la versión Youtube.)
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Joserra Ortiz es doctor en estudios hispánicos por Brown University (2012) y autor de Los días con Mona, El complot anticanónico y La conquista del Monte de Venus. En TikTok es @eljoserraortiz.